«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


6 de abril de 2015

“¡JESUCRISTO HA RESUCITADO! ¡FELIZ PASCUA A TODOS! MENSAJE Y BENDICIÓN DEL PAPA AL MUNDO ENTERO

Texto completo del Mensaje Urbi et Orbi de la Pascua de Resurrección 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!

¡Jesucristo ha resucitado!

El amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la oscuridad.

Jesucristo, por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo, asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el Señor.

Con su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la felicidad: y esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla pueden ir hacia los «bienes de allá arriba», a Dios (cf. Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba».

La mañana de Pascua, advertidos por las mujeres, Pedro y Juan corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino.

El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos.

Esto no es debilidad, sino autentica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de su amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.

Imploremos hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están produciendo. Son muchas.

Roguemos ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se restablezca una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman estos amados países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos refugiados.

Imploremos la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner fin a años de sufrimientos y divisiones.

Pidamos la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por el que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación y edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación, por el bien de toda la población.

Al mismo tiempo, encomendemos con esperanza al Señor que es tan misericordioso el acuerdo alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo hacia un mundo más seguro y fraterno.

Supliquemos al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas regiones del Sudán y la República Democrática del Congo. Que todas las personas de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que perdieron su vida y pienso muy especialmente en los jóvenes asesinados el pasado jueves en la Universidad de Garissa, en Kenia, los que han sido secuestrados, los que han tenido que abandonar sus hogares y sus seres queridos.

Que la resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las partes interesadas.

Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana. E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que ganan con la sangre de hombres y mujeres.

Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora y sanadora del Señor Jesús: «La paz esté con ustedes». (Lc 24,36). «No teman, he resucitado y siempre estaré con ustedes» (cf. Misal Romano, Antífona de entrada del día de Pascua).

Saludos de Pascua del Santo Padre



5 de abril de 2015

HOMILIA DEL PAPA FRANCISCO EN LA VIGILIA PASCUAL

Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual, Sábado Santo 4 abril 2015

“Esta noche es noche de vigilia. El Señor no duerme, vela el guardián de su pueblo (cf. Sal 121,4), para sacarlo de la esclavitud y para abrirle el camino de la libertad.

El Señor vela y, con la fuerza de su amor, hace pasar al pueblo a través del Mar Rojo; y hace pasar a Jesús a través del abismo de la muerte y de los infiernos.

Esta fue una noche de vela para los discípulos y las discípulas de Jesús. Noche de dolor y de temor. Los hombres permanecieron cerrados en el Cenáculo. Las mujeres, sin embargo, al alba del día siguiente, fueron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Sus corazones estaban llenos de emoción y se preguntaban: «¿Cómo haremos para entrar?, ¿quién nos removerá la piedra de la tumba?…». Pero he aquí el primer signo del Acontecimiento: la gran piedra ya había sido removida, y la tumba estaba abierta.

«Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco» (Mc 16,5). Las mujeres fueron las primeras que vieron este gran signo: el sepulcro vacío; y fueron las primeras en entrar.

«Entraron en el sepulcro». En esta noche de vigilia, nos viene bien detenernos en reflexionar sobre la experiencia de las discípulas de Jesús, que también nos interpela a nosotros. Efectivamente, para eso estamos aquí: para entrar, para entrar en el misterio que Dios ha realizado con su vigilia de amor.

No se puede vivir la Pascua sin entrar en el misterio. No es un hecho intelectual, no es sólo conocer, leer… Es más, es mucho más.

«Entrar en el misterio» significa capacidad de asombro, de contemplación; capacidad de escuchar el silencio y sentir el susurro de ese hilo de silencio sonoro en el que Dios nos habla (cf. 1 Re 19,12). Entrar en el misterio nos exige no tener miedo de la realidad: no cerrarse en sí mismos, no huir ante lo que no entendemos, no cerrar los ojos frente a los problemas, no negarlos, no eliminar los interrogantes…

Entrar en el misterio significa ir más allá de las cómodas certezas, más allá de la pereza y la indiferencia que nos frenan, y ponerse en busca de la verdad, la belleza y el amor, buscar un sentido no ya descontado, una respuesta no trivial a las cuestiones que ponen en crisis nuestra fe, nuestra fidelidad y nuestra razón.

Para entrar en el misterio se necesita humildad, la humildad de abajarse, de apearse del pedestal de nuestro yo, tan orgulloso, de nuestra presunción; la humildad para redimensionar la propia estima, reconociendo lo que realmente somos: criaturas con virtudes y defectos, pecadores necesitados de perdón. Para entrar en el misterio hace falta este abajamiento, que es impotencia, vaciándonos de las propias idolatrías… adoración. Sin adorar no se puede entrar en el misterio.

Todo esto nos enseñan las mujeres discípulas de Jesús. Velaron aquella noche, junto la Madre. Y ella, la Virgen Madre, las ayudó a no perder la fe y la esperanza. Así, no permanecieron prisioneras del miedo y del dolor, sino que salieron con las primeras luces del alba, llevando en las manos sus ungüentos y con el corazón ungido de amor. Salieron y encontraron la tumba abierta. Y entraron. Velaron, salieron y entraron en el misterio. Aprendamos de ellas a velar con Dios y con María, nuestra Madre, para entrar en el misterio que nos hace pasar de la muerte a la vida”.

VIGILIA PASCUAL. DE LA MANO DE FRANCISCO EN LA NOCHE QUE CAMBIA LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD


(RV).- Inesperadamente la luz irrumpe con fuerza, las tinieblas se abren para dar paso a un alba nueva. La alegría desborda en canto y el agua restituye la vida. Esta es la noche que cambia la historia de la humanidad. Es la noche “de vigilia por el Señor”, que san Agustín llama justamente la "madre de todas las vigilias". Este sábado el Papa presidirá la Vigilia Pascual en la Basílica de San Pedro, con los ritos de la bendición del fuego y del agua y el bautismo de algunos catecúmenos. En estas horas velaremos confiados con Francisco por el tránsito de Jesús, que pasa de la cruz a la vida, de la muerte a la resurrección. El rito comenzará con la bendición del fuego, por lo que el Pontífice incidirá con un punzón sobre el Cirio Pascual, que lleva una cruz con la primera y la última letra del alfabeto griego, la alfa y la omega, y las cifras del año en curso, mientras pronuncia en latín un antiguo pregón que reza "Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. A Él pertenece el tiempo y los siglos, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos". Después se realizará la procesión hacia el altar mayor, en un ambiente de pleno recogimiento, encabezada por el diácono que portará el Cirio y conformada por el Pontífice así como por diferentes miembros del clero. Una vez en el altar mayor, y tras la bendición del Papa, el diácono impregnará el Cirio con incienso al tiempo que proclamará el "Exultet", el anuncio de la Pascua, al que los fieles esperarán con una vela encendida. Tras el rito del encendido, marcación y bendición del Cirio se celebrará la "Liturgia de la Palabra" y la "Liturgia Bautismal" en la que el Santo Padre bautizará a diez catecúmenos. El acto de este sábado precede a la misa solemne del Domingo de Resurrección, en la que el Pontífice leerá su Mensaje Pascual e impartirá la tradicional bendición Urbi et Orbi desde el balcón central de la Basílica de San Pedro.
(RC-RV)


EL PAPA EN EL VÍA CRUCIS: LA CRUZ ES AMOR Y MISERICORDIA


(RV).- “La Cruz de Cristo no es una derrota: la Cruz es amor y misericordia”. Nos lo recordó el Papa Francisco en su cuenta oficial de twitter al comenzar, la jornada del Viernes Santo, que concluyó con la celebración de la piadosa práctica del Vía Crucis en el Coliseo de Roma, transmitida, como cada año en Mundo visión, para todos los católicos de la tierra.

Las meditaciones fueron escritas por Monseñor Renato Corti, Obispo emérito de Novara, sobre el tema: “La Cruz, cima luminosa del amor de Dios que nos custodia. Llamados a ser, también nosotros, custodios por amor”.

De entre los argumentos que se desarrollaron, destacamos las persecuciones religiosas o a causa de la injusticia, la familia, el sufrimiento y la explotación de los menores.

A lo largo de las catorce estaciones, además del Cardenal Agostino Vallini, Vicario del Papa para la diócesis de Roma, llevaron la cruz personas procedentes de Tierra SantaIrakSiriaNigeriaEgipto y China, así como una familia numerosaotra con hijos adoptivos, un enfermo de la Unitalsi, es decir de la Unión Nacional Italiana para el traslado de los enfermos a Lourdes y a otros Santuarios Internacionales, acompañado por su hermana y un camillero, y, en fin, un grupo de religiosas latinoamericanas.

Al término de este rito tan sugestivo, el Santo Padre pronunció unas palabras en las que dijo:

“Oh Cristo crucificado y victorioso, tu Vía Crucis es la síntesis de tu vida y el icono de tu obediencia a la voluntad del Padre y la realización de tu infinito amor por nosotros, pecadores, y la prueba de tu misión y el cumplimiento definitivo de la revelación y de la historia de la salvación. El peso de tu cruz nos libra de todos nuestros pesos  fardos. En tu obediencia a la voluntad del Padre nosotros nos percatamos de nuestra rebelión y desobediencia”.

En tu rostro desfigurado vemos nuestra crueldad

“En Ti, vendidotraicionado, y crucificado por tu gente y por tus seres queridos, vemos nuestras traiciones cotidianas y nuestras habituales infidelidades. En tu inocencia, Cordero inmaculado, veamos nuestra culpabilidad. En tu rostro abofeteado, escupido, desfigurado, vemos la brutalidad de nuestros pecados. En la crueldad de tu Pasión vemos la crueldad de nuestro corazón y de nuestras acciones. En tu sentirte abandonado vemos a todos los abandonados por sus familiares, por la sociedad, de la atención y de la solidaridad. En tu cuerpo sacrificado, desgarrado y lacerado vemos los cuerpos de nuestros hermanos abandonados a lo largo de las calles, desfigurados por nuestra negligencia y por nuestra indiferencia. En tu sed, Señor, vemos la sed de tu Padre misericordioso que en ti ha querido abrazar, perdonar y salvar a toda la humanidad”.

Cristianos perseguidos bajo nuestra mirada o un silencio cómplice
“In Ti, Divino Amor, vemos aún hoy a nuestros hermanos perseguidos, decapitados y crucificados por su fe en ti, bajo nuestros ojos o con frecuencia con nuestro silencio cómplice. Imprime, Señor, en nuestros corazones sentimientos de fe, esperanza, caridad, dolor por nuestros pecados y llévanos a arrepentirnos de nuestros pecados que te han crucificado. Condúcenos a transformar nuestra conversión hecha de palabras, en conversión de vida y de obras. Llévanos a custodiar en nosotros un recuerdo vivo de tu rostro desfigurado para no olvidar jamás el enorme precio que pagaste para liberarnos”.

Dios jamás se olvida de sus hijos

Jesús crucificado, refuerza en nosotros la fe que para que no se derrumbe frente a las tentaciones. Reaviva en nosotros la esperanza para que no se pierda siguiendo las seducciones del mundo. Custodia en nosotros la caridad que no se deja engañar por la corrupción y la mundanidad. Enséñanos que la Cruz es camino a la Resurrección. Enséñanos que el Viernes Santo es el camino hacia la Pascua de la luz. Enséñanos que Dios jamás se olvida de ninguno de sus hijos y que no se cansa nunca de perdonarnos y de abrazarnos con su infinita misericordia, pero enséñanos también a no cansarnos jamás de pedir perdón y de creer en la misericordia sin límites del Padre”.

En fin, tras haber pronunciado la oración Anima Christi, el Papa Francisco invitó a los presentes a regresar a sus casas con la esperanza de la gozosa resurrección de Cristo.



4 de abril de 2015

PUEBLO MÍO DIME QUÉ TE HE HECHO EN QUÉ TE HE FALTADO

Predicación del Viernes Santo 2015 en la Basílica de San Pedro.  P. Raniero Cantalamessa


Acabamos de escuchar la historia del proceso de Jesús frente a Pilato. Hay un momento sobre el que debemos detenernos…

“Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’, y lo abofeteaban. Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: ¡Ecce homo! ¡Aquí tienen al hombre! (Jn 19, 1-5).

Entre los numerosos cuadros que tienen por tema el Ecce Homo, hay uno que siempre me ha impresionado. Es del pintor flamenco del siglo XVI, Jan Mostaert, y se encuentra en la National Gallery de Londres. Trato de describirlo. Servirá para una mejor impresión en la mente del episodio, ya que el pintor describe fielmente con los colores los datos del relato evangélico, sobre todo el de Marco (Mc 15,16-20).

Jesús tiene en la cabeza una corona de espinas. Un manojo de arbustos espinosos que se encontraba en el patio, preparado quizá para encender el fuego, dio a los soldados la idea de esta cruel parodia de su realeza. De la cabeza de Jesús descienden gotas de sangre. Tiene la boca medio abierta, como cuando cuesta respirar. Sobre los hombres ya tiene puesto el manto pesado y desgastado, más parecido al estaño que a una tela. ¡Y son hombros atravesados recientemente por los golpes de la flagelación! Tiene las muñecas unidas por una cuerda gruesa; en una mano le han puesto una caña en forma de cetro y en la otra un paquete de varas, burlándose de los símbolos de su realeza. Jesús ya no puede ni mover un dedo, es el hombre reducido a la impotencia más total, el prototipo de todos los esposados de la historia.

Meditando sobre la Pasión, el filósofo Blaise Pascal escribió un día estas palabras: “Cristo agoniza hasta el final del mundo: no hay que dormir durante este tiempo”[1]. Hay un sentido en el que estas palabras se aplican a la persona misma de Jesús, es decir a la cabeza del cuerpo místico, no solo a sus miembros. No, a pesar de que ahora está resucitado y vivo, sino precisamente porque está resucitado y vivo. Pero dejemos a parte este significado demasiado misteriosos para nosotros y hablemos del sentido más seguro de estas palabras. Jesús agoniza hasta el final del mundo en cada hombre y mujer sometido a sus mismos tormentos. “¡Lo han hecho a mí!” (Mt, 25, 40): esta palabra suya, no la ha dicho solo por los que creen en Él; la ha dicho por cada hombre y mujer hambriento, desnudo, maltratado, encarcelado.

Por una vez no pensamos en las llagas sociales, colectivas: el hambre, la pobreza, la injusticia, la explotación de los débiles. De estas se habla a menudo – aunque si nunca suficiente – pero existe el riesgo de que se conviertan en abstracto. Categorías, no personas. Pensamos más bien en el sufrimiento de los individuos, en las personas con un nombre y una identidad precisa; además de las torturas decididas a sangre fría y realizadas voluntariamente, en este mismo momento, por seres humanos a otros seres humanos, incluso a niños.

¡Cuántos “Ecce homo” en el mundo! ¡Dios mío, cuántos “Ecce homo”! Cuántos prisioneros que se encuentran en las mismas condiciones de Jesús en el pretorio de Pilato: solos, esposados, torturados, a merced de militares ásperos y llenos de odios, que se abandonan a todo tipo de crueldad física y psicológica, divirtiéndose al ver sufrir. “¡No hay que dormir, no hay que dejarles solos!”

La exclamación “¡Ecce homo!” no se aplica solo a las víctimas, sino también a los verdugos. Quiere decir: ¡de esto es capaz el hombre! Con temor y temblor, decimos también: ¡de esto somos capaces los hombres! Qué lejos estamos de la marcha inagotable del homo sapiens, el hombre que, según algunos, debía nacer de la muerte de Dios y tomar su lugar.

Ciertamente, los cristianos no son las únicas víctimas de la violencia homicida que hay en el mundo, pero no se puede ignorar que en muchos países ellos son las víctimas designadas y más frecuentes. La noticia de hoy es que 147 cristianos han sido masacrados por la furia jihadista de los extremistas somalíes en un campus universitario de Kenia. Jesús dijo un día a sus discípulos: «Llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios» (Jn 16, 2). Quizá nunca estas palabras han encontrado, en la historia, un cumplimiento tan puntual como hoy.

Un obispo del siglo III, Dionisio de Alejandría, nos dejó el testimonio de una Pascua celebrada por los cristianos durante la feroz persecución del emperador romano Decio: “Nos exiliaron y, solos entre todos, fuimos perseguidos y asesinados. Pero también entonces celebramos la Pascua. Todo lugar donde se sufría se convertía para nosotros en un lugar para celebrar la fiesta: ya fuera un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión. Los mártires perfectos celebraron la fiestas pascuales más espléndidas, al ser admitidos a la fiesta celestial”[1]. Será así para muchos cristianos también la Pascua de este año, el 2015 después de Cristo.

Ha habido alguno que ha tenido la valentía de denunciar, en la prensa laica, la inquietante indiferencia de las instituciones mundiales y de la opinión pública frente a todo esto, recordando a qué ha llevado tal indiferencia en el pasado[1]. Corremos el riesgo de ser todos, instituciones y personas del mundo occidental, el Pilato que se lava las manos.

A nosotros, sin embargo, en este día no se nos consiente hacer ninguna denuncia. Traicionaríamos el misterio que estamos celebrando. Jesús murió gritando: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Esta oración no es simplemente murmurada en voz baja; se grita para que se oiga bien. Es más, no es ni siquiera una oración, es una petición perentoria, hecha con la autoridad que le viene del ser el Hijo: “¡Padre, perdónalos!” Y ya que Él mismo ha dicho que el Padre escuchaba cada una de sus oraciones (Jn 11, 42), debemos creer que ha escuchado también esta última oración de la cruz, y que por tanto los que crucificaron a Cristo han sido perdonados por Dios (por supuesto, no sin antes haber tenido, de alguna manera, un arrepentimiento) y están con Él en el paraíso, testimoniando por la eternidad hasta donde ha sido capaz de llegar el amor de Dios.

La ignorancia se verificaba, de por sí, exclusivamente en los soldados. Pero la oración de Jesús no se limita a ellos. La grandeza divina de su perdón consiste en que es ofrecida también a sus más encarnizados enemigos. Justamente en favor de ellos aduce la disculpa de la ignorancia. Aunque hayan obrado con astucia y malicia, en realidad no sabían lo que hacían, ¡no pensaban que estaban poniendo en la cruz a un hombre que era realmente el Mesías e Hijo de Dios! En lugar de acusar a sus adversarios o de perdonar confiando al Padre Celeste la tarea de vengarlo, él los defiende.

Su ejemplo propone a los discípulos una generosidad infinita. Perdonar con su misma grandeza de ánimo no puede comportar simplemente una actitud negativa, con la que se renuncia a querer el mal para quien hace el mal; tiene que entenderse en cambio como una voluntad positiva de hacerles el bien, como mínimo con una oración hacia Dios, en favor de ellos. «Rueguen por sus perseguidores» (Mt 5, 44). Este perdón no puede encontrar ni siquiera una consolación en la esperanza de un castigo divino. Tiene que estar inspirado por una caridad que perdona al prójimo, sin cerrar entretanto los ojos delante a la verdad, más bien intentando detener a los malvados de manera que no hagan más mal a los otros y a sí mismos.

Nos viene ganas de decir: “¡Señor, nos pides lo imposible!”. Nos respondería: “Lo sé, pero yo he muerto para poder dar lo que les pido. No les he dado sólo el mandamiento de perdonar y tampoco sólo un ejemplo heroico de perdón; con mi muerte les he procurado la gracia que los vuelve capaces de perdonar. Yo no he dejado al mundo sólo una enseñanza sobre la misericordia, como han hecho muchos otros. Yo soy también Dios y desde mi muerte he hecho partir para ustedes ríos de misericordia. De ellos pueden llenarse las manos en el año jubilar de la misericordia que está a punto de abrirse”.

¿Entonces - dirá alguno - seguir a Cristo es un volverse pasivo hacia la derrota y la muerte? ¡Al contrario! “Tengan coraje”, les dijo a sus apóstoles antes de ir hacia la Pasión: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Cristo ha vencido al mundo, venciendo el mal del mundo. La victoria definitiva del bien sobre el mal, que se manifestará al final de los tiempos, ya vino, de derecho y de hecho, sobre la cruz de Cristo. Ahora – decía - ha llegado el juicio de este mundo. (Jn 12, 31). Desde aquél día el mal pierde; y más pierde cuanto más parece triunfar. Está ya juzgado y condenado en última instancia, con una sentencia inapelable.

Jesús le ha ganado a la violencia no oponiendo a esa una violencia más grande, pero sufriéndola y poniendo al desnudo toda su injusticia y su inutilidad. Ha inaugurado un nuevo género de victoria que san Agustín ha encerrado en tres palabras: “Victor quia victima – Vencedor porque víctima”[1]. Fue “viéndolo morir así”, que el centurión romano exclamó: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15,39). Los otros se preguntaban qué significaba el fuerte grito que Jesús emitió muriendo (Mc 15,37). Él que era experto en combatientes y combates, reconoció en seguida que era un grito de victoria.

El problema de la violencia nos acecha, nos escandaliza, hoy que esta ha inventado formas nuevas y horribles de crueldad y de barbarie. Nosotros los cristianos reaccionamos horrorizados a la idea que se pueda matar en nombre de Dios. Alguno entretanto objeta: ¿pero la Biblia no está ella misma llena de violencia? ¿Dios no es llamado “el Señor de los ejércitos?” ¿No le es atribuida la orden de enviar al exterminio ciudades enteras? ¿No es él quien ordena en la Ley mosaica numerosos casos de pena de muerte?

Si se hubiera dirigido a Jesús durante su vida, la misma objeción, él habría respondido lo que respondió sobre el divorcio: «Moisés les permitió divorciarse de su mujer, debido a la dureza del corazón de ustedes, pero al principio no era sí». (Mt 19, 8). También a propósito de la violencia “al principio no era así”. El primer capítulo del Génesis nos presenta un mundo en el que no es ni siquiera pensable la violencia, ni entre los humanos, ni entre los hombres y los animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel, o sea ni para castigar a un asesino, es lícito asesinar (Jn 4, 15).

El genuino pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento “No matar”, más que por las excepciones hechas a esto en la Ley, que son concesiones a la “dureza del corazón” y a las costumbres de los hombres. La violencia, después del pecado hace parte lamentablemente de la vida y el Antiguo Testamento, que refleja la vida y que tiene que servir a la vida, busca al menos con su legislación y con la pena de muerte, canalizar y contener a la violencia para que no degenere en arbitrio personal y no se destruyan mutuamente.

Pablo habla de un tiempo caracterizado por la 'tolerancia' de Dios (Rm 3, 25). Dios tolera la violencia como tolera la poligamia, el divorcio y otras cosas, pero viene educando al pueblo hacia un tiempo en el que su plan originario será 'recapitulado' y puesto nuevamente en honor, como para una nueva creación. Este tiempo ha llegado con Jesús que, en el monte proclama: 

«Ustedes han oído que se dijo: "Ojo por ojo y diente por diente". Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra... Ustedes han oído que se dijo: Ustedes han oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y odiarás a tu enemigo». (Mt 5, 38-39; 43-44).

El verdadero “Discurso de la montaña” que ha cambiado el mundo no es entretanto el que Jesús pronunció un día en una colina de Galilea, sino aquel que proclama ahora, silenciosamente desde la cruz. En el Calvario él pronuncia un definitivo “¡no!” a la violencia, oponiendo a ella no simplemente la no-violencia, sino aún más el perdón, la mansedumbre y el amor. Si habrá aún violencia esta no podrá, ni siquiera remotamente, invocar a Dios y valerse de su autoridad. Hacerlo significa hacer retroceder la idea de Dios a situaciones primitivas y groseras, superadas por la conciencia religiosa y civil de la humanidad.

Los verdaderos mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados, sino con las manos unidas. Hemos visto tantos ejemplos. Es Dios quien a los 21 cristianos coptos asesinados por el ISIS en Libia el 22 de febrero pasado, les ha dado la fuerza de morir bajo los golpes, murmurando el nombre de Jesús. Y también nosotros recemos:

“Señor Jesucristo te pedimos por nuestros hermanos en la fe perseguidos, y por todos los Ecce homo que hay en este momento en la faz de la tierra, cristianos y no cristianos. María, a los pies de la cruz tú te has unido al Hijo y has murmurado detrás de él: “¡Padre perdónalos!”: ayúdanos a vencer el mal con el bien, no solo en el escenario grande del mundo, sino también en la vida cotidiana, dentro de las mismas paredes de nuestra casa. Tú que “sufriendo con el Hijo tuyo que moría en la cruz, has cooperado de una manera toda especial a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad”[1], inspira a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo pensamientos de paz, de misericordia y de perdón. Que así sea”.


EL SANTO PADRE: EL AMOR DE JESÚS POR NOSOTROS NO TIENE LÍMITES

Homilía del Papa Francisco en la cárcel de Rebibbia.

Este Jueves, Jesús estaba a la mesa con los discípulos celebrando la fiesta de la Pascua. El pasaje del Evangelio que hemos escuchado dice una frase que es precisamente el centro de lo que Jesús ha hecho por todos nosotros. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el extremo”. Jesús nos amó. Jesús nos ama. Pero sin límites, siempre, hasta el final. El amor de Jesús por nosotros no tiene límites. Siempre más, siempre más. No se cansa de amar. A ninguno. Nos ama a todos nosotros. Hasta el punto de dar la vida por nosotros. Sí, dar la vida por nosotros, dar la vida por todos nosotros, dar la vida por cada uno de nosotros. Y cada uno de nosotros puede decir ‘da la vida por mí, cada uno. Ha dado la vida por tí, por tí, por tí, por vosotros, por mí… Por cada uno, con nombre y apellido. Su amor es así, personal. El amor de Jesús no decepciona nunca por Él no se cansa de amar como no se cansa de perdonar, no se cansa de abrazarnos. Esta es la primera cosa que quería deciros, Jesús nos amó a cada uno de nosotros hasta el final.

Y después hace esto que los discípulos no entendían. Lavar los pies. En aquel tiempo era habitual esto porque la gente cuando llegaba a una casa tenía los pies sucios del polvo del camino. No había ‘sanpietrini’ en aquella época, el polvo del camino. Y a la entrada de la casa, se lavaban los pies. Pero esto no lo hacía el dueño de la casa, lo hacían los esclavos. Era trabajo de esclavos. Y Jesús lava como esclavo nuestros pies, los pies de los discípulos. Por eso dice a Pedro ‘esto que hago yo, tú ahora no lo entendéis’. ‘Lo entenderás después’. Jesús, es tanto el amor, que se ha hecho esclavo para servirnos, para sanarnos, para limpiarnos. Y hoy, en esta misa, la Iglesia quiere que el sacerdote lave los pies a doce personas, en memoria de los doce apóstoles. Pero en nuestro corazón debemos tener la certeza, debemos estar seguros que el Señor cuando nos lava los pies, nos lava todo, nos purifica, nos hace sentir otra vez su amor. En la Biblia hay una frase del profeta Isaías muy bonita, ‘¿pero puede una madre olvidarse de su hijo? Si una madre se olvidara de su hijo, yo nunca me olvidaré de ti’. Así es el amor de Dios por nosotros.

Yo lavaré hoy los pies de doce de vosotros. Pero, en estos hermanos y hermanas, estáis todos vosotros, todos, todos, todos los que viven aquí. Vosotros les representáis. Pero yo también necesito ser lavado por el Señor. Por esto, rezad durante esta misa, para que el Señor también lave mis suciedades, para que yo me convierta en más esclavo vuestro, más esclavo en el servicio de la gente, como ha sido Jesús.
Ahora comenzaremos esta parte de la ceremonia.


EL PAPA ABRE EL TRIDUO PASCUAL EN LA CÁRCEL ROMANA DE REBIBBIA

El santo padre Francisco visitó este Jueves Santo la cárcel romana de Rebibbia, para celebrar la misa “in Coena Domini” y realizar la ceremonia del lavatorio de los pies, que abre el “triduo pascual”.

El Papa llegó poco después de las 17 horas y fue acogido con entusiasmo y esperanza. Primero las familias de los presos y después gran cantidad de reclusos lo quisieron saludar y abrazar, mientras entregaban objetos para ser bendecidos. Incluso algunos presos saludaron de forma que se entendía que eran musulmanes.

“Les agradezco --dijo el Papa al terminar de saludar-- la acogida tan calurosa y llena de sentimiento”.

El instituto penitenciario cubre un área de 27 hectáreas, fue inaugurado en 1971 y tiene 15 secciones. Allí están 2.100 detenidos, de los cuales 350 son mujeres. Cuenta con tres capellanes a tiempo completo.

La ceremonia es en la iglesia del “Padre Nuestro” situada en el interior del penitenciario, y participan en la misa 150 hombres y el mismo número de mujeres llegadas de la vecina cárcel femenina. Entre ellas en la primera fila, estaban mamás con niños, desde recién nacidos hasta de tres años.

Durante la homilía el Papa recordó que "Jesús nos ama. Pero sin límites, siempre, hasta el final. El amor de Jesús por nosotros no tiene límites. Siempre más, siempre más. No se cansa de amar. A ninguno. Nos ama a todos nosotros. Hasta el punto de dar la vida por nosotros". Asimismo, señaló que "Jesús lava como esclavo nuestros pies" pero "en nuestro corazón debemos tener la certeza, debemos estar seguros que el Señor cuando nos lava los pies, nos lava todo, nos purifica, nos hace sentir otra vez su amor". Haciendo referencia al lavatorio de pies, el Pontífice explicó que en estos hermanos y hermanas, estáis todos vosotros, todos, todos, todos los que viven aquí. Vosotros les representáis".

El Papa lavó los pies a 6 hombres y 6 mujeres: mitad italianos y mitad extranjeros. Entre ellos dos nigerianas, una congoleña, una ecuatoriana, un brasileño y un nigeriano. En el momento en el que el Santo Padre se arrodillaba y volcaba la jarra de agua sobre sus pies, se veía la emoción de los presos en sus ojos e inclusos, lágrimas.

No es la primera vez que el Pontífice celebra la santa misa en una cárcel. Poco después de su elección, en 2013, visitó la prisión para menores de Casal del Marmo, en la periferia de Roma. El año pasado fue al Centro Santa María de la Providencia, que acoge a enfermos. Uno de los monaguillos era un asesino. Hoy, después del recorrido de rehabilitación se ha graduado por segunda vez.  

Poco tiempo atrás, cuando el Santo Padre encontró a los capellanes de las cárceles recordó algunas llamadas telefónicas que hace a detenidos, y dijo “cuando cuelgo el teléfono me pregunto, ¿por qué ellos y no yo?"