Para vivir a gusto con la realidad y con los
demás es necesario aprender a reconciliarse con la finitud y limitación.
Aceptar, como ya he insistido, que en la vida no existen paraísos de felicidad
absoluta, sino pequeños oasis que permiten el descanso y la recuperación para
continuar el camino. También en las relaciones humanas se tropieza con la
pequeñez de la otra persona que tampoco satisface por completo. El amor es el
único puente por el que se consigue pasar a la otra orilla. Pero no es fácil
este acercamiento en la inevitable distancia. Para reconciliarse con las
sombras de los demás hay que haber aprendido con anterioridad el difícil arte
de amarse a sí mismo.
Hablar
de amor propio tiene connotaciones muy negativas. Siempre se ha condenado esta
actitud, dentro de nuestra espiritualidad cristiana, como si se tratara de algo
indigno y pecaminoso. Se la valora con un sentido peyorativo, pues parece un
serio obstáculo para la experiencia del verdadero amor, que supone una apertura
de sí mismo para el encuentro y la comunión con las otras personas. Sin
embargo, a pesar de esta primera valoración espontánea muy poco positiva, no
creo que exista una virtud tan difícil de alcanzar como amarse a sí mismo. Un
verdadero arte que, por prejuicios y falsas interpretaciones, no hemos aprendido
con mucha frecuencia, ni entraba tampoco entre los objetivos de una buena
educación o de una pedagogía espiritual.
Los
datos psicológicos y las recomendaciones evangélicas nos abren, sin embargo, a
otra perspectiva bastante diferente. Mientras la persona no sea capaz de amarse
a sí misma, reconciliarse con sus limitaciones, aceptar sus sombras y
desajustes interiores, tampoco será posible amar al prójimo con sus propias
deficiencias y fallos. Y Jesús vuelve a insistir en esta verdad cuando le
responde al escriba sobre cuál es el primero de todos los mandamientos. Después
de hacer referencia al texto conocido del Deuteronomio (6,4-5) para amar al
Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus
fuerzas, añade de forma explícita: "El segundo es: amarás a tu prójimo
como a ti mismo" (Mc 12,31). En este caso, el amor hacia sí mismo
posibilita y condiciona el cariño a los demás.
La
persona, por tanto, ha de aprender a vivir, pacífica y armoniosamente, con una
serie de elementos con los que había luchado a muerte para vencerlos y
eliminarlos. Es el comienzo de una difícil y dolorosa convivencia, pues ha
descubierto que los tendrá como compañeros inseparables, durante el largo viaje
de su historia. Desde ahora en adelante hay que proseguir el camino en estrecha
relación con nuestras tendencias egoístas, interesadas, anárquicas, hipócritas
o con cualquier otro impulso negativo.
La
cara oculta y sombreada que cada uno lleva en su interior no es nada más que un
reflejo y exponente significativo de la sombra existente en el corazón de los
demás. Por eso, la persona incapaz de reconciliarse con los elementos negativos
que oculta en su dentro, ya sea porque no los conoce e ignora por completo, o
bien porque no quiere aceptarlos de ninguna manera y preferiría mejor vivir sin
experimentar su compañía, está imposibilitada también para comprender la
existencia de esos mismos componentes en el corazón de los otros. El encuentro
y la reconciliación con el prójimo comienza, a pesar de las diferencias y
limitaciones, cuando el sujeto sabe reconciliarse consigo mismo y se abre con
cariño y benevolencia hacia el fondo más profundo y negativo de su verdad.
Cada día estoy más convencido de que el que no sabe amar a
los demás no es porque se quiera demasiado a sí mismo, sino porque no se ama lo
suficiente. Nadie llega a quererse hasta que no consigue aceptarse como es y no
como le hubiera gustado haber sido. Reconciliarse con los propios límites, sin
que esto signifique cruzarse de brazos o quedar satisfecho. Reconocer que somos
autores de ciertos capítulos o páginas de nuestra historia, que preferiríamos
no haber escrito. Que existen, al menos, algunos párrafos o frases que nos
gustaría borrar para no volver a leerlos. Es, en una palabra, abrazarse con la
propia pequeñez y finitud, sin nostalgias infantiles, con una mirada realista,
llena de comprensión y ternura y sin que falte tampoco una cierta dosis de
humor.
E. López Azpitarte SJ
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