Texto completo
de la reflexión del Papa antes de la oración mariana
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
El discurso parabólico de Jesús,
que agrupa siete parábolas en el capítulo décimo tercero de Evangelio de Mateo,
se concluye con las tres semejanzas de hoy: el tesoro escondido (v.
44), la perla preciosa (v. 45-46) y la red de pesca (v. 47-48).
Me detengo en las primeras dos que subrayan la decisión de los protagonistas de
vender toda cosa para obtener aquello que han descubierto. En el primer caso se
trata de un campesino que casualmente se topa con un tesoro escondido en el
campo donde está trabajando. No siendo el campo de su propiedad, debe comprarlo
si quiere poseer del tesoro: entonces decide arriesgar todos sus haberes para
no perder aquella ocasión de veras excepcional. En el segundo caso encontramos
un mercader de perlas preciosas; él, como experto conocedor, ha descubierto una
perla de gran valor. También él decide apuntar todo en aquella perla, al punto
de vender todas las otras.
Estas semejanzas ponen en evidencia
dos características concernientes la posesión de Reino de Dios: la búsqueda y
el sacrificio. El Reino de Dios es ofrecido a todos, pero no está puesto a
disposición en una bandeja de plata, necesita un dinamismo: se trata de buscar,
caminar, ocuparse. La actitud de la búsqueda es la condición esencial para
encontrar; es necesario que el corazón arda del deseo de alcanzar el bien
precioso, es decir, el Reino de Dios que se hace presente en la persona de
Jesús. Es Él el tesoro escondido, es Él la perla de gran valor. Él es el
descubrimiento fundamental, que puede dar un viraje decisivo a nuestra vida,
llenándola de significado.
De frente al descubrimiento
inesperado, tanto el campesino come el mercader se dan cuenta que tienen
delante una ocasión única que no deben dejarse escapar, por lo tanto, venden
todo aquello que poseen. La valuación del valor inestimable del tesoro, lleva a
una decisión que implica también sacrificio, separaciones y renuncias. Cuando
el tesoro y la perla han sido descubiertos, es decir, cuando hemos encontramos
al Señor, es necesario no dejar estéril este descubrimiento, sino sacrificarle
cualquier otra cosa. No se trata de despreciar el resto sino de subordinarlo a
Jesús, poniéndolo a Él en el primer lugar. La gracia en primer lugar. El
discípulo de Cristo no es uno que se ha privado de algo esencial, es uno que ha
encontrado mucho más: ha encontrado la alegría plena que sólo el Señor puede
donar. Es la alegría evangélica de los enfermos curados, de los pecadores
perdonados, del ladrón a quien se le abre la puerta del paraíso.
La alegría del Evangelio llena el
corazón y la vida entera de aquellos que se encuentran con Jesús. Aquellos que
se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío
interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría
(cfr. Evangelii Gaudium, n. 1). Hoy somos exhortados a contemplar la alegría
del campesino y del mercader de las parábolas. Es la alegría de cada uno de
nosotros cuando descubrimos la cercanía y la presencia consoladora de Jesús en
nuestra vida. Una presencia que transforma el corazón y nos abre a las
necesidades y a la acogida de los hermanos, especialmente de aquellos más
débiles.
Recemos por la intercesión de la
Virgen María, para que cada uno de nosotros sepa dar testimonio, con las
palabras y los gestos cotidianos, de la alegría de haber encontrado el tesoro
del Reino de Dios, es decir, el amor que el Padre nos ha donado mediante Jesús.
(Traducción de María Cecilia Mutual
– Radio Vaticano)