Son tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al
encuentro del Señor, que hoy se nos manifiesta como luz y salvación para todos
los pueblos. Los Reyes Magos ven la estrella, caminan y ofrecen
regalos.
Ver la estrella. Es
el punto de partida. Pero podríamos preguntarnos, ¿por qué sólo vieron la estrella
los Magos? Tal vez porque eran pocas las personas que alzaron la vista al
cielo. Con frecuencia en la vida nos contentamos con mirar al suelo: nos basta
la salud, algo de dinero y un poco de diversión. Y me pregunto: ¿Sabemos
todavía levantar la vista al cielo? ¿Sabemos soñar, desear a Dios, esperar su
novedad, o nos dejamos llevar por la vida como una rama seca al viento? Los
Reyes Magos no se conformaron con ir tirando, con vivir al día. Entendieron
que, para vivir realmente, se necesita una meta alta y por eso hay que mirar
hacia arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que
miraban al cielo, muchos no siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt2,
2)? Quizás porque no era una estrella llamativa, que brillaba más que otras. El
Evangelio dice que era una estrella que los Magos vieron «salir» (vv. 2.9). La
estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita suavemente. Podemos
preguntarnos qué estrella seguimos en la vida. Hay estrellas deslumbrantes, que
despiertan emociones fuertes, pero que no orientan en el camino. Esto es lo que
sucede con el éxito, el dinero, la carrera, los honores, los placeres buscados
como finalidad en la vida. Son meteoritos: brillan un momento, pero pronto se
estrellan y su brillo se desvanece. Son estrellas fugaces que, en vez de
orientar, despistan. En cambio, la estrella del Señor no siempre es
deslumbrante, pero está siempre presente; es mansa; te lleva de la mano en la
vida, te acompaña. No promete recompensas materiales, pero garantiza la paz y
da, como a los Magos, una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Nos pide,
sin embargo, que caminemos.
Caminar, la segunda acción de
los Magos, es esencial para encontrar a Jesús. Su estrella, de hecho, requiere
la decisión del camino, el esfuerzo diario de la marcha; pide que nos liberemos
del peso inútil y de la fastuosidad gravosa, que son un estorbo, y que
aceptemos los imprevistos que no aparecen en el mapa de una vida tranquila.
Jesús se deja encontrar por quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse,
salir. No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es exigente: a
quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades mundanas y el
calor agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como un protocolo de
cortesía que hay que respetar, sino un éxodo que hay que vivir. Dios, que
liberó a su pueblo a través de la travesía del éxodo y llamó a nuevos pueblos
para que siguieran su estrella, da la libertad y distribuye la alegría siempre
y sólo en el camino. En otras palabras, para encontrar a Jesús debemos dejar el
miedo a involucrarnos, la satisfacción de sentirse ya al final, la pereza de no
pedir ya nada a la vida. Tenemos que arriesgarnos, para encontrarnos
sencillamente con un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque encontrando a
ese Niño, descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a
través de diversos personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el
nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y envía a
otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en su palacio.
Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la novedad de Dios.
Prefiere que todo permanezca como antes —«siempre se ha hecho así»— y nadie
tiene el valor de ir. La tentación de los sacerdotes y de los escribas es más
sutil. Ellos conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes, citando también
la antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser la
tentación de los que creen desde hace mucho tiempo: se discute de la fe, como
de algo que ya se sabe, pero no se arriesga personalmente por
el Señor. Se habla, pero no se reza; hay queja, pero no se hace el bien. Los
Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mucho. Aunque desconocen las verdades
de la fe, están ansiosos y en camino, como lo demuestran los verbos del
Evangelio: «Venimos a adorarlo» (v. 2), «se pusieron en camino; entrando,
cayeron de rodillas; volvieron» (cf. vv. 9.11.12): siempre en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan
al lugar donde está Jesús, después del largo viaje, hacen como él: dan. Jesús
está allí para ofrecer la vida, ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro,
incienso y mirra. El Evangelio se realiza cuando el camino de la vida llega al don.
Dar gratuitamente, por el Señor, sin esperar nada a cambio: esta es
la señal segura de que se ha encontrado a Jesús, que dice: «Gratis habéis
recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Hacer el bien sin cálculos,
incluso cuando nadie nos lo pide, incluso cuando no ganamos nada con ello,
incluso cuando no nos gusta. Dios quiere esto. Él, que se ha hecho pequeño por
nosotros, nos pide que ofrezcamos algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes
son? Son precisamente aquellos que no tienen nada para dar a cambio, como el
necesitado, el que pasa hambre, el forastero, el que está en la cárcel, el
pobre (cf. Mt 25,31-46). Ofrecer un don grato a Jesús es
cuidar a un enfermo, dedicarle tiempo a una persona difícil, ayudar a alguien
que no nos resulta interesante, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son
dones gratuitos, no pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos
recuerda Jesús, si amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos
(cf. Mt 5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo vacías de
amor, y tratemos de pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que
podamos ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle a él: «Señor, haz que
descubra de nuevo la alegría de dar».
Queridos hermanos y hermanas, hagamos como los Magos: alzar
la mirada, caminar y dar gratuitamente regalos.