BLOG DE LA DELEGACIÓN DIOCESANA PARA EL MATRIMONIO, FAMILIA Y DEFENSA DE LA VIDA DE ALMERÍA
«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).
4 de diciembre de 2018
6 de septiembre de 2018
¿Qué ha dicho Francisco en el Encuentro Mundial
de las Familias?
¡Te lo ponemos fácil! Te resumimos en siete puntos, las ideas más
importantes que ha transmitido el Papa en Irlanda. Así te resultará más fácil poder
rezarlas y ponerlas en práctica:
1. El Evangelio de la familia:
«El Evangelio de la familia es
verdaderamente alegría para el mundo, ya que allí, en nuestras familias,
siempre se puede encontrar a Jesús; él vive allí, en simplicidad y pobreza,
como lo hizo en la casa de la Sagrada Familia de Nazaret». «Vivir
en el amor, como Cristo nos ha amado, supone la imitación de su propio
sacrificio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y
duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del pecado,
del egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de los
menos afortunados».
2. El valor del perdón:
«Gestos pequeños y sencillos de perdón, renovados cada día, son la base
sobre la que se construye una sólida vida familiar cristiana». «Los niños aprenden a perdonar cuando ven que sus padres se perdonan
recíprocamente. Si entendemos esto, podemos apreciar la grandeza de la
enseñanza de Jesús sobre la fidelidad en el matrimonio».
Francisco
pidió perdón por los abusos cometidos por miembros de la Iglesia contra
personas inocentes, en especial, los abusos sexuales contra menores.
3. Petición de perdón por los abusos cometidos:
«Ninguno de nosotros puede dejar de
conmoverse por las historias de los menores que han sufrido abusos,
a quienes se les ha robado la inocencia y se les ha dejado una cicatriz de
recuerdos dolorosos. Esta herida abierta nos desafía a que estemos firmes y
decididos en la búsqueda de la verdad y de la justicia. Imploro el perdón
del Señor por estos pecados, por el escándalo y la traición sentida por tantos
en la familia de Dios». «Pido a nuestra Madre Santísima que
interceda por la curación de todos los sobrevivientes de abuso de cualquier
tipo y que confirme a cada miembro de la familia cristiana con el propósito
decidido de no permitir nunca más que estas situaciones vuelvan a repetirse».
4. La tecnología al servicio de la comunión y el
encuentro:
«Que la tecnología no se convierta en una amenaza para la
verdadera red de relaciones de carne y hueso, aprisionándonos en una realidad
virtual y aislándonos de las relaciones auténticas que nos estimulan a dar lo
mejor de nosotros mismos en comunión con los demás».
5. El Matrimonio tiene que anclarse en el amor
de Dios:
«El matrimonio cristiano y la vida familiar manifiestan toda su belleza y
atractivo si están anclados en el amor de Dios, que nos creó a su imagen, para
que podamos darle gloria como iconos de su amor y de su santidad en el mundo».
6. Las familias son
la esperanza del mundo:
«Vosotras, familias, sois la esperanza de la Iglesia y del mundo». «Con
vuestro testimonio del Evangelio podéis ayudar a Dios a realizar su sueño,
podéis contribuir a acercar a todos los hijos de Dios, para que crezcan en la
unidad y aprendan qué significa para el mundo entero vivir en paz como una gran
familia».
7. Los abuelos, base
de la sociedad:
«Una
sociedad que no valora a los abuelos es una sociedad sin futuro».
Y para
terminar, te dejamos un resumen de lo más destacado del encuentro:
6 de febrero de 2018
MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2018
«Al crecer la maldad, se enfriará
el amor en la mayoría»
(Mt 24, 12)
Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma del año 2018, que
comienza el 14 de febrero, Miércoles de Ceniza
Queridos
hermanos y hermanas:
Una
vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a
recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo
sacramental de nuestra conversión», que anuncia y realiza la posibilidad de
volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida. Como todos los años,
con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad
este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el
Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría»
(24,12). Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los
tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos,
precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús,
respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y
describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles:
frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha
gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro
de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos
este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?
Son
como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones
humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren.
Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer
momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres
viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad
esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se
bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros
falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e
inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser
completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el
falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias
fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente
virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después
resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas
sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la
capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos…
haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una
sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira»
(Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir
el corazón del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a
discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de
estos falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel
inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro
interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente
sirven para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante
Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un
trono de hielo; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos
entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que
nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?
Lo
que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los
males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no
querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación
antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos. Todo esto se
transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una
amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el
huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a
nuestras expectativas.
También
la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la
tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e
interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los
restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el
designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen
llover instrumentos de muerte.
El
amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica
Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de
amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de
aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que
induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo
misionero.
¿Qué podemos hacer?
Si
vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he
descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces
amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de
la oración, la limosna y el ayuno.
El
hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las
mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos, para buscar
finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la
vida.
El
ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el
otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la
limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que,
como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y
viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un
testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito
hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a
participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co
8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos
realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por
dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas,
ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de
la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la
Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a
un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se
deja ganar por nadie en generosidad?
El
ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una
importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que
sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del
hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de
bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar
más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios,
que es el único que sacia nuestra hambre.
Querría
que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a
todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a
Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la
iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si
ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para
invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como
ayuda para nuestros hermanos
El fuego de la Pascua
Invito
especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la
Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos
corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el
corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que
podamos empezar a amar de nuevo.
Una
ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos
invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto
de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10
de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el
perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24
horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión
sacramental.
En
la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual:
la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e
iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso,
disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu», para que todos
podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de
escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro
corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.
Los
bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.
Vaticano,
1 de noviembre de 2017 Solemnidad de Todos los Santos
FRANCISCO
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PAPA FRANCISCO: MENSAJE DE CUARESMA 2018
8 de enero de 2018
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO, EPIFANÍA DEL SEÑOR, FESTIVIDAD REYES MAGOS, SÁBADO 6 ENERO 2018, MISA EN LA BASÍLICA VATICANA
Son tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al
encuentro del Señor, que hoy se nos manifiesta como luz y salvación para todos
los pueblos. Los Reyes Magos ven la estrella, caminan y ofrecen
regalos.
Ver la estrella. Es
el punto de partida. Pero podríamos preguntarnos, ¿por qué sólo vieron la estrella
los Magos? Tal vez porque eran pocas las personas que alzaron la vista al
cielo. Con frecuencia en la vida nos contentamos con mirar al suelo: nos basta
la salud, algo de dinero y un poco de diversión. Y me pregunto: ¿Sabemos
todavía levantar la vista al cielo? ¿Sabemos soñar, desear a Dios, esperar su
novedad, o nos dejamos llevar por la vida como una rama seca al viento? Los
Reyes Magos no se conformaron con ir tirando, con vivir al día. Entendieron
que, para vivir realmente, se necesita una meta alta y por eso hay que mirar
hacia arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que
miraban al cielo, muchos no siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt2,
2)? Quizás porque no era una estrella llamativa, que brillaba más que otras. El
Evangelio dice que era una estrella que los Magos vieron «salir» (vv. 2.9). La
estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita suavemente. Podemos
preguntarnos qué estrella seguimos en la vida. Hay estrellas deslumbrantes, que
despiertan emociones fuertes, pero que no orientan en el camino. Esto es lo que
sucede con el éxito, el dinero, la carrera, los honores, los placeres buscados
como finalidad en la vida. Son meteoritos: brillan un momento, pero pronto se
estrellan y su brillo se desvanece. Son estrellas fugaces que, en vez de
orientar, despistan. En cambio, la estrella del Señor no siempre es
deslumbrante, pero está siempre presente; es mansa; te lleva de la mano en la
vida, te acompaña. No promete recompensas materiales, pero garantiza la paz y
da, como a los Magos, una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Nos pide,
sin embargo, que caminemos.
Caminar, la segunda acción de
los Magos, es esencial para encontrar a Jesús. Su estrella, de hecho, requiere
la decisión del camino, el esfuerzo diario de la marcha; pide que nos liberemos
del peso inútil y de la fastuosidad gravosa, que son un estorbo, y que
aceptemos los imprevistos que no aparecen en el mapa de una vida tranquila.
Jesús se deja encontrar por quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse,
salir. No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es exigente: a
quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades mundanas y el
calor agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como un protocolo de
cortesía que hay que respetar, sino un éxodo que hay que vivir. Dios, que
liberó a su pueblo a través de la travesía del éxodo y llamó a nuevos pueblos
para que siguieran su estrella, da la libertad y distribuye la alegría siempre
y sólo en el camino. En otras palabras, para encontrar a Jesús debemos dejar el
miedo a involucrarnos, la satisfacción de sentirse ya al final, la pereza de no
pedir ya nada a la vida. Tenemos que arriesgarnos, para encontrarnos
sencillamente con un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque encontrando a
ese Niño, descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a
través de diversos personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el
nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y envía a
otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en su palacio.
Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la novedad de Dios.
Prefiere que todo permanezca como antes —«siempre se ha hecho así»— y nadie
tiene el valor de ir. La tentación de los sacerdotes y de los escribas es más
sutil. Ellos conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes, citando también
la antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser la
tentación de los que creen desde hace mucho tiempo: se discute de la fe, como
de algo que ya se sabe, pero no se arriesga personalmente por
el Señor. Se habla, pero no se reza; hay queja, pero no se hace el bien. Los
Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mucho. Aunque desconocen las verdades
de la fe, están ansiosos y en camino, como lo demuestran los verbos del
Evangelio: «Venimos a adorarlo» (v. 2), «se pusieron en camino; entrando,
cayeron de rodillas; volvieron» (cf. vv. 9.11.12): siempre en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan
al lugar donde está Jesús, después del largo viaje, hacen como él: dan. Jesús
está allí para ofrecer la vida, ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro,
incienso y mirra. El Evangelio se realiza cuando el camino de la vida llega al don.
Dar gratuitamente, por el Señor, sin esperar nada a cambio: esta es
la señal segura de que se ha encontrado a Jesús, que dice: «Gratis habéis
recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Hacer el bien sin cálculos,
incluso cuando nadie nos lo pide, incluso cuando no ganamos nada con ello,
incluso cuando no nos gusta. Dios quiere esto. Él, que se ha hecho pequeño por
nosotros, nos pide que ofrezcamos algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes
son? Son precisamente aquellos que no tienen nada para dar a cambio, como el
necesitado, el que pasa hambre, el forastero, el que está en la cárcel, el
pobre (cf. Mt 25,31-46). Ofrecer un don grato a Jesús es
cuidar a un enfermo, dedicarle tiempo a una persona difícil, ayudar a alguien
que no nos resulta interesante, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son
dones gratuitos, no pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos
recuerda Jesús, si amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos
(cf. Mt 5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo vacías de
amor, y tratemos de pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que
podamos ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle a él: «Señor, haz que
descubra de nuevo la alegría de dar».
Queridos hermanos y hermanas, hagamos como los Magos: alzar
la mirada, caminar y dar gratuitamente regalos.
TEXTO COMPLETO: HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
Son tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al
encuentro del Señor, que hoy se nos manifiesta como luz y salvación para todos
los pueblos. Los Reyes Magos ven la estrella, caminan y ofrecen regalos.
Ver la estrella. Es el punto de partida. Pero podríamos
preguntarnos, ¿por qué sólo vieron la estrella los Magos? Tal vez porque eran
pocas las personas que alzaron la vista al cielo. Con frecuencia en la vida nos
contentamos con mirar al suelo: nos basta la salud, algo de dinero y un poco de
diversión.
Y me pregunto: ¿Sabemos todavía levantar la vista al cielo?
¿Sabemos soñar, desear a Dios, esperar su novedad, o nos dejamos llevar por la
vida como una rama seca al viento? Los Reyes Magos no se conformaron con ir
tirando, con vivir al día. Entendieron que, para vivir realmente, se necesita
una meta alta y por eso hay que mirar hacia arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que
miraban al cielo, muchos no siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt 2, 2)?
Quizás porque no era una estrella llamativa, que brillaba más que otras. El
Evangelio dice que era una estrella que los Magos vieron «salir» (vv. 2.9). La
estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita suavemente. Podemos
preguntarnos qué estrella seguimos en la vida.
Hay estrellas deslumbrantes, que despiertan emociones
fuertes, pero que no orientan en el camino. Esto es lo que sucede con el éxito,
el dinero, la carrera, los honores, los placeres buscados como finalidad en la
vida. Son meteoritos: brillan un momento, pero pronto se estrellan y su brillo
se desvanece. Son estrellas fugaces que, en vez de orientar, despistan.
En cambio, la estrella del Señor no siempre es deslumbrante,
pero está siempre presente: te lleva de la mano en la vida, te acompaña. No
promete recompensas materiales, pero garantiza la paz y da, como a los Magos,
una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Nos pide, sin embargo, que caminemos.
Caminar, la segunda acción de los Magos, es esencial para
encontrar a Jesús. Su estrella, de hecho, requiere la decisión del camino, el
esfuerzo diario de la marcha; pide que nos liberemos del peso inútil y de la
fastuosidad gravosa, que son un estorbo, y que aceptemos los imprevistos que no
aparecen en el mapa de una vida tranquila. Jesús se deja encontrar por quien lo
busca, pero para buscarlo hay que moverse, salir.
No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es
exigente: a quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades
mundanas y el calor agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como un
protocolo de cortesía que hay que respetar, sino un éxodo que hay que vivir.
Dios, que liberó a su pueblo a través de la travesía del
éxodo y llamó a nuevos pueblos para que siguieran su estrella, da la libertad y
distribuye la alegría siempre y sólo en el camino. En otras palabras, para
encontrar a Jesús debemos dejar el miedo a involucrarnos, la satisfacción de
sentirse ya al final, la pereza de no pedir ya nada a la vida.
Tenemos que arriesgarnos, para encontrarnos sencillamente con
un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque encontrando a ese Niño,
descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a
través de diversos personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el
nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y envía a
otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en su palacio.
Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la novedad de Dios.
Prefiere que todo permanezca como antes y nadie tiene el valor de ir.
La tentación de los sacerdotes y de los escribas es más
sutil. Ellos conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes, citando también
la antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser la
tentación de los que creen desde hace mucho tiempo: se discute de la fe, como
de algo que ya se sabe, pero no se arriesga personalmente por el Señor. Se
habla, pero no se reza; hay queja, pero no se hace el bien.
Los Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mucho. Aunque
desconocen las verdades de la fe, están ansiosos y en camino, como lo
demuestran los verbos del Evangelio: «Venimos a adorarlo» (v. 2), «se pusieron
en camino; entrando, cayeron de rodillas; volvieron» (cf. vv. 9.11.12): siempre
en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan al lugar donde está Jesús,
después del largo viaje, hacen como él: dan. Jesús está allí para ofrecer la
vida, ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro, incienso y mirra. El Evangelio se
realiza cuando el camino de la vida llega al don. Dar gratuitamente, por el
Señor, sin esperar nada a cambio: esta es la señal segura de que se ha
encontrado a Jesús, que dice: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).
Hacer el bien sin cálculos, incluso cuando nadie nos lo pide,
incluso cuando no ganamos nada con ello, incluso cuando no nos gusta. Dios
quiere esto. Él, que se ha hecho pequeño por nosotros, nos pide que ofrezcamos
algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes son? Son precisamente aquellos
que no tienen nada para dar a cambio, como el necesitado, el que pasa hambre,
el forastero, el que está en la cárcel, el pobre (cf. Mt 25,31-46).
Ofrecer un don grato a Jesús es cuidar a un enfermo,
dedicarle tiempo a una persona difícil, ayudar a alguien que no nos resulta
interesante, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son dones gratuitos, no
pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos recuerda Jesús, si
amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos (cf. Mt 5,46-47). Miremos
nuestras manos, a menudo vacías de amor, y tratemos de pensar hoy en un don
gratuito, sin nada a cambio, que podamos ofrecer. Será agradable al Señor. Y
pidámosle a él: «Señor, haz que descubra de nuevo la alegría de dar».
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
51 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
51 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2018
Migrantes
y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz
1.
Un deseo de paz
Paz
a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los
ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad[1], es una
aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente
de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi
recuerdo y en mi oración. De entre ellos quisiera recordar a los más de 250
millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son
refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI,
«son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde
vivir en paz»[2]. Para
encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de
un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están
dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas
y los muros que se alzan para alejarlos de su destino.
Con
espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del
hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la
discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental.
Somos
conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de
los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas
puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro
exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una
atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas
situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya
existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de
la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger,
promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando
el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y
al mismo tiempo los bienes del espíritu»[3]. Tienen una
responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben
garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo
armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no
consiguió terminar la torre que había comenzado a construir[4].
2.
¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes?
Ante
el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en
Belén, san
Juan Pablo II incluyó el número creciente de desplazados entre las
consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios,
“limpiezas étnicas”»[5], que habían
marcado el siglo XX. En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio
profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia
organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera
de las fronteras nacionales.
Pero
las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una
vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás
la “desesperación” de un futuro imposible de construir»[6]. Se ponen en
camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de
trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir
en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato
si’, «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria
empeorada por la degradación ambiental»[7].
La
mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven
forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su
patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible,
bloqueada o demasiado lenta.
En
muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza
los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que
llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos,
en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los
migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz
siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran
preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada
ser humano[8].
Todos
los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones
globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza.
Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza,
como una oportunidad para construir un futuro de paz.
3.
Una mirada contemplativa
La
sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto
emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola
familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra,
cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia.
Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir»[9]. Estas
palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta
Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con
las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las
naciones, que la admiran y la colman de riquezas. La paz es el gobernante que
la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro
de ella.
Necesitamos
ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es,
una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles,
en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien,
de verdad, de justicia»[10];
en otras palabras, realizando la promesa de la paz.
Observando
a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan
con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad,
sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia
cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen. Esta mirada
sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio
de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del
mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso
cuando los recursos no son abundantes.
Por
último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los
responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida
al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad»[11],
es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única
familia humana y del bien de cada uno de ellos.
Quienes
se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz
que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres
de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que
están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados.
4.
Cuatro piedras angulares para la acción
Para
ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a
las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz
que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger,
proteger, promover e integrar[12].
«Acoger»
recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no
expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la
persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad
nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura
nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo,
hospedaron a ángeles»[13].
«Proteger»
nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de
los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su
explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a
situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios
no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano
y a la viuda»[14].
«Promover»
tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y
refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo
subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el
acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán
cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también
estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu
de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios
«ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al
emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto»[15].
Por
último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes
participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica
de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo
humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues,
ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios»[16].
5.
Una propuesta para dos Pactos internacionales
Deseo
de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año
2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de
dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y
otro, sobre refugiados. En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos
pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas
y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén
inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de
aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz:
sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá
derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia.
El
diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber
específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras
nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número
de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza
la disponibilidad de los fondos necesarios.
La
Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del
Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción[17] como
pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas
públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas. Estas
y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al
proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones
Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con
la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples
actividades.
6.
Por nuestra casa común
Las
palabras de san
Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el
“sueño” de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los
refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos,
y nuestra tierra verdaderamente en “casa común”»[18].
A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han
realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable.
Entre
ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de
nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre,
numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria. Esta pequeña gran mujer,
que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en
su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e
integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos
conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz
para quienes trabajan por la paz»[19].
Vaticano,
13 de noviembre de 2017.
Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes.
Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes.
Francisco
[8] Cf. Discurso
a los Participantes en el Encuentro de Responsables nacionales de la pastoral
de migraciones organizado por el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa
(CCEE), 22 septiembre 2017.
[17] «20 Puntos de Acción Pastoral» y «20 Puntos de Acción
para los Pactos Globales» (2017). Cf. Documento ONU A/72/528.