«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


30 de junio de 2016

PAPA FRANCISCO, LA MISERICORDIAS NO ES UNA PALABRA ABSTRACTA SINO UN ESTILO DE VIDA





“La misericordia tiene ojos para ver, oídos para escuchar, manos para levantar” y lo que la tiene viva es “su constante dinamismo”, porque “la misericordia no es una palabra abstracta, sino un estilo de vida”. Así habló el Papa Francisco a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro para la audiencia jubilar dedicada a las obras de la misericordia. Hay tantas personas para ayudar: los enfermos, los presos, los hambrientos, quien no tiene un trabajo. Sobre todo aquellos que han experimentado en la propia vida el amor del Señor deben remangarse las mangas para aliviar los sufrimientos del mundo y “dar espacio a la fantasía de la caridad para individuar nuevas modalidades operativas”. 

AUDIENCIA JUBILAR DEL PAPA: LA MISERICORDIA SIN LAS OBRAS ESTÁ MUERTA

(RV).- Con ocasión de la Audiencia Jubilar celebrada este jueves 30 de junio en la plaza de San Pedro, el Papa Francisco invitó a los peregrinos presentes a hacer un serio examen de conciencia porque “una cosa es hablar de misericordia, otra es vivir la misericordia”.
Texto completo de la catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

¡Cuántas veces, durante estos primeros meses del Jubileo, hemos escuchado hablar de las obras de misericordia! Hoy el Señor nos invita a hacer un serio examen de conciencia. Es bueno, de hecho, no olvidar nunca que la misericordia no es una palabra abstracta, sino un estilo de vida. Una persona puede ser misericordiosa o puede ser no misericordiosa. Es un estilo de vida, yo elijo vivir como misericordioso o elijo vivir como no misericordioso. Una cosa es hablar de misericordia, otra es vivir la misericordia. Parafraseando las palabras del apóstol Santiago (cfr 2,14-17) podemos decir: la misericordia sin las obras está muerta en sí misma. ¡Propiamente! Lo que hace viva la misericordia es su constante dinamismo para ir hacia el encuentro de las necesidades de aquellos que están en dificultad espiritual y material. La misericordia tiene ojos para ver, oídos para escuchar, manos para levantar…

La vida cotidiana nos permite tocar con las propias manos tantas exigencias de las personas más pobres y más probadas. A nosotros se nos pide aquella atención particular que nos lleva a darnos cuenta del estado de sufrimiento y necesidad en el que están tantos hermanos y hermanas. A veces, pasamos delante de situaciones de dramática pobreza y parece que no nos tocan; todo continúa como si nada pasara, en una indiferencia que al final nos hace hipócritas y, sin que nos demos cuenta, termina en una forma de letargo espiritual que hace insensible el ánimo y estéril la vida.

Hay gente que pasa por la vida, que va por la vida, sin notar las necesidades de los otros, sin ver tantas necesidades, espirituales y materiales, es gente que pasa sin vivir, es gente que no sirve a los otros. Y recuerden bien: quien no vive para servir, no sirve para vivir.

¡Cuántos son los aspectos de la misericordia de Dios hacia nosotros! Del mismo modo, cuántos rostros se dirigen a nosotros para obtener misericordia. Quien ha experimentado en la propia vida la misericordia del Padre no puede permanecer insensible frente a las necesidades de los hermanos. La enseñanza de Jesús que hemos escuchado no permite vías de escape: Tenía hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba desnudo, prófugo, enfermo, preso y me han ayudado (cfr Mt 25,35-36). No se puede hacer esperar a una persona que tiene hambre: es necesario darle de comer. Jesús nos dice esto. Las obras de misericordia no son temas teóricos, sino que son testimonios concretos. Obligan a remangarse las mangas para aliviar el sufrimiento.

A causa de los cambios de nuestro mundo globalizado, algunas pobrezas materiales y espirituales se han multiplicado: demos, pues, espacio a la fantasía de la caridad para individuar nuevas modalidades operativas. De este modo, el camino de la misericordia será siempre más concreto. A nosotros, por lo tanto, se nos pide permanecer vigilantes como centinelas, para que no suceda que, frente a las pobrezas producidas por la cultura del bienestar, la mirada de los cristianos se debilite y sea incapaz de mirar lo esencial.

Mirar lo esencial ¿qué significa? Mirar a Jesús. Mirar a Jesús en el hambriento, en el preso, en el enfermo, en el desnudo, en aquel que no tiene trabajo y debe mantener a una familia. Mirar a Jesús en estos hermanos y hermanas nuestros. Mirar a Jesús en aquel que está solo, triste, en aquel que se equivoca y necesita un consejo, en aquel que necesita hacer un camino en silencio para que se sienta en compañía. Estas son las obras que Jesús nos pide. Mirar a Jesús en ellos, en esta gente. ¿Por qué? Porque Jesús a mí, a todos nosotros, nos mira así.

Ahora pasamos a otra cosa…

Hace unos días el Señor me ha concedido visitar Armenia, la primera nación que abrazó el cristianismo, al inicio del siglo IV. Un pueblo que, en el curso de su larga historia, ha testimoniado la fe cristiana con el martirio. Doy gracias a Dios por este viaje, y estoy vivamente agradecido al Presidente de la República de Armenia, al Catholicós Karekin II, al Patriarca, a los Obispos Católicos y a todo el pueblo armenio por haberme acogido como peregrino de fraternidad y de paz.

Dentro de tres meses haré, si Dios quiere, otro viaje a Georgia y Azerbaiyán, otros dos países de la región del Cáucaso. He recibido la invitación a visitar estos países por dos motivos: por una parte valorizar las antiguas raíces cristianas presentes en aquellas tierras –siempre en espíritu de diálogo con las otras religiones y culturas- y por otra parte, animar esperanzas y senderos de paz. La historia nos enseña que el camino de la paz requiere una gran tenacidad y continuos pasos, comenzando por aquellos pequeños y poco a poco haciéndoles crecer, yendo el uno al encuentro del otro. Precisamente por esto, mi deseo es que todos y cada uno den su propia contribución para la paz y la reconciliación.

Como cristianos estamos llamados a reforzar entre nosotros la comunión fraterna, para dar testimonio del Evangelio de Cristo y para ser levadura de una sociedad más justa y solidaria. Por esto, toda la visita ha sido compartida con el Supremo Patriarca de la Iglesia Apostólica Armenia, quien fraternamente me ha hospedado por tres días en su casa.

Renuevo mi abrazo a los Obispos, a los sacerdotes, a las religiosas y a los religiosos y a todos los fieles en Armenia. La Virgen María, nuestra Madre, los ayude a permanecer firmes en la fe, abiertos al encuentro y generosos en las obras de misericordia. Gracias.

(Traducción del italiano, Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).

29 de junio de 2016

PEDRO Y PABLO MENSAJEROS AÚN HOY DE LA MISERICORDIA Y PAZ DE JESÚS, DIJO EL PAPA Y ENCOMENDÓ AL MUNDO A MARÍA, ANTES DEL REZO DEL ÁNGELUS


Texto completo de las palabras del Papa antes del rezo del Ángelus:
«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Celebramos hoy la fiesta de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, alabando a Dios por su predicación y su testimonio. Sobre la fe de estos dos Apóstoles se funda la Iglesia de Roma, que desde siempre los venera como patronos. Sin embargo, es toda la Iglesia universal la que mira hacia ellos con admiración, considerándolos dos columnas y dos grandes luces que brillan, no sólo en el cielo de Roma, sino en el corazón de los creyentes de Oriente y de Occidente.
En la narración de la misión de los Apóstoles, el Evangelio nos dice que Jesús los envió de dos en dos (cfr Mt 10,1 – Lc 10,1). En cierto sentido, también Pedro y Pablo, desde Tierra Santa, fueron enviados hasta Roma, para predicar el Evangelio. Eran dos hombres muy distintos entre sí: Pedro «un humilde pescador». Pablo «maestro y doctor», como reza la liturgia de hoy. Pero si aquí en Roma conocemos a Jesús, si la fe cristiana es parte viva y fundamental del patrimonio espiritual y de la cultura de este territorio, se debe al coraje apostólico de estos dos hijos del Cercano Oriente. Ellos, por amor de Cristo, dejaron su patria y descuidando las dificultades del largo viaje y de los riesgos y de la desconfianza que habían de encontrar, llegaron a Roma. Aquí se hicieron anunciadores y testigos del Evangelio entre la gente y sellaron con el martirio su misión de fe y caridad.
Pedro y Pablo vuelven hoy idealmente entre nosotros, vuelven a recorrer las calles de esta Ciudad, llaman a la puerta de nuestras casas, pero sobre todo de nuestros corazones. Quieren volver a traer a Jesús, su amor misericordioso, su consolación, su paz ¡Tenemos tanta necesidad de ello! ¡Acojamos su mensaje! ¡Atesoremos su testimonio! La fe escueta y firme de Pedro, el corazón grande y universal de Pablo nos ayudarán a ser cristianos alegres, fieles al Evangelio y abiertos al encuentro con todos.
Durante la Santa Misa, en la Basílica de San Pedro, esta mañana, he bendecido los Palios de los Arzobispos Metropolitanos nombrados en el último año, provenientes de diversos países. Renuevo mi saludo y les deseo a ellos, a sus familiares y a cuantos los han acompañado en esta peregrinación. Y los aliento a proseguir con alegría su misión al servicio del Evangelio, en comunión con toda la Iglesia y en especial con la Sede de Pedro, como expresa precisamente el signo del Palio.
En la misma celebración, he acogido con alegría y afecto a los Miembros de la Delegación llegada a Roma en nombre del Patriarca Ecuménico, el queridísimo hermano Bartolomé. También esta presencia es signo de los fraternos lazos que existen entre nuestras Iglesias. Oremos para que se refuercen cada vez más los vínculos de comunión y el testimonio común.
A la Virgen María, Salus Populi Romani, encomendamos hoy al mundo entero, y, en particular esta ciudad de Roma, para que pueda encontrar siempre en los valores espirituales y morales que la enriquecen el fundamento de su vida social y de su misión en Italia, en Europa y en el mundo».



PAPA FRANCISCO: LA ORACIÓN ES UNA FORMA DE SALIR DE NUESTROS ENCIERROS


Texto de la homilía del Santo Padre Francisco durante la misa celebrada con motivo de la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo:
La Palabra de Dios de esta liturgia contiene un binomio central: cierre -apertura. A esta imagen podemos  unir el símbolo de las llaves, que Jesús promete a Simón Pedro para que pueda abrir la entrada al Reino de los cielos, y no cerrarlo para la gente, como hacían algunos escribas y fariseos hipócritas a los que Jesús reprende (cf. Mt 23, 13).
La lectura de los Hechos de los Apóstoles (12,1-11) nos presenta tres encierros: el de Pedro en la cárcel; el de la comunidad reunida en oración; y – en el contexto cercano de nuestro pasaje – el de la casa de María, madre de Juan, llamado Marcos, donde Pedro va a llamar después de haber sido liberado.
Con respecto a los encierros, la oración aparece como la principal vía de salida: salida de la comunidad, que corre el peligro de encerrarse en sí misma debido a la persecución y al miedo; salida para Pedro, que al comienzo de su misión que le había sido confiada por el Señor, es encarcelado por Herodes, y corre el riesgo de ser condenado a muerte. Y mientras Pedro estaba en la cárcel, «la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Y el Señor responde a la oración y le envía a su ángel para liberarlo, «arrancándolo de la mano de Herodes» (cf. v. 11). La oración, como humilde abandono en Dios y en su santa voluntad, es siempre una forma de salir de nuestros encierros personales y comunitarios. Es la gran vía de salida de las cerrazones.
También Pablo, escribiendo a Timoteo, habla de su experiencia de liberación, la salida del peligro de ser, él también, condenado a muerte; en cambio, el Señor estuvo cerca de él y le dio fuerzas para que pudiera llevar a cabo su trabajo de evangelizar a los gentiles (cf. 2 Tm 4,17). Pero Pablo habla de una «apertura» mucho mayor, hacia un horizonte infinitamente más amplio: el de la vida eterna, que le espera después de haber terminado la «carrera» terrena. Es muy bello ver la vida del Apóstol toda «en salida» gracias al Evangelio: toda proyectada hacia adelante, primero para llevar a Cristo a cuantos no le conocen, y luego para saltar, por así decirlo, en sus brazos, y ser llevado por él que lo salvará llevándolo a su reino celestial» (cf. v. 18).
Volvamos a Pedro. El relato Evangélico (Mt 16,13-19) de su profesión de fe y la consiguiente misión confiada por Jesús nos muestra que la vida de Simón, pescador de Galilea como la vida de cada uno de nosotros se abre, florece plenamente cuando acoge de Dios la gracia de la fe.
Entonces, Simón se pone en el camino – un camino largo y duro – que le llevará a salir de sí mismo, de sus seguridades humanas, sobre todo de su orgullo mezclado con valentía y con generoso altruismo. En este su camino de liberación, es decisiva la oración de Jesús: «yo he pedido por ti (Simón), para que tu fe no se apague» (Lc 22,32). Es igualmente decisiva la mirada llena de compasión del Señor después de que Pedro le hubiera negado tres veces: una mirada que toca el corazón y disuelve las lágrimas de arrepentimiento (cf. Lc22, 61-62). Entonces Simón Pedro fue liberado de la prisión de su ego orgulloso, de su ego miedoso, y superó la tentación de cerrarse a la llamada de Jesús a seguirle por el camino de la cruz.
Como ya he dicho, en el contexto inmediato del pasaje de los Hechos de los Apóstoles, hay un detalle que nos puede hacer bien resaltar (cf. 12.12-17). Cuando Pedro se encuentra milagrosamente libre, fuera de la prisión de Herodes, va a la casa de la madre de Juan, llamado Marcos. Llama a la puerta, y desde dentro responde una sirvienta llamada Rode, la cual, reconociendo la voz de Pedro, en lugar de abrir la puerta, incrédula y llena de alegría corre a contárselo a su señora. El relato, que puede parecer cómico, y que puede dar inicio al llamado complejo de Herodes, nos hace percibir el clima de miedo en el que vivía la comunidad cristiana, que permanecía encerrada en la casa, y cerrada también a las sorpresas de Dios. Pedro llama a la puerta: “¡Mira!”. Está la alegría, está el miedo… “Pero. ¿Abrimos, no abrimos?”. Y él corre peligro, porque la policía puede tomarlo… Pero el miedo hace que nos detengamos, ¡nos detiene siempre! Nos cierra, nos cierra a las sorpresas de Dios.
Este detalle nos habla de la tentación que existe siempre para la Iglesia: de cerrarse en sí misma de cara a los peligros. Pero incluso aquí hay un resquicio a través del cual puede pasar a la acción de Dios: dice Lucas que en aquella casa, «había muchos reunidos en oración» (v. 12). La oración permite a la gracia abrir una vía de salida: del cerramiento a la apertura, del miedo a la valentía, de la tristeza a la alegría. Y podemos añadir: de la división a la unidad. Sí, lo decimos hoy junto a nuestros hermanos de la delegación enviada por el querido Patriarca Ecuménico Bartolomé, para participar en la fiesta de los Santos Patronos de Roma. Una fiesta de comunión para toda la Iglesia, como pone de manifiesto la presencia de los Arzobispos Metropolitanos venidos para la bendición de los Palios, que les serán impuestos por mis Representantes en sus respectivas sedes.
Que los santos Pedro y Pablo intercedan por nosotros, para que podamos hacer este camino con la alegría, experimentar la acción liberadora de Dios y testimoniarla a todos.


28 de junio de 2016

TEXTO DEL SALUDO DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL PAPA EMÉRITO BENEDICTO XVI:


Santidad, hoy festejamos la historia de una llamada que comenzó hace sesenta y cinco años con su ordenación sacerdotal en la Catedral de Frisinga el 29 de junio de 1951. ¿Pero cuál es la nota de fondo que recorre esta larga historia y que desde aquel primer inicio hasta hoy la domina cada vez más?

En una de las tantas bellas páginas que Usted dedica al sacerdocio, subraya que, en la hora de la llamada definitiva de Simón, Jesús, mirándolo, en el fondo le pregunta sólo una cosa: “¿Me amas?”.

¡Qué bello y verdadero es esto! Porque está aquí, Usted nos dice, es en aquel “me amas” que el Señor funda el apacentar, porque sólo si existe el amor por el Señor Él puede apacentar a través de nosotros: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te amo” (Jn 21, 15-19). Esta es la nota que domina una vida entera gastada en el servicio sacerdotal y de la teología que Usted, no casualmente, ha definido como “la búsqueda del amado”; es esto lo que Usted ha testimoniado siempre y testimonia aún hoy: que lo decisivo en nuestras jornadas  – con sol o con lluvia  –  sólo aquella con la que viene todo lo demás, es que el Señor esté verdaderamente presente, que lo deseemos, que interiormente estemos cerca de Él, que lo amemos, que verdaderamente creamos profundamente en Él y creyendo lo amemos verdaderamente. Es este amar lo que verdaderamente nos colma el corazón, este creer es lo que nos hace caminar seguros y tranquilos sobre las aguas, también en medio de la tempestad, precisamente como sucedió a Pedro; este amar y este creer es lo que nos permite mirar hacia el futuro no con miedo o nostalgia, sino con alegría, incluso en los años ya avanzados de nuestra vida.

Y así, precisamente viviendo y testimoniando hoy de modo tan intenso y luminoso esta única cosa verdaderamente decisiva – tener la mirada y el corazón dirigido a Dios – Usted, Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia, no deja de contribuir verdaderamente con vigor y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde aquel pequeño Monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se revela de ese modo algo muy diferente que uno de aquellos rincones olvidados en los cuales la cultura del descarte de hoy tiende a relegar a las personas cuando, con la edad, sus fuerzas decaen. Es todo lo contrario; y esto ¡permite que lo diga con fuerza Su Sucesor que ha elegido llamarse Francisco!

Porque el camino espiritual de San Francisco comenzó en San Damián, pero el verdadero lugar amado, el corazón pulsante de la Orden – allí donde la fundó y donde, en fin, entregó su vida a Dios – fue la Porciúncula, la “pequeña porción”, el rinconcito ante la Madre de la Iglesia; cerca de María que, por su fe tan firme y por vivir enteramente del amor y en el amor con el Señor, todas las generaciones llamarán bienaventurada.

Del mismo modo, la Providencia ha querido que Usted, querido Hermano, llegara a un lugar por decirlo de alguna manera “propiamente franciscano”, del que brota una tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una entrega y una fidelidad que me hacen tanto bien y me dan tanta fuerza a mí, y a toda la Iglesia. Y me permito, que también de Usted viene un sano y alegre sentido del humor.

El anhelo con el que deseo concluir es, por tanto, un anhelo que dirijo a Usted, y junto a todos nosotros, a la Iglesia entera: ¡Que Usted, Santidad, siga sintiendo la mano de Dios misericordioso que lo sostiene, que experimente y testimonie el amor de Dios; que, con Pedro y Pablo, siga exultando con gran alegría mientras camina hacia la meta de la fe (Cfr. 1 Pt, 8-9, 2 Tim, 4)!

BENEDICTO XVI AGRADECE A PAPA FRANCISCO: “SU BONDAD ES EL LUGAR DONDE YO VIVO, ME SIENTO PROTEGIDO”

 (RV).- Benedicto XVI se mostró muy agradecido y emocionado después de escuchar las palabras que le dedicaron tanto Papa Francisco como el Cardenal Sodano y el Cardenal Müller durante la celebración del 65 aniversario de su ordenación sacerdotal celebrada este martes en el Vaticano.
El Papa Ratzinger recordó en su discurso el término griego que hace 65 le dijo un hermano que se ordenó con él: “Eucharistomen”, que significa gracias, pero no unas gracias normales, un gracias humano, un gracias a todos. Y así se lo dijo también al Santo Padre Francisco, “por su bondad desde el primer momento de la elección y en cada momento”. Un hecho que hace que se “conmueva”. Y en este sentido añadió que “más que en los Jardines Vaticanos con toda su belleza, su bondad es el lugar donde yo vivo: me siento protegido”, aseguró. Así mismo, demostró el deseo de que Francisco vaya “con todos nosotros hacia delante en esta vía de la Misericordia Divina, mostrando el camino de Jesús, hacia Jesús, hacia Dios”.
Papa Benedicto XVI volvió en su mensaje a la palabra “Eucharistomen” y explicó que el término lleva a una realidad de agradecimiento, a aquella nueva dimensión que Cristo ha dado. “Él ha transformado el agradecimiento -y así en bendición- la cruz, el sufrimiento y todo el mal del mundo”. Al final, explicó el Papa emérito, queremos inserirnos en este “gracias” del Señor, y así recibir realmente la novedad de la vida y ayudar para la transustanciación del mundo: que no sea un mundo de muerte sino de vida: un mundo en el que el amor vence a la muerte”. 



EL PAPA FRANCISCO: BENEDICTO XVI HA HECHO Y HACE TEOLOGÍA DE RODILLAS



(RV).- Con ocasión del 65º aniversario sacerdotal del Papa emérito, el 29 de junio de 1951, este martes se presentó en el Vaticano el libro “Enseñar y aprender el amor de Dios” que recoge textos de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI sobre el sacerdocio.
Se trata del primer volumen de una colección de libros de Benedicto XVI sobre el sacerdocio del cual el Papa Francisco escribió el prefacio. La presentación se llevó a cabo durante la ceremonia en la Sala Clementina por el 65° aniversario de sacerdocio de Benedicto XVI y en la que participó el Papa Francisco.
En el prefacio del libro, el Papa Francisco escribió:
 “Cuando leo las obras de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI me resulta cada vez más claro que él ha hecho y hace ‘teología de rodillas’: de rodillas porque, antes incluso que ser un grandísimo teólogo y maestro de la fe, se ve que es un hombre que cree verdaderamente, que ora verdaderamente; se ve que es un hombre que personifica la santidad, un hombre de paz, un hombre de Dios”.
Por este motivo, Francisco explicó que Joseph Ratzinger “encarna ejemplarmente el corazón de toda la acción sacerdotal: ese profundo enraizamiento en Dios sin el cual toda la capacidad organizativa posible y toda la presunta superioridad intelectual, todo el dinero y el poder resultan inútiles; él encarna esa constante relación con el Señor Jesús sin la cual nada es ya verdadero, todo se convierte en rutina, los sacerdotes en asalariados, los obispos en burócratas y la Iglesia deja de ser la Iglesia de Cristo y se convierte en un producto nuestro, una ONG a fin de cuentas superflua”.
Además, el Papa Francisco aseguró sobre Benedicto XVI que “leyendo este volumen, se ve claramente como él mismo, en sesenta y cinco años de sacerdocio que hoy celebramos, ha vivido y vive, ha testimoniado y testimonia ejemplarmente esta esencia del actuar sacerdotal”.
Asimismo, el Papa Bergoglio afirmó que “Benedicto XVI nos sigue testimoniando, quizás ahora, sobre todo, desde el Monasterio Mater Ecclesiae, en el que se ha retirado, de un modo todavía más luminoso, el ‘factor decisivo’, ese íntimo núcleo del ministerio sacerdotal que los diáconos, los sacerdotes y los obispos nunca deben olvidar, a saber, que el primer y el más importante servicio no es la gestión de los ‘asuntos corrientes’, sino rezar por los demás, sin interrupción, con alma y cuerpo, precisamente como lo hace hoy el Papa emérito… La oración, nos dice en este libro y nos testimonia Benedicto XVI, es el factor decisivo: es una intercesión de la que tienen más necesidad que nunca tanto la Iglesia como el mundo —y tanto más en este momento de verdadero y propio cambio de época—; tienen necesidad de ella como del pan, más que del pan”.
Por último, Francisco se dirige a los sacerdotes y les dijo: “¡Queridos hermanos! Yo me permito decir que si alguno de ustedes tuviera en algún momento dudas sobre el centro del propio ministerio, sobre su sentido, sobre su utilidad, si en algún momento le vinieran dudas sobre lo que los hombres esperan verdaderamente de nosotros, medite profundamente las páginas que se nos ofrecen en este libro, porque los hombres esperan de nosotros sobre todo lo que en este libro encontraréis escrito y testimoniado: que les llevemos a Jesucristo y que les conduzcamos a Él, al agua fresca y viva, de la que tienen sed más que de cualquier otra cosa, el agua que solo Él puede regalarnos y que ningún sucedáneo podrá nunca remplazar; que les conduzcamos a realizar ese sueño más íntimo que tienen y que ningún poder podrá nunca prometerles ver cumplido”.

Texto completo del prefacio escrito por el Papa Francisco:
Cuando leo las obras de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI me resulta cada vez más claro que él ha hecho y hace «teología de rodillas»: de rodillas porque, antes incluso que ser un grandísimo teólogo y maestro de la fe, se ve que es un hombre que cree verdaderamente, que ora verdaderamente; se ve que es un hombre que personifica la santidad, un hombre de paz, un hombre de Dios. Y así él encarna ejemplarmente el corazón de toda la acción sacerdotal: ese profundo enraizamiento en Dios sin el cual toda la capacidad organizativa posible y toda la presunta superioridad intelectual, todo el dinero y el poder resultan inútiles; él encarna esa constante relación con el Señor Jesús sin la cual nada es ya verdadero, todo se convierte en rutina, los sacerdotes en asalariados, los obispos en burócratas y la Iglesia deja de ser la Iglesia de Cristo y se convierte en un producto nuestro, una ONG a fin de cuentas superflua.
El sacerdote es aquel que «encarna la presencia de Cristo, testimoniando su presencia salvífica», escribe en este sentido Benedicto XVI en la Carta de proclamación del Año sacerdotal. Leyendo este volumen, se ve claramente como él mismo, en sesenta y cinco años de sacerdocio que hoy celebramos, ha vivido y vive, ha testimoniado y testimonia ejemplarmente esta esencia del actuar sacerdotal.
El cardenal Ludwig Gerhard Müller ha afirmado con autoridad que la obra teológica de Joseph Ratzinger, antes, y de Benedicto XVI, después, lo sitúa en esa serie de grandísimos teólogos que han ocupado la cátedra de Pedro; como, por ejemplo, el papa León Magno, santo y doctor de la Iglesia.
Renunciando al ejercicio activo del ministerio petrino, Benedicto XVI ha decidido ahora dedicarse totalmente al servicio de la oración: «El Señor me llama a “subir al monte” a dedicarme todavía más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar la Iglesia, más aún, si Dios me pide esto es propiamente para que pueda continuar sirviéndola con la misma dedicación y el mismo amor con el que he tratado de hacerlo hasta ahora», ha dicho en el último y conmovedor Ángelus que ha rezado. Desde este punto de vista, a la justa consideración del Prefecto para la Doctrina de la Fe, querría añadir que quizás es precisamente hoy, como papa emérito, cuando él nos está impartiendo del modo más evidente una de sus más grandes lecciones de «teología de rodillas».
Porque Benedicto XVI nos sigue testimoniando, quizás ahora, sobre todo, desde el Monasterio Mater Ecclesiae, en el que se ha retirado, de un modo todavía más luminoso, el «factor decisivo», ese íntimo núcleo del ministerio sacerdotal que los diáconos, los sacerdotes y los obispos nunca deben olvidar, a saber, que el primer y el más importante servicio no es la gestión de los «asuntos corrientes», sino rezar por los demás, sin interrupción, con alma y cuerpo, precisamente como lo hace hoy el papa emérito: constantemente inmerso en Dios, con el corazón siempre dirigido a Él, como un amante que en cada instante piensa en el amado, haga lo que haga. Así, Su Santidad, Benedicto XVI, con su testimonio, nos muestra cuál es la verdadera oración: no la ocupación de algunas personas consideradas particularmente devotas y quizás tenidas por poco aptas para resolver problemas prácticos, para ese «hacer» que, sin embargo, los más «activos» creen que es el elemento decisivo de nuestro servicio sacerdotal, relegando así de hecho la oración al «tiempo libre». Orar no es tampoco simplemente una buena práctica para poner un poco en paz la propia conciencia, o solo un medio devoto para obtener de Dios lo que en un momento determinado creemos que sirve. No. La oración, nos dice en este libro y nos testimonia Benedicto XVI, es el factor decisivo: es una intercesión de la que tienen más necesidad que nunca tanto la Iglesia como el mundo —y tanto más en este momento de verdadero y propio cambio de época—; tienen necesidad de ella como del pan, más que del pan. Porque orar es confiar la Iglesia a Dios, con la conciencia de que la Iglesia no es nuestra, sino Suya, y que precisamente por esto él no la abandonará; porque orar significa confiar el mundo y la humanidad a Dios; la oración es la clave que abre el corazón de Dios, es la única que consigue introducir de nuevo a Dios siempre, continuamente, en este mundo nuestro, y es, a la vez, la única que consigue introducir de nuevo a los hombres y al mundo siempre, continuamente, en Él, como el hijo pródigo que vuelve a su Padre, lleno de amor por él, y no espera más que poder abrazarlo. Benedicto XVI no olvida que la oración es la primera tarea del obispo.
Y así, orar verdaderamente va de la mano con la conciencia de que el mundo sin la oración no solo pierde rápidamente su orientación, sino también la auténtica fuente de la vida: «Porque sin la vinculación con Dios somos como satélites que han perdido su órbita y caemos como enloquecidos en el vacío, no solo desintegrándonos nosotros mismos, sino amenazando también a los demás», escribe Joseph Ratzinger, ofreciéndonos una de sus tantas estupendas imágenes esparcidas en este libro.
¡Queridos hermanos! Yo me permito decir que si alguno de vosotros tuviera en algún momento dudas sobre el centro del propio ministerio, sobre su sentido, sobre su utilidad, si en algún momento le vinieran dudas sobre lo que los hombres esperan verdaderamente de nosotros, medite profundamente las páginas que se nos ofrecen en este libro, porque los hombres esperan de nosotros sobre todo lo que en este libro encontraréis escrito y testimoniado: que les llevemos a Jesucristo y que les conduzcamos a Él, al agua fresca y viva, de la que tienen sed más que de cualquier otra cosa, el agua que solo Él puede regalarnos y que ningún sucedáneo podrá nunca remplazar; que les conduzcamos a realizar ese sueño más íntimo que tienen y que ningún poder podrá nunca prometerles ver cumplido.
No es casualidad que la iniciativa de este volumen —junto con la de dar vida muy oportunamente a una Serie de libros temáticos sobre el pensamiento de Joseph Ratzinger / Benedicto XVI— haya partido de un laico, el profesor Pierluca Azzaro, y de un sacerdote, el reverendo padre Carlos Granados. A ellos va mi cordial agradecimiento, bendición y apoyo por el importante proyecto, junto con el reverendo don Giuseppe Costa, director de la Librería Editrice Vaticana, que publica la Opera Omnia de Joseph Ratzinger. No es casualidad, decía, porque el volumen que hoy presento está dirigido en la misma medida a los sacerdotes y a los fieles laicos; como magistralmente testimonia, entre tantas, esta página del libro que ofrezco a los religiosos y a los laicos como una última y segura invitación a la lectura: «Casualmente he leído en estos días un relato sobre estas cuestiones, en el que el gran escritor francés Julien Green describe las peripecias de su conversión. Cuenta él cómo en el período de entreguerras vivía tal como vive un hombre de hoy, con todas las permisividades que éste se da a sí mismo; ni mejor ni peor, esclavo de los placeres, que están ahí junto con Dios, de forma que, por una parte los necesita, para hacer soportable su vida, y al mismo tiempo encuentra insoportable esa vida. Él es un hombre que busca dónde podría encontrar una salida, establece algunas relaciones. Un día va a ver al gran teólogo Henri Bremond, pero el resultado es sólo una conversación de carácter académico, planteamientos de carácter teorético, que nada le ayudan. Entonces entra en relación con dos grandes filósofos, el matrimonio Jacques y Raissa Maritain. Raissa Maritain lo remite a un dominico polaco. Él se dirige a aquél y le describe la situación de su vida desgarrada. El sacerdote le dice: ¿Y está usted conforme con esa vida? ¡No, claro que no! A usted le gustaría vivir de otro modo, ¿se arrepiente? ¡Sí! Y entonces sucede algo inesperado. El sacerdote le dice: ¡Arrodíllese! Ego te absolvo a peccatis tuis, yo te absuelvo. Julien Green escribe: Entonces me di cuenta de que, en el fondo, siempre había estado esperando ese instante, siempre había estado esperando a que en cualquier momento hubiese alguien que me dijese: Arrodíllate, yo te absuelvo; me fui a casa, yo no era otro, no, finalmente había vuelto a ser yo mismo».




26 de junio de 2016

PAPA FRANCISCO PARTICIPA EN LA DIVINA LITURGIA EN LA CATEDRAL ARMENIO APOSTÓLICA

(RV).- “Que el Espíritu Santo haga de los creyentes un solo corazón y una sola alma; que venga a refundarnos en la unidad”, lo dijo el Papa Francisco en su saludo durante la Divina Liturgia celebrada el último domingo de junio, en la Plaza de San Tiridate de Echmiadzin, sede del catholicós de Armenia. “Que la Iglesia Armenia camine en paz y la comunión entre nosotros sea plena”, exhortó.
El Obispo de Roma comenzó su discurso agradeciendo al Señor por esta visita que ha sido “inolvidable” y que tanto había “deseado tanto”. Así mismo agradeció a Karekin II por haberle abierto las puertas de su casa estos días. “Nos hemos encontrado, nos hemos abrazado fraternalmente, hemos rezado juntos y compartido los dones, las esperanzas y las preocupaciones de la Iglesia de Cristo, cuyo corazón oímos latir al unísono, y en la que creemos y sentimos como una”.
Una emocionante y solemne ceremonia, en la que el Papa Francisco pidió que “tengamos el oído abierto a las jóvenes generaciones, que anhelan un futuro libre de las divisiones del pasado”. Y en este contexto exhortó a que se difunda de nuevo una luz radiante, la de la fe, una la luz del amor que perdona y reconcilia.
Finalmente Papa Francisco pidió a Karekin II, patriarca Supremo y catholicós de todos los armenios, que bendijera –en nombre de Dios- a él, a toda la Iglesia Católica y a la andadura hacia la unidad plena.
(MZ-RV)
 Saludo de Papa Francisco
Santidad,
Queridos Obispos,
Hermanos y hermanas
 Al coronar esta visita, que tanto he deseado, y para mí ya inolvidable, deseo elevar mi agradecimiento al Señor, junto con el gran himno de alabanza y de acción de gracias que sube de este altar. Vuestra Santidad me ha abierto en estos días las puertas de su casa y hemos experimentado «qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos (Sal 133,1). Nos hemos encontrado, nos hemos abrazado fraternalmente, hemos rezado juntos y compartido los dones, las esperanzas y las preocupaciones de la Iglesia de Cristo, cuyo corazón oímos latir al unísono, y en la que creemos y sentimos como una. «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza [...]. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos» (Ef 4,4-6): con gozo podemos hacer verdaderamente nuestras estas palabras del apóstol Pablo. Nos hemos encontrado precisamente en el signo de los santos Apóstoles. Los santos Bartolomé y Tadeo, que proclamaron por primera vez el Evangelio en estas tierras, y los santos Pedro y Pablo, que dieron su vida por el Señor en Roma, y que ahora reinan con Cristo en el cielo, se alegran ciertamente al ver nuestro afecto y nuestra aspiración concreta a la plena comunión. Por todo esto doy gracias al Señor, por vosotros y con vosotros: ¡Park astutsò! (¡Gloria a Dios!).

En esta Divina Liturgia, el solemne canto del trisagio se ha elevado al cielo, ensalzando la santidad de Dios; que descienda copiosamente la bendición del Altísimo sobre la tierra por intercesión de la Madre de Dios, de los grandes santos y doctores, de los mártires, sobre todo de tantos mártires que en este lugar habéis canonizados el año pasado. «El Unigénito que vino aquí» bendiga vuestro camino. Que el Espíritu Santo haga de los creyentes un solo corazón y una sola alma; que venga a refundarnos en la unidad. Por eso quisiera invocarlo nuevamente, tomando algunas espléndidas palabras que han entrado en vuestra Liturgia. Ven, Espíritu, Tú, «que con gemidos incesantes eres nuestro intercesor ante el Padre misericordioso, Tú, que velas por los santos y purificas a los pecadores»; infunde en nosotros tu fuego de amor y unidad, y «que este fuego diluya los motivos de nuestro escándalo» (Gregorio de Narek, Libro de las Lamentaciones, 33, 5), ante todo, la falta de unidad entre los discípulos de Cristo.

Que la Iglesia Armenia camine en paz, y la comunión entre nosotros sea plena. Que brote en todos un fuerte anhelo de unidad, una unidad que no debe ser «ni sumisión del uno al otro, ni absorción, sino más bien la aceptación de todos los dones que Dios ha dado a cada uno, para manifestar a todo el mundo el gran misterio de la salvación llevada a cabo por Cristo, el Señor, por medio del Espíritu Santo» (Palabras al final de la Divina Liturgia, Iglesia patriarcal de San Jorge, Estambul, 30 noviembre 2014).

Acojamos la llamada de los santos, escuchemos la voz de los humildes y los pobres, de tantas víctimas del odio que sufrieron y sacrificaron sus vidas a causa de su fe; tengamos el oído abierto a las jóvenes generaciones, que anhelan un futuro libre de las divisiones del pasado. Que desde este lugar santo se difunda de nuevo una luz radiante; la de la fe, que desde san Gregorio, vuestro padre según el Evangelio, ha iluminado estas tierras, y a ella se una la luz del amor que perdona y reconcilia.

Así como los Apóstoles en la mañana de Pascua, no obstante las dudas e incertidumbres, corrieron hasta el lugar de la resurrección atraídos por el amanecer feliz de una nueva esperanza (cf. Jn 20,3-4), así también sigamos nosotros en este santo domingo la llamada de Dios a la comunión plena y apresuremos el paso hacia ella.

Y ahora, Santidad, en nombre de Dios te pido que me bendigas, a mí y a la Iglesia Católica, que bendigas esta nuestra andadura hacia la unidad plena.





25 de junio de 2016

SE SIGUE A JESÚS CAMINANDO CON ÉL, NO HAY ATAJOS. REFLEXIÓN DEL JESUITA JUAN BYTTON

(RV).- (Lc 9, 51-62) Con la lectura de este domingo empieza la segunda parte del Evangelio de Lucas, y toma distancia del orden de los relatos de Marcos y Mateo. Se trata de una peregrinación hacia Jerusalén y los temas claves serán el seguimiento y la vida cotidiana con Jesús. En esta primera parte del camino, Lucas ha querido reunir dos relatos con una introducción solemne: “Al acercarse el tiempo de su salida de este mundo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén” (v 51). El plan del Padre se tenía que cumplir y Jesús lo sabe. El texto griego dice: “afirmó su rostro para ir a Jerusalén”, recogiendo así el relato anterior sobre su identidad. Cumpliendo la voluntad de Dios, Jesús nos dice quién es.
Para llegar a Jerusalén desde Galilea se pasa por Samaria. Allí, Jesús envía por delante unos mensajeros, pero no los recibieron. El rechazo es parte del camino del discípulo y Lucas lo sabe. Sin embargo, dos de los discípulos más cercanos, Juan y Santiago – los mismos que pedirán los primeros puestos (Mt 20,20-23) – quieren demostrar su “poder”. Tienen en mente la experiencia triunfante de los mensajeros de Dios de las Escrituras. Es la eterna tentación del creyente: imponer la verdad con la fuerza. Así, mientras los samaritanos no quieren aceptar la buena nueva, los discípulos cercanos la interpretan mal. Pero es caminando con Jesús que se nos renuevan los criterios, el alma y el corazón. Frente a la imposición y el pensamiento cerrado, Jesús camina entre la fragilidad y el fracaso. En silencio, los discípulos van aprendiendo del maestro y “se van a otro pueblo” (v 55), pues siempre habrá un lugar que necesite de Dios.
La segunda parte del relato es el reflejo de lo apenas vivido. Mientras que en la primera parte Jesús envía a sus discípulos y estos lo preceden, ahora se trata de escuchar la invitación de Jesús y seguirlo. Por ello, es interesante que el evangelista nos presenta tres casos de experiencias vocacionales distintos pero muy similares a la vez. El primero quiere seguir a Jesús “a donde quiera que vaya” (v 57). Frente a este entusiasmo, Jesús es más entusiasta aún y le ofrece la libertad de sentirse totalmente en las manos de Dios. La exigencia es confianza, y la confianza es signo del amor. En el segundo caso, es Jesús quien toma la iniciativa: “Sígueme” (v 59). Este lo reconoce “Señor”, pero antes quiere cumplir una legítima exigencia de la ley y del corazón: “Honrar a padre y madre” (Exo 20, 12). La respuesta de Jesús es fuerte: “Deja que los muertos entierran a sus muertos” (v 60). Pero pasa desapercibida una palabra dicha por el que quiere seguirlo: “déjame ir primero (πρῶτον) a…”. Con sus palabras, Jesús no niega la ley y el amor a los padres, sino que quiere dejar claro que el amor de Dios es prioritario y primero, que es desde allí que surge todo tipo de amor y anunciar el Reino de Dios es salvar a todos/as de la muerte y la soledad. Finalmente, la tercera persona vuelve a cambiar las prioridades: “déjame despedirme primero (πρῶτον) de…” (v 61). Y Jesús, haciendo referencia a las Escrituras, no imita al profeta Elías, sino que ofrece esa novedad que es radical y profunda a la vez: mirar para adelante, mirar el Reino y desde allí iluminar todas las vidas.
En cada uno de nosotros hay algo de estos personajes. Por eso, ahora sabemos que el seguimiento implica decisión y no sólo buenos deseos; que siempre habrá algo legítimo que nos invite a detenernos en el camino y por tanto que el Reino de Dios no es del “sí, pero…”, sino del “Sí, Jesús, y contigo para todos/as”.
Para Radio Vaticano, jesuita Juan Bytton



RECONSTRUIRÁN SOBRE RUINAS, RENOVARÁN CIUDADES DEVASTADAS, EL PAPA EN LA MISA EN ARMENIA


Texto completo de la homilía pronunciada por el Papa Francisco en la misa del 25 de junio en Armenia
(Radio Vaticana) “Reconstruirán sobre ruinas antiguas […] renovarán ciudades devastadas” (Is 61,4). En estos lugares, queridos hermanos y hermanas, podemos decir que se han cumplido las palabras del profeta Isaías que hemos escuchado. Después de la terrible devastación del terremoto, estamos hoy aquí para dar gracias a Dios por todo lo que ha sido reconstruido.
Pero también podríamos preguntarnos: ¿Qué es lo que el Señor quiere que construyamos hoy en la vida?, y ante todo: ¿Sobre qué cimiento quiere que construyamos nuestras vidas? Quisiera responder a estas preguntas proponiendo tres bases estables sobre las que edificar y reconstruir incansablemente la vida cristiana.
La primera base es la memoria. Una gracia que tenemos que pedir es la de saber recuperar la memoria, la memoria de lo que el Señor ha hecho en nosotros y por nosotros: recordar que, como dice el Evangelio de hoy, él no nos ha olvidado, sino que se «acuerda» (cf. Lc 1,72) de nosotros: nos ha elegido, amado, llamado y perdonado; hay momentos importantes de nuestra historia personal de amor con él que debemos reavivar con la mente y el corazón. Pero hay también otra memoria que se ha de custodiar: la memoria del pueblo. Los pueblos, en efecto, tienen una memoria, como las personas. Y la memoria de vuestro pueblo es muy antigua y valiosa. En vuestras voces resuenan la de los santos sabios del pasado; en vuestras palabras se oye el eco del que ha creado vuestro alfabeto con el fin de anunciar la Palabra de Dios; en vuestros cantos se mezclan los llantos y las alegrías de vuestra historia. Pensando en todo esto, podéis reconocer sin duda la presencia de Dios: él no os ha dejado solos. Incluso en medio de tremendas dificultades, podríamos decir con el Evangelio de hoy que el Señor ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1,68): se ha acordado de vuestra fidelidad al Evangelio, de las primicias de vuestra fe, de todos los que han dado testimonio, aun a costa de la sangre, de que el amor de Dios vale más que la vida (cf. Sal 63,4). Qué bueno es recordar con gratitud que la fe cristiana se ha convertido en el aliento de vuestro pueblo y el corazón de su memoria.
La fe es también la esperanza para vuestro futuro, la luz en el camino de la vida, y es la segunda base de la que quisiera hablaros. Existe siempre un peligro que puede ensombrecer la luz de la fe: es la tentación de considerarla como algo del pasado, como algo importante, pero perteneciente a otra época, como si la fe fuera un libro miniado para conservar en un museo. Sin embargo, si se la relega a los anales de la historia, la fe pierde su fuerza transformadora, su intensa belleza, su apertura positiva a todos. La fe, en cambio, nace y renace en el encuentro vivificante con Jesús, en la experiencia de su misericordia que ilumina todas las situaciones de la vida. Es bueno que revivamos todos los días este encuentro vivo con el Señor. Nos vendrá bien leer la Palabra de Dios y abrirnos a su amor en el silencio de la oración. Nos vendrá bien dejar que el encuentro con la ternura del Señor ilumine el corazón de alegría: una alegría más fuerte que la tristeza, una alegría que resiste incluso ante el dolor, transformándose en paz. Todo esto renueva la vida, que  se vuelve libre y dócil a las sorpresas, lista y disponible para el Señor y para los demás. También puede suceder que Jesús llame para seguirlo más de cerca, para entregar la vida por él y por los hermanos: cuando os invite, especialmente a vosotros jóvenes, no tengáis miedo, dadle vuestro «sí». Él nos conoce, nos ama de verdad, y desea liberar nuestro corazón del peso del miedo y del orgullo. Dejándole entrar, seremos capaces de irradiar amor. De esta manera, podréis dar continuación a vuestra gran historia de evangelización, que la Iglesia y el mundo necesitan en esta época difícil, pero que es también tiempo de misericordia.
La tercera base, después de la memoria y de la fe, es el amor misericordioso: la vida del discípulo de Jesús se basa en esta roca, la roca del amor recibido de Dios y ofrecido al prójimo. El rostro de la Iglesia se rejuvenece y se vuelve atractivo viviendo la caridad. El amor concreto es la tarjeta de visita del cristiano: otras formas de presentarse son engañosas e incluso inútiles, porque todos conocerán que somos sus discípulos si nos amamos unos a otros (cf. Jn 13,35). Estamos llamados ante todo a construir y reconstruir, sin desfallecer, caminos de comunión, a construir puentes de unión y superar las barreras que separan. Que los creyentes den siempre ejemplo, colaborando entre ellos con respeto mutuo y con diálogo, a sabiendas de que «la única competición posible entre los discípulos del Señor es buscar quién es capaz de ofrecer el amor más grande» (Juan Pablo II, Homilía, 27 septiembre 2001).
El profeta Isaías, en la primera lectura, nos ha recordado que el espíritu del Señor está siempre con el que lleva la buena noticia a los pobres, cura los corazones desgarrados y consuela a los afligidos (cf. 61,1-2). Dios habita en el corazón del que ama; Dios habita donde se ama, especialmente donde se atiende, con fuerza y compasión, a los débiles y a los pobres. Hay mucha necesidad de esto: se necesitan cristianos que no se dejen abatir por el cansancio y no se desanimen ante la adversidad, sino que estén disponibles y abiertos, dispuestos a servir; se necesitan hombres de buena voluntad, que con hechos y no sólo con palabras ayuden a los hermanos y hermanas en dificultad; se necesitan sociedades más justas, en las que cada uno tenga una vida digna y ante todo un trabajo justamente retribuido.
Tal vez podríamos preguntarnos: ¿Cómo se puede ser misericordiosos con todos los defectos y miserias que cada uno ve dentro de sí y a su alrededor? Quiero fijarme en el ejemplo concreto de un gran heraldo de la misericordia divina, cuya figura he querido resaltar declarándolo Doctor de la Iglesia universal: san Gregorio de Narek, palabra y voz de Armenia. Nadie como él ha sabido penetrar en el abismo de miseria que puede anidar en el corazón humano. Sin embargo, él ha puesto siempre en relación las miserias humanas con la misericordia de Dios, elevando una súplica insistente hecha de lágrimas y confianza en el Señor, «dador de los dones, bondad por naturaleza […], voz de consolación, noticia de consuelo, impulso de gozo, […] ternura inigualable, misericordia desbordante, […] beso salvífico» (Libro de las Lamentaciones, 3,1), con la seguridad de que «la luz de [su] misericordia nunca será oscurecida por las tinieblas de la rabia» (ibíd., 16,1). Gregorio de Narek es un maestro de vida, porque nos enseña que lo más importante es reconocerse necesitados de misericordia y después, frente a la miseria y las heridas que vemos, no encerrarnos en nosotros mismos, sino abrirnos con sinceridad y confianza al Señor, «Dios cercano, ternura de bondad» (ibíd., 17,2), «lleno de amor por el hombre, […] fuego que consume los abrojos del pecado» (ibíd., 16,2).
 Por último, me gustaría invocar con sus palabras la misericordia divina y el don de no cansarse nunca de amar: Espíritu Santo, «poderoso protector, intercesor y pacificador, te dirigimos nuestras súplicas [...] Concédenos la gracia de animarnos a la caridad y a las buenas obras [...] Espíritu de mansedumbre, de compasión, de amor al hombre y de misericordia, [...] tú que eres todo misericordia, [...] ten piedad de nosotros, Señor Dios nuestro, según tu gran misericordia» (Himno de Pentecostés).
Texto completo de las palabras del Papa al final de la misa
Al final de esta celebración, deseo expresar vivo agradecimiento al Catholicós Karekin II y al Arzobispo Minassian por las amables palabras que me han dirigido, así como al Patriarca Ghabroyan y a los obispos presentes, a los sacerdotes y a las autoridades que nos han recibido.
Doy las gracias a todos los que habéis participado, viniendo a Gyumri incluso de diferentes regiones y de la vecina Georgia. Quisiera saludar en particular a los que con tanta generosidad y amor concreto ayudan a los necesitados. Pienso especialmente en el hospital de Ashotsk, inaugurado hace veinticinco años, y conocido como el «Hospital del Papa»: nacido del corazón de san Juan Pablo II, sigue siendo una presencia muy importante y cercana a los que sufren; pienso en las obras que llevan a cabo la comunidad católica local, las Hermanas Armenias de la Inmaculada Concepción y las Misioneras de la Caridad de la beata Madre Teresa de Calcuta.
Que la Virgen María, nuestra Madre, os acompañe siempre y guíe los pasos de todos en el camino de la fraternidad y de la paz.




22 de junio de 2016

EL PAPA FRNCISCO EN LA CATEQUESIS: «LA MISERICORDIA DE DIOS NOS PURIFICA DE LA HIPOCRESÍA»


Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
«Señor, si quieres, puedes purificarme» (Lc 5,12): es el pedido que hemos escuchado dirigido a Jesús por parte de un leproso. Este hombre no pide solamente ser curado, sino ser “purificado”, es decir sanado integralmente, en el cuerpo y en el corazón. De hecho, la lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza profunda. El leproso debía estar lejos de todos; no podía acceder al templo y a ningún servicio divino. Lejos de Dios y lejos de los hombres. Esta gente llevaba una vida triste.
No obstante esto, aquel leproso no se resignaba ni a la enfermedad, ni a las disposiciones que hacen de él un excluido. Para alcanzar a Jesús, no temía infringir la ley y entra en la ciudad – cosa que no debía hacer, le estaba prohibido –, y cuando lo encontró «se postró ante él y le rogó: Señor, si quieres, puedes purificarme» (v. 12). ¡Todo lo que este hombre considerado impuro hace y dice es expresión de su fe! Reconoce la potencia de Jesús: está seguro que tenga el poder de sanarlo y que todo dependa de su voluntad. Esta fe es la fuerza que le ha permitido romper toda convención y buscar el encuentro con Jesús y, arrodillándose delante de Él, lo llama “Señor”. La súplica del leproso muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Bastan pocas palabras, con tal que sean acompañadas de la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Encomendarnos a la voluntad de Dios significa de hecho abandonarnos en su infinita misericordia. También yo les hare una confesión personal. En la noche, antes de ir a la cama, yo rezo esta breve oración: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Y rezo cinco “Padre Nuestros”, uno por cada llaga de Jesús, porque Jesús nos ha purificado con sus llagas. Pero si esto lo hago yo, pueden hacerlo también ustedes, en su casa, y decir: “Señor, si quieres, puedes purificarme” y pensar en las llagas de Jesús y decir un “Padre Nuestro” por cada una. Y Jesús nos escucha siempre.
Jesús es profundamente impresionado por este hombre. El Evangelio de Marco subraya que «conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado» (1,41). El gesto de Jesús acompaña sus palabras y hace más explícita la enseñanza. Contra las disposiciones de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso (Cfr. Lev 13,45-46), Jesús, contra la prescripción, Jesús extiende la mano e incluso lo toca. ¡Cuántas veces nosotros encontramos un pobre que viene a nuestro encuentro! Podemos ser incluso generosos, podemos tener compasión, pero generalmente no lo tocamos. Le ofrecemos la moneda, pero evitamos tocar la mano y la tiramos ahí. ¡Y olvidamos que esto es el cuerpo de Cristo! Jesús nos enseña a no tener temor de tocar al pobre y al excluido, porque Él está en ellos. Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía y hacer que nos preocupemos por su condición. Tocar a los excluidos. Hoy me acompañan aquí estos jóvenes. Muchos piensan de ellos que era mejor que se quedaran en sus tierras, pero ahí sufrían mucho. Son nuestros refugiados, pero muchos los consideran excluidos. ¡Por favor, son nuestros hermanos! El cristiano no excluye a nadie, da lugar a todos, deja venir a todos.
Después de haber curado al leproso, Jesús le ordena de no hablar con nadie, pero le dice: «Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio» (v. 14). Esta disposición de Jesús muestra al menos tres cosas. La primera: la gracia que actúa en nosotros no busca el sensacionalismo. Generalmente esa se mueve con discreción y sin clamor. Para curar nuestras heridas y guiarnos en el camino de la santidad ella trabaja modelando pacientemente nuestro corazón según el Corazón del Señor, para así asumir siempre los pensamientos y los sentimientos. La segunda: haciendo verificar oficialmente la sanación a los sacerdotes y celebrando un sacrificio expiatorio, el leproso es admitido en la comunidad de los creyentes y en la vida social. Su reintegración completa la curación. ¡Como había él mismo suplicado, ahora está completamente purificado! Finalmente, presentándose a los sacerdotes el leproso da a ellos testimonio acerca de Jesús y de su autoridad mesiánica. La fuerza de la compasión con la cual Jesús ha curado al leproso ha llevado la fe de este hombre a abrirse a la misión. Era un excluido, ahora es uno de nosotros.
Pensemos en nosotros, en nuestras miserias… Cada uno tiene la propia. Pensemos con sinceridad. Cuantas veces las cubrimos con la hipocresía de las “buenas maneras”. Y justamente entonces es necesario estar solos, ponerse de rodillas delante de Dios y orar: «Señor, si quieres, puedes purificarme». Y háganlo, háganlo antes de ir a la cama, todas las noches. Y ahora digamos esta bella oración: “Señor, si quieres, puedes purificarme”, todos juntos, tres veces. ¡Todos! “Señor, si quieres, puedes purificarme”, “Señor, si quieres, puedes purificarme”, “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Gracias.



CATEQUESIS DEL PAPA EN ESPAÑOL: SINTÁMONOS NECESITADOS DE LA SANACIÓN DEL SEÑOR.


«Queridos hermanos y hermanas:
               La súplica que el leproso dirige a Jesús: "Señor si quieres puedes limpiarme", manifiesta el deseo profundo del hombre de una auténtica purificación que lo una a Dios y lo integre en la comunidad. Esta petición, fruto de la fe y de la confianza en Dios, encuentra la respuesta en la acción y en los gestos de Jesús, que, sintiendo compasión, se acerca, lo toca y le dice: "Quiero, queda limpio".
              Jesús nunca permanece indiferente a la oración hecha con humildad y con confianza y, rechazando todos los prejuicios humanos, se muestra cercano para enseñarnos que no tenemos que tener miedo de acercarnos y tocar al pobre y al excluido, porque en ellos está el mismo Cristo. Con sus actos, Jesús no busca el sensacionalismo, sino que cura con amor nuestras heridas, modelando pacientemente nuestro corazón conforme al suyo. El gesto mesiánico Jesús culmina con la inclusión del leproso en la comunidad de los creyentes y en la vida social: así se llega a la plena curación, que además convierte al sanado en testigo y anunciador de la misericordia de Dios.
            Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica; ¡veo que son bastantes! Que movidos por la humildad y la confianza de la petición del leproso, nos sintamos todos necesitados de la sanación del Señor, y aprendamos a acercarnos al pobre y al excluido reconociendo en ellos al mismo Cristo. Muchas gracias».