Texto completo de la catequesis del Papa
Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la Santa Misa. Para
comprender la belleza de la celebración eucarística deseo iniciar con un
aspecto muy simple: la Misa es oración, es más, es la oración por excelencia,
la más alta, la más sublime, y al mismo tiempo la más “concreta”. De hecho, es
el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y Sangre de
Jesús. Es un encuentro con el Señor.
Pero antes debemos responder a una pregunta. ¿Qué cosa es
verdaderamente la oración? Ella es sobre todo diálogo, relación personal con
Dios. Y el hombre ha sido creado como ser en relación personal con Dios que
encuentra su plena realización solamente en el encuentro con su Creador. El
camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con el Señor.
El Libro del Génesis afirma que el hombre ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios, quien es Padre e Hijo y Espíritu Santo, una
relación perfecta de amor que es unidad. De esto podemos comprender que todos
nosotros hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un
continuo donarnos y recibirnos para poder encontrar así la plenitud de nuestro
ser.
Cuando Moisés, ante la zarza ardiente, recibe la llamada de
Dios, le pregunta cuál es su nombre. Y, ¿qué cosa responde Dios?: «Yo soy el
que soy» (Ex 3,14). Esta expresión, en sentido original, expresa presencia y
gracia, y de hecho enseguida Dios agrega: « El Señor, el Dios de sus padres, el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (v. 15). Así también Cristo, cuando llama
a sus discípulos, los llama para que estén con Él. Esta pues es la gracia más
grande: poder experimentar que la Misa, la Eucaristía es el momento
privilegiado para estar con Jesús, y, a través de Él, con Dios y con los
hermanos.
Orar, como todo verdadero diálogo, es también saber
permanecer en silencio – en los diálogos existen momentos de silencio –, en
silencio junto a Jesús. Y cuando nosotros vamos a Misa, tal vez llegamos cinco
minutos antes y comenzamos a conversar con quien está al lado nuestro. Pero no
es el momento de conversar: es el momento del silencio para prepararnos al
diálogo. Es el momento de recogernos en nuestro propio corazón para prepararnos
al encuentro con Jesús. ¡El silencio es muy importante! Recuerden lo que les he
dicho la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el
Señor y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permanecer en silencio junto a Jesús.
Y del misterioso silencio de Dios emerge su Palabra que resuena en nuestro
corazón. Jesús mismo nos enseña como realmente es posible “estar” con el Padre
y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se
retira en lugares apartados para orar; los discípulos, viendo esto su íntima
relación con el Padre, sienten el deseo de poder participar, y le piden:
«Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Hemos escuchado en la Lectura antes, al
inicio de la audiencia. Jesús responde que la primera cosa necesaria para orar
es saber decir “Padre”. Estén atentos: si yo no soy capaz de decir “Padre” a
Dios, no soy capaz de orar. Debemos aprender a decir “Padre”, es decir, ponerse
en su presencia con confianza filial. Pero para poder aprender, se necesita
reconocer humildemente que tenemos necesidad de estar instruidos, y decir con
simplicidad: Señor enséñanos a orar.
Este es el primer punto: ser humildes, reconocerse hijos,
descansar en el Padre, confiar en Él. Para entrar en el Reino de los cielos es
necesario hacerse pequeños como niños. En el sentido que los niños saben
confiar, saben que alguien se preocupará de ellos, de lo que comerán, de lo que
se pondrán y otras cosas más (cfr. Mt 6,25-32). Esta es la primera actitud:
confianza y familiaridad, como el niño hacia los padres; saber que Dios se
recuerda de ti, cuida de ti, de ti, de mí, de todos.
La segunda predisposición, también esta propia de los niños,
es dejarse sorprender. El niño hace siempre mil preguntas porque desea
descubrir el mundo; y se maravilla incluso de cosas pequeñas porque todo es
nuevo para él. Para entrar en el Reino de los cielos se necesita dejarse
maravillar. ¿En nuestra relación con el Señor, en la oración – pregunto – nos
dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar a Dios como hacen los
papagayos? No, es confiar y abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos
dejamos sorprender por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el
encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de
museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a la Misa, no a un museo. Vamos a
un encuentro vivo con el Señor.
En el Evangelio se habla de un cierto Nicodemo (Jn 3,1-21),
un hombre anciano, una autoridad en Israel, que donde Jesús para conocerlo; y
el Señor le habla de la necesidad de “renacer de lo alto” (Cfr. v. 3). Pero,
¿qué cosa significa? ¿Se puede “renacer”? ¿Volver a tener el gusto, la alegría,
la maravilla de la vida, es posible, también ante tantas tragedias? Esta es una
pregunta fundamental de nuestra fe y este es el deseo de todo verdadero
creyente: el deseo de renacer, la alegría de reiniciar. ¿Nosotros tenemos este
deseo? ¿Cada uno de nosotros tiene deseo de renacer siempre para encontrar al
Señor? ¿Tienen este deseo? De hecho, se puede perderlo fácilmente porque, a
causa de tantas actividades, de tantos proyectos de poner en acto, al final nos
queda poco tiempo y perdemos de vista aquello que es fundamental: nuestra vida
del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida que es encuentro con el
Señor en la oración.
En verdad, el Señor nos sorprende mostrándonos que Él nos ama
incluso en nuestras debilidades. «Jesucristo […] es la Víctima propiciatoria
por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del
mundo entero» (1 Jn 2,2). Este don, fuente de verdadera consolación – pero el
Señor nos perdona siempre – esto, consuela, es una verdadera consolación, es un
don que nos es dado a través de la Eucaristía, de aquel banquete nupcial en el
cual el Esposo encuentra nuestra fragilidad. Puedo decir que, ¿Cuándo recibo la
comunión en la Misa, el Señor encuentra mi fragilidad? ¡Sí! ¡Podemos decirlo
porque esto es verdad! El Señor encuentra nuestra fragilidad para llevarnos a
nuestra primera llamada: aquella de ser imagen y semejanza de Dios. Este es el
ambiente de la Eucaristía, esta es la oración.
(Traducción del italiano, Renato Martinez)
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