«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


31 de diciembre de 2015

BODAS DE ORO Y DE PLATA EN LA PARROQUIA DE SAN SEBASTIAN

La parroquia de San Sebastián acogió la celebración de Bodas de Oro y Plata Matrimoniales que estuvo presidida por el Director del Secretariado de Familia y Defensa de la Vida y párroco de San Sebastián, D. Manuel Cuadrado Martín.

La Jornada de la Sagrada Familia fue el marco hermoso para la celebración y renovación de las promesas matrimoniales, Bodas de Oro y Bodas de Plata, en la parroquia de San Sebastián.

Diez matrimonios renovaron con alegría el “sí quiero” de hace 25 o 50 años. Su ejemplo nos lleva a levantar la voz en defensa de la fidelidad. Este sí, queridos matrimonios, es un sí maduro, responsable, consciente, lleno de gozo aunque no hayan faltado los problemas. Un sí que nos demuestra que el sí primero es solo el punto de partida de un itinerario, que os comprometisteis a recorrer, para conseguir lo que queríais y no lo que las circunstancias impusieran. Esto ha supuesto una disponibilidad generosa y esforzada para consagrar la vida entera a esa vocación que ha dado sentido a vuestra existencia. No hay fidelidad sin pasión, sin riesgo, sin apuesta por una persona. Vosotros habéis luchado para vencer las dificultades y defender vuestro proyecto contra el desgaste de los años.


Es una iniciativa que promueve la Pastoral familiar de la parroquia en comunión con el Secretariado de Familia y Defensa de la Vida y que pretende ser un testimonio de que es posible la fidelidad.

Tras la entrega de un obsequio conmemorativo, todos los participantes en esta celebración, tuvieron ocasión de posar para una foto de grupo y de compartir un vino en el salón parroquial.

 

29 de diciembre de 2015

JORNADA DE LA SAGRADA FAMILIA EN ALMERÍA


En el marco alegre de la Navidad las familias de Almería hemos celebrado la “Jornada de la Sagrada Familia.
El Secretariado de Familia y Vida, consciente de la importancia que la Iglesia da a la familia como evangelizadora y transmisora de la fe y los valores, impulsó esta celebración queriendo extenderla a todas las parroquias y a toda la diócesis. Su deseo es hacerla presente, que las familias sepan que no están solas, que la Iglesia está con ellas y las ama. Es el cuarto año que muchas familias han querido vivir y celebrar juntas esta Jornada acompañadas y presididas por nuestro Obispo.
En la catedral resonaron las palabras del apóstol san Pablo a los Colosenses a las que después se refirió nuestro obispo en la homilía: «Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada». En el Año Santo de la Misericordia tienen una fuerza mayor e interpelan aún más, si cabe.
                                                         

Sabemos de las dificultades por las que pasa la institución familiar pero la promesa de Cristo es verdadera y nos devuelve la esperanza a la familia, que es el verdadero santuario de la vida, donde esta puede ser preservada desde su concepción, acogida y protegida hasta su madurez.
Todos tenemos necesidad de acogernos a la Misericordia divina para que en nuestra vida se haga el milagro de creer en la familia, esperar en la familia y amar la familia profundamente porque cada familia está llamada a ser pueblo de la vida y para la vida, a trabajar a favor de la vida para renovar la sociedad.
«La familia que vive la alegría de la fe, la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad». (Papa Francisco)
En la plaza, durante la fiesta de las familias, los niños pintaron un cartel con el lema de la familia mientras los padres y los abuelos cantaban villancicos. Fue entrañable y conmovedor.



¡Gracias familias! Gracias por vuestro esfuerzo, alegría y colaboración. Por querer compartir y celebrar. ¡Gracias!

PARA VER LAS FOTOS PINCHAR AQUÍ

PAPA FRANCISCO:VIVIR LA MISERICORDIA EN LA FAMILIA


Gracias por su trabajo, sobre todo por aquel escondido, perdón por los escándalos que han golpeado al Vaticano y “cuiden su matrimonio y a sus hijos”. Así el Papa Francisco se dirigió a los empleados vaticanos reunidos en el Aula Pablo VI para las felicitaciones de Navidad. El Papa agradeció el compromiso de hacer “lo mejor posible las cosas normales de cada día” y ha pedido perdón por los escándalos, solicitando oraciones por las personas involucradas “para que quien se ha equivocado se arrepienta y pueda reencontrar el justo camino”. El matrimonio es como una planta, ha dicho el Pontífice, que está vivo y se cuida cada día. La vida de pareja no se da nunca por sobre entendida, y el regalo más valioso para los hijos no son las cosas sino el amor de los padres hacia los hijos y entre ellos…

27 de diciembre de 2015

EL RUEGO DEL PAPA FRANCISCO: LA SAGRADA FAMILIA PROTEJA A TODAS LAS FAMILIAS DEL MUNDO Y ABRAN LA PUERTA A DIOS

El Evangelio de hoy invita a las familias a percibir la luz de esperanza que mana de la casa de Nazaret
Texto completo de las palabras del Papa:
«En el clima de alegría, que es propio de la Navidad, celebramos en este domingo la fiesta de la Sagrada Familia. Recuerdo el gran encuentro de Filadelfia, en septiembre pasado; las tantas familias que he encontrado en los viajes apostólicos, y las de todo el mundo. Quisiera saludarlas a todas con afecto y reconocimiento, en especial en este tiempo nuestro, en el que la familia está sometida a incomprensiones y dificultades de diversos tipos que la debilitan.

El Evangelio de hoy invita a las familias a percibir la luz de esperanza que mana de la casa de Nazaret, en la cual se ha desarrollado en la alegría la infancia de Jesús, el cual – dice San Lucas -  «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres» (2,52). El núcleo familiar de Jesús, María y José es para todo creyente, y en especial para las familias, una auténtica escuela del Evangelio. Aquí admiramos el cumplimiento del plan divino de hacer de la familia una especial comunidad de vida y de amor. Aquí aprendemos que todo núcleo familiar cristiano está llamado a ser 'Iglesia doméstica’, para hacer resplandecer las virtudes evangélicas y volverse fermento de bien en la sociedad. Los rasgos típicos de la Sagrada Familia son: recogimiento y oración, mutua comprensión y respeto, espíritu de sacrificio, trabajo y solidaridad.

Del ejemplo y del testimonio de la Sagrada Familia, cada familia puede aprender indicaciones preciosas para el estilo y las opciones de vida, y puede tomar fortaleza y sabiduría para el camino de cada día. La Virgen y San José enseñan a acoger a los hijos como don de Dios, a generarlos y educarlos cooperando de forma maravillosa con la obra del Creador y donando al mundo, en cada niño, una sonrisa nueva. Es en la familia unida que los hijos alcanzan la madurez de su existencia, viviendo la experiencia significativa y eficaz del amor gratuito, de la ternura, del respeto recíproco, de la comprensión mutua, del perdón y de la alegría.

Quisiera detenerme sobre todo en la alegría. La verdadera alegría que se experimenta en la familia no es algo casual y fortuito. Es una alegría que es fruto de la armonía profunda entre las personas, que hace saborear la belleza de estar juntos, de sostenernos mutuamente en el camino de la vida. Pero como cimiento de todo está la presencia de Dios, su amor acogedor, misericordioso y paciente hacia todos. Si no se abre la puerta de la familia a la presencia de Dios y a su amor, la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos y se apaga la alegría. Sin embargo, la familia que vive la alegría de la fe, la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad.

Que Jesús, María y José bendigan y protejan a todas las familias del mundo, para que en ellas reinen la serenidad y la alegría, la justicia y la paz, que Cristo naciendo ha traído como don para la humanidad».



PAPA FRANCISCO EN EL JUBILEO DE LAS FAMILIAS: NO PERDAMOS LA CONFIANZA EN LA FAMILIA,

Texto completo de la homilía del Papa en el Jubileo de las familias:
Las Lecturas bíblicas que hemos escuchado nos presentan la imagen de dos familias que hacen su peregrinación hacia la casa de Dios. Elcaná y Ana llevan a su hijo Samuel al templo de Siló y lo consagran al Señor (cf. 1 S 1,20- 22,24-28). Del mismo modo, José y María, junto con Jesús, se ponen en marcha hacia Jerusalén para la fiesta de Pascua (cf. Lc 2,41-52).
Podemos ver a menudo a los peregrinos que acuden a los santuarios y lugares entrañables para la piedad popular. En estos días, muchos se han puesto en camino para llegar a la Puerta Santa abierta en todas las catedrales del mundo y también en tantos santuarios. Pero lo más hermoso que hoy pone de relieve la Palabra de Dios es que la peregrinación la hace toda la familia. Papá, mamá y los hijos, van juntos a la casa del Señor para santificar la fiesta con la oración. Es una lección importante que se ofrece también a nuestras familias. Es más, podemos decir que la vida de la familia es un conjunto de pequeños y grandes peregrinajes.
Por ejemplo, cuánto bien nos hace pensar que María y José enseñaron a Jesús a decir sus oraciones, y esto es un peregrinaje: el peregrinaje a la educación a la oración. Y también nos hace bien saber que durante la jornada rezaban juntos; y que el sábado iban juntos a la sinagoga para escuchar las Escrituras de la Ley y los Profetas, y alabar al Señor con todo el pueblo. Y, durante la peregrinación a Jerusalén, ciertamente cantaban con las palabras del Salmo: «¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén» (122,1-2).
Qué importante es para nuestras familias peregrinar juntos, caminar juntos para alcanzar una misma meta. Sabemos que tenemos un itinerario común que recorrer; un camino donde nos encontramos con dificultades, pero también con momentos de alegría y de consuelo. En esta peregrinación de la vida compartimos también el tiempo de oración. ¿Qué puede ser más bello para un padre y una madre que bendecir a sus hijos al comienzo de la jornada y cuando concluye? Hacer en su frente la señal de la cruz como el día del Bautismo. ¿No es esta la oración más sencilla de los padres para con sus hijos? Bendecirlos, es decir, encomendarles al Señor, como hicieron, Elcaná y Ana, José y María, para que sea él su protección y su apoyo en los distintos momentos del día. Qué importante es para la familia encontrarse también en un breve momento de oración antes de comer juntos, para dar las gracias al Señor por estos dones, y para aprender a compartir lo que hemos recibido con quien más lo necesita. Son todos pequeños gestos que, sin embargo, expresan el gran papel formativo que la familia desempeña en el peregrinaje de todos los días.
Al final de aquella peregrinación, Jesús volvió a Nazaret y vivía sujeto a sus padres (cf. Lc 2,51). Esta imagen tiene también una buena enseñanza para nuestras familias. En efecto, la peregrinación no termina cuando se ha llegado a la meta del santuario, sino cuando se regresa a casa y se reanuda la vida de cada día, poniendo en práctica los frutos espirituales de la experiencia vivida. Sabemos lo que hizo Jesús aquella vez. En lugar de volver a casa con los suyos, se había quedado en el Templo de Jerusalén, causando una gran pena a María y José, que no lo encontraban. Por su «aventura», probablemente también Jesús tuvo que pedir disculpas a sus padres. El Evangelio no lo dice, pero creo que lo podemos suponer. La pregunta de María, además, manifiesta un cierto reproche, mostrando claramente la preocupación y angustia, suya y de José. Al regresar a casa, Jesús se unió estrechamente a ellos, para demostrar todo su afecto y obediencia. Hacen parte del peregrinaje de la familia, también estos momentos que, con el Señor, se transforman en oportunidad de crecimiento, en ocasión para pedir perdón y recibirlo, demostrar el amor y la obediencia.
Que en este Año de la Misericordia, toda familia cristiana pueda ser un lugar privilegiado de este peregrinaje en el que se experimenta la alegría del perdón. El perdón es la esencia del amor, que sabe comprender el error y poner remedio. Pobre de nosotros, si Dios no nos perdonase. En el seno de la familia es donde se nos educa al perdón, porque se tiene la certeza de ser comprendidos y apoyados no obstante los errores que se puedan cometer.
No perdamos la confianza en la familia. Es hermoso abrir siempre el corazón unos a otros, sin ocultar nada. Donde hay amor, allí hay también comprensión y perdón. Encomiendo a ustedes, queridas familias, este peregrinaje doméstico de todos los días, esta misión tan importante, de la que el mundo y la Iglesia tienen más necesidad que nunca. 


PAPA FRANCISCO EN EL ÁNGELUS: QUE MARÍA NOS ORIENTE PARA RECIBIR Y DONAR EL PERDÓN
























Texto y audio de la alocución del Santo Padre Francisco antes de rezar a la Madre de Dios:
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Hoy celebramos la Fiesta de San Esteban. El recuerdo del primer mártir sigue inmediatamente a la Solemnidad de la Navidad. Ayer hemos contemplado el amor misericordioso de Dios, que se ha hecho carne por nosotros; hoy vemos la respuesta coherente del discípulo de Jesús, que da su vida. Ayer nació en la tierra el Salvador; hoy nace para el cielo su testigo fiel. Ayer, como hoy, aparecen las tinieblas del rechazo de la vida, pero brilla más fuerte aún la luz del amor, que vence el odio e inaugura un mundo nuevo.
Hay un aspecto particular en el relato de hoy de los Hechos de los Apóstoles, que acerca a San Esteban al Señor. Es su perdón antes de morir lapidado. Jesús, clavado en la cruz, había dicho: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34); de modo semejante, Esteban “poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: ‘Señor, no les tengas en cuenta este pecado’” (Hch7, 60). Por tanto, Esteban es mártir, que significa testigo, porque hace como Jesús; en efecto, es un verdadero testigo que se comporta come Él: que reza, que ama, que dona, pero, sobre todo, que perdona, porque el perdón, como dice la misma palabra, es la expresión más alta del don.
Pero – podríamos preguntarnos – ¿para qué sirve perdonar? ¿Es sólo una buena acción o da resultados? Encontramos una respuesta precisamente en el martirio de Esteban. Entre aquellos por los cuales él imploró el perdón había un joven llamado Saulo; éste perseguía a la Iglesia y trataba de destruirla (Cfr. Hch 8,3). Poco después Saulo llegó a ser Pablo, el gran Santo, el Apóstol de las gentes. Había recibido el perdón de Esteban. Podemos decir que Pablo nace de la gracia de Dios y del perdón de Esteban.
También nosotros nacemos del perdón de Dios. No sólo en el Bautismo, sino cada vez que somos perdonados nuestro corazón renace, es regenerado. Cada paso hacia adelante en la vida de la fe lleva impreso al inicio el signo de la misericordia divina. Porque sólo cuando somos amados podemos amar a nuestra vez. Recordémoslo, nos harán bien: si queremos avanzar en la fe, ante todo es necesario recibir el perdón de Dios; encontrar al Padre, que está dispuesto a perdonar todo y siempre, y que precisamente perdonando cura el corazón y reaviva el amor. Jamás debemos cansarnos de pedir el perdón divino, porque sólo cuando somos perdonados, cuando nos sentimos perdonados, aprendemos a perdonar.
Pero perdonar no es una cosa fácil, es siempre muy difícil. ¿Cómo podemos imitar a Jesús? ¿Por dónde comenzar para disculpar pequeñas o grandes ofensas que sufrimos cada día? Ante todo por la oración, como hizo Esteban. Se comienza por el propio corazón: podemos afrontar con la oración el resentimiento que experimentamos, encomendando a quien nos ha hecho el mal a la misericordia de Dios: ‘Señor, te pido por él, te pido por ella’. Después se descubre que esta lucha interior para perdonar purifica del mal y que la oración y el amor nos liberan de las cadenas interiores del rencor. ¡Es tan feo vivir en el rencor! Cada día tenemos la ocasión para entrenarnos a perdonar, para vivir esto gesto tan alto que acerca al hombre a Dios. Como nuestro Padre celestial, nos convertimos, también nosotros en misericordiosos, porque a través del perdón vencemos el mal con el bien, transformamos el odio en amor y así hacemos que el mundo sea más limpio.
Que la Virgen María, a quien encomendamos a aquellos – y lamentablemente son tantos – que como San Esteban padecen persecuciones en nombre de la fe, nuestros mártires de hoy, oriente nuestra oración para recibir y donar el perdón. Recibir y donar el perdón.
Después de la oración a la Madre de Dios que rezó junto a los fieles el día de la festividad de San Esteban, el Papa saludó a los fieles llegados desde diferentes países del mundo y renovó su invitación a admirar al Niño Jesús que suscita misericordia y amor. Escuchemos:

25 de diciembre de 2015

DONDE NACE DIOS, NACE LA PAZ Y NO HAY LUGAR PARA ODIO NI GUERRA: MENSAJE URBI ET ORBI


Mensaje completo del Papa:

Queridos hermanos y hermanas, feliz Navidad.

Cristo nos ha nacido, exultemos en el día de nuestra salvación.

Abramos nuestros corazones para recibir la gracia de este día, que es Él mismo: Jesús es el «día» luminoso que surgió en el horizonte de la humanidad. El día de la misericordia, en el cual Dios Padre ha revelado a la humanidad su inmensa ternura. Día de luz que disipa las tinieblas del miedo y de la angustia. Día de paz, en el que es posible encontrarse, dialogar, sobre todo, reconciliarse. Día de alegría: una «gran alegría» para los pequeños y los humildes, para todo el pueblo (cf. Lc 2,10).

En este día, ha nacido de la Virgen María Jesús, el Salvador. El pesebre nos muestra la «señal» que Dios nos ha dado: «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Como los pastores de Belén, también nosotros vamos a ver esta señal, este acontecimiento que cada año se renueva en la Iglesia. La Navidad es un acontecimiento que se renueva en cada familia, en cada parroquia, en cada comunidad que acoge el amor de Dios encarnado en Jesucristo. Como María, la Iglesia muestra a todos la «señal» de Dios: el niño que ella ha llevado en su seno y ha dado a luz, pero que es el Hijo del Altísimo, porque «proviene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Por eso es el Salvador, porque es el Cordero de Dios que toma sobre sí el pecado del mundo (cf. Jn 1,29). Junto a los pastores, postrémonos ante el Cordero, adoremos la Bondad de Dios hecha carne, y dejemos que las lágrimas del arrepentimiento llenen nuestros ojos y laven nuestro corazón.

Sólo Él, sólo Él nos puede salvar. Sólo la misericordia de Dios puede liberar a la humanidad de tantas formas de mal, a veces monstruosas, que el egoísmo genera en ella. La gracia de Dios puede convertir los corazones y abrir nuevas perspectivas para realidades humanamente insuperables.

Donde nace Dios, nace la esperanza. Donde nace Dios, nace la paz. Y donde nace la paz, no hay lugar para el odio ni para la guerra. Sin embargo, precisamente allí donde el Hijo de Dios vino al mundo, continúan las tensiones y las violencias y la paz queda como un don que se debe pedir y construir. Que los israelíes y palestinos puedan retomar el diálogo directo y alcanzar un entendimiento que permita a los dos pueblos convivir en armonía, superando un conflicto que les enfrenta desde hace tanto tiempo, con graves consecuencias para toda la región.

Pidamos al Señor que el acuerdo alcanzado en el seno de las Naciones Unidas logre cuanto antes acallar el fragor de las armas en Siria y remediar la gravísima situación humanitaria de la población extenuada. Es igualmente urgente que el acuerdo sobre Libia encuentre el apoyo de todos, para que se superen las graves divisiones y violencias que afligen el país. Que toda la Comunidad internacional ponga su atención de manera unánime en que cesen las atrocidades que, tanto en estos países como también en Irak, Yemen y en el África subsahariana, causan todavía numerosas víctimas, provocan enormes sufrimientos y no respetan ni siquiera el patrimonio histórico y cultural de pueblos enteros. Quiero recordar también a cuantos han sido golpeados por los atroces actos terroristas, particularmente en las recientes masacres sucedidas en los cielos de Egipto, en Beirut, París, Bamako y Túnez.

Que el Niño Jesús les dé consuelo y fuerza a nuestros hermanos, perseguidos por causa de su fe en distintas partes del mundo.

Pidamos Paz y concordia para las queridas poblaciones de la República Democrática del Congo, de Burundi y del Sudán del Sur para que, mediante el diálogo, se refuerce el compromiso común en vista de la edificación de sociedades civiles animadas por un sincero espíritu de reconciliación y de comprensión recíproca.

Que la Navidad lleve la verdadera paz también a Ucrania, ofrezca alivio a quienes padecen las consecuencias del conflicto e inspire la voluntad de llevar a término los acuerdos tomados, para restablecer la concordia en todo el país.

Que la alegría de este día ilumine los esfuerzos del pueblo colombiano para que, animado por la esperanza, continúe buscando con tesón la anhelada paz.

Donde nace Dios, nace la esperanza¸ y donde nace la esperanza, las personas encuentran la dignidad. Sin embargo, todavía hoy muchos hombres y mujeres son privados de su dignidad humana y, como el Niño Jesús, sufren el frío, la pobreza y el rechazo de los hombres. Que hoy llegue nuestra cercanía a los más indefensos, sobre todo a los niños soldado, a las mujeres que padecen violencia, a las víctimas de la trata de personas y del narcotráfico.

Que no falte nuestro consuelo a cuantos huyen de la miseria y de la guerra, viajando en condiciones muchas veces inhumanas y con serio peligro de su vida. Que sean recompensados con abundantes bendiciones todos aquellos, personas privadas o Estados, que trabajan con generosidad para socorrer y acoger a los numerosos emigrantes y refugiados, ayudándoles a construir un futuro digno para ellos y para sus seres queridos, y a integrarse dentro de las sociedades que los reciben.

Que en este día de fiesta, el Señor vuelva a dar esperanza a cuantos no tienen trabajo, que son muchos, y sostenga el compromiso de quienes tienen responsabilidades públicas en el campo político y económico para que se empeñen en buscar el bien común y tutelar la dignidad toda vida humana.

Donde nace Dios, florece la misericordia. Este es el don más precioso que Dios nos da, particularmente en este año jubilar, en el que estamos llamados a descubrir la ternura que nuestro Padre celestial tiene con cada uno de nosotros. Que el Señor conceda, especialmente a los presos, la experiencia de su amor misericordioso que sana las heridas y vence el mal.
Y de este modo, hoy todos juntos exultemos en el día de nuestra salvación. Contemplando el portal de Belén, fijemos la mirada en los brazos de Jesús que nos muestran el abrazo misericordioso de Dios, mientras escuchamos el gemido del Niño que nos susurra: «Por mis hermanos y compañeros voy a decir: “La paz contigo”» (Sal 121 [122], 8).

Después del mensaje Urbi et Orbi el Papa dedicó unas palabras a los fieles presentes en la Plaza de San Pedro y a los que le siguieron por los medios de comunicación:

A ustedes, queridos hermanos y hermanas, llegados de diferentes partes del mundo en esta Plaza, y a los que desde diversos países están conectados con la radio, la televisión y los otros medios de comunicación, les envío mi cordial felicitación.

Es la Navidad del Año Santo de la Misericordia, por eso deseo a todo que puedan acoger en su propia vida la misericordia de Dios, que Jesucristo nos ha donado, por ser misericordiosos con nuestros hermanos. ¡Así haremos crecer la paz!

¡Feliz Navidad!


MENSAJE ´DE NAVIDAD DEL PAPA FRANCISCO. 2015.12.25

¡SER FELIZ!! MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO



SER FELIZ, POR EL PAPA FRANCISCO
"Puedes tener defectos, estar ansioso y vivir irritado algunas veces, pero no te olvides que tu vida es la mayor empresa del mundo.
Sólo tú puedes evitar que ella vaya en decadencia.
Hay muchos que te aprecian, admiran y te quieren.

Me gustaría que recordaras que ser feliz, no es tener un cielo sin tempestades, camino sin accidentes, trabajos sin cansancio, relaciones sin decepciones.

Ser feliz es encontrar fuerza en el perdón, esperanza en las batallas, seguridad en el palco del miedo, amor en los desencuentros.

Ser feliz no es sólo valorizar la sonrisa, sino también reflexionar sobre la tristeza. No es apenas conmemorar el éxito, sino aprender lecciones en los fracasos.
No es apenas tener alegría con los aplausos, sino tener alegría en el anonimato.

Ser feliz es reconocer que vale la pena vivir la vida, a pesar de todos los desafíos, incomprensiones, y períodos de crisis.
Ser feliz no es una fatalidad del destino, sino una conquista para quien sabe viajar para adentro de su propio ser.
Ser feliz es dejar de ser víctima de los problemas y volverse actor de la propia historia.
Es atravesar desiertos fuera de sí, mas ser capaz de encontrar un oasis en lo recóndito de nuestra alma.
Es agradecer a Dios cada mañana por el milagro de la vida.

Ser feliz es no tener miedo de los propios sentimientos.
Es saber hablar de sí mismo.
Es tener coraje para oír un "no".

Es tener seguridad para recibir una crítica, aunque sea injusta.
Es besar a los hijos, mimar a los padres, tener momentos poéticos con los amigos, aunque ellos nos hieran.

Ser feliz es dejar vivir a la criatura libre, alegre y simple, que vive dentro de cada uno de nosotros.
Es tener madurez para decir 'me equivoqué'.
Es tener la osadía para decir 'perdóname'.
Es tener sensibilidad para expresar 'te necesito'.
Es tener capacidad de decir 'te amo'.


Que tu vida se vuelva un jardín de oportunidades para ser feliz...

Que en tus primaveras seas amante de la alegría.

Que en tus inviernos seas amigo de la sabiduría.

Y que cuando te equivoques en el camino, comiences todo de nuevo.

Pues así serás más apasionado por la vida.

Y descubrirás que ser feliz no es tener una vida perfecta.

Sino usar las lágrimas para regar la tolerancia.

Usar las pérdidas para refinar la paciencia.
Usar las fallas para esculpir la serenidad.

Usar el dolor para lapidar el placer.
Usar los obstáculos para abrir las ventanas de la inteligencia.


Jamás desistas...

Jamás desistas de las personas que amas.
Jamás desistas de ser feliz, pues la vida es un espectáculo imperdible."



PAPA FRANCISCO EN NAVIDAD: NO ESTAMOS YA SOLOS NI ABANDONADOS. TIENE QUE CESAR EL MIEDO Y EL TEMOR, PORQUE LA LUZ NOS SEÑALA EL CAMINO,


Texto completo de la homilía del Papa
(RV).- En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acrecentaste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer, porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen de estupor y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).


20 de diciembre de 2015

ÁNGELUS DEL PAPA: EN NAVIDAD DIOS SE NOS DA A SÍ MISMO DONANDO A SU HIJO

Texto de la alocución del Santo Padre Francisco antes de rezar a la Madre de Dios:
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo de Adviento pone de manifiesto la figura de María. La vemos cuando, inmediatamente después de haber concebido en la fe al Hijo de Dios, afronta el largo viaje de Nazaret de Galilea a los montes de Judea para ir a visitar y a ayudar a Isabel.
El ángel Gabriel le había revelado que su anciana pariente, que no tenía hijos, estaba en el sexto mes de embarazo (cfr. Lc 1,26.36). Por esto la Virgen, que lleva en sí un don y un misterio más grande aún, va a ver a Isabel y permanece con ella tres meses. En el encuentro entre las dos mujeres – imagínense – una anciana y la otra joven, es la joven, María, quien saluda en primer lugar. El Evangelio dice así: “Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel” (Lc 1,40). Y, después de aquel saludo, Isabel se siente envuelta por un gran estupor – no se olviden de esta palabra: estupor. El estupor –. Isabel se siente envuelta por un gran estupor que resuena en sus palabras: “¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?” (v. 43). Y se abrazan, se besan gozosas estas dos mujeres: la anciana y la joven, ambas embarazadas.
Para celebrar de modo proficuo la Navidad, estamos llamados a detenernos en los “lugares” del estupor. ¿Y cuáles son estos lugares del estupor en la vida cotidiana? Son tres. El primer lugar es el otro, en el cual reconocer a un hermano, porque desde que se produjo el Nacimiento de Jesús, cada rostro lleva impresas las semblanzas del Hijo de Dios. Sobre todo cuando es el rostro del pobre, porque como pobre, Dios entró en el mundo y dejó, ante todo, que los pobres se acercaran a Él.
Otro lugar del estupor en el que, si miramos con fe, experimentamos precisamente el estupor es la historia: el segundo. Tantas veces creemos que la vemos por el lado justo, y en cambio corremos el riesgo de leerla al revés. Sucede, por ejemplo, cuando ella nos parece determinada por la economía de mercado, regulada por la finanza y las especulaciones, dominada por los poderosos de turno. En cambio, el Dios de la Navidad es un Dios que “desordena las cartas”. Le gusta hacerlo, ¡eh!  Como canta María en el Magníficat, es el Señor quien derriba a los poderosos de su trono y eleva a los humildes, colmando de bienes a los hambrientos y despidiendo a los ricos con las manos vacías (cfr. Lc 1,52-53). Este es el segundo estupor, el estupor de la historia.
Un tercer lugar del estupor es la Iglesia: mirarla con el estupor de la fe significa no limitarse a considerarla sólo como una institución religiosa, que es, sino sentirla como una Madre que, aun entre manchas  y arrugas – ¡tenemos tantas! – deja translucir los lineamientos de la Esposa amada y purificada por Cristo Señor. Una Iglesia que sabe reconocer los muchos signos de amor fiel que Dios le envía continuamente. Una Iglesia por la cual el Señor Jesús jamás será una posesión que hay que defender celosamente: los que hacen esto se equivocan, sino siempre Aquel que sale a su encuentro y que ella sabe esperar con confianza y alegría, dando voz a la esperanza del mundo. La Iglesia que llama al Señor: “¡Ven, Señor Jesús!”. La Iglesia madre que siempre tiene las puertas abiertas de par en par y los brazos abiertos para acoger a todos. Es más, la Iglesia madre que sale de sus propias puertas para buscar con sonrisa de madre a todos los alejados y llevarlos a la misericordia de Dios. ¡Este es el estupor de la Navidad!
En Navidad Dios se nos da totalmente a Sí mismo donando as su Hijo, el Único que es toda su alegría. Y sólo con el corazón de María, la humilde y pobre hija de Sion, que se convirtió en Madre del Hijo del Altísimo, es posible exultar y alegrarse por el gran don de Dios y por su imprevisible sorpresa.
Que Ella nos ayude a percibir el estupor, estos tres estupores: el otro, la historia y la Iglesia; así para el nacimiento de Jesús, el don de los dones, el regalo inmerecido que nos trae la salvación, nos hará sentir también a nosotros este gran estupor en el encuentro con Jesús. Pero no podemos tener este estupor, no podemos encontrar a Jesús, si no lo encontramos en los demás, en la historia y en la Iglesia.


19 de diciembre de 2015

DIOS VIENE A SALVARNOS Y NO ENCUENTRA MEJOR MANERA PARA HACERLO QUE CAMINAR CON NOSOTROS, DIJO EL PAPA EN CÁRITAS ROMA


Texto completo de la homilía pronunciada en italiano por el Papa.
Traducción jesuita Guillermo Ortiz, Radio Vaticana
Dios viene a salvarnos y no encuentra mejor manera para hacerlo que caminar con nosotros, hacer nuestra vida.  En el momento de elegir el modo como hacer la vida, no elige una gran ciudad de un gran imperio, no elige una princesa una condesa por madre, una persona importante un palacio de lujo. Parece que todo haya sido hecho intencionalmente casi de escondido María una joven de 16 0 17 años en una villa perdida de las periferias del imperio romano. Ninguno conocía esa villa, seguro. José, un joven que la amaba y quería desposarla, era un carpintero. Todo simplicidad. Todo escondido. Y también el rechazo, porque eran novios y en una villa así pequeña, ustedes saben cómo son las habladurías, dan vueltas. Y José se da cuenta que ella está embarazada. Todo escondido y también con las calumnias y las habladurías. El ángel explica a José el misterio. Ese hijo que espera tu novia es obra del Espíritu Santo. Cuando José se despertó del sueño hizo lo que el ángel le dijo. Pero todo escondido. Las grandes ciudades del mundo no sabían nada.
Si tú quieres encontrar a Dios búscalo en la humildad, en la pobreza, es donde él está escondido, en los más necesitados, en los enfermos hambrientos, encarcelados. Y Jesús cuando nos predica la vida nos dice cómo será nuestro juicio. No dirá ven conmigo porque hiciste tantas ofrendas a la iglesia. La entrada al cielo no se paga con dinero. No dirá tu eres muy importante, has estudiado tanto... Los honores no nos abren la puerta del cielo. ¿Que nos dirá Jesús para abrirnos las puertas del cielo?: Estaba hambriento y me diste de comer y enfermo, en la cárcel y has venido a verme.
Jesús está en la humildad. El amor de Jesús es grande. Por esto hoy, al abrir esta puerta santa, yo quisiera que el Espíritu Santo abriera el corazón de todos los romanos y les hiciera entender el camino de la salvación, que no está en el lujo, no es el camino de las grandes riquezas, no es el camino del poder, es el camino de la humildad. Los más pobres, los enfermos, los encarcelados... Pero Jesús dice aún más, los más pecadores si se arrepienten nos precederán en el cielo. Ellos tienen la llave. Aquel que hace la caridad y aquel que se deja abrazar de la misericordia del Señor.
Nosotros hoy abrimos esta puerta y pedimos dos cosas. Primero que el Señor nos abra las puertas del corazón. Todos somos pecadores. Todos tenemos necesidad de sentir la palabra del Señor; que el Señor venga. Y segundo, que el Señor nos haga entender que el camino de la vanidad, de las riquezas, del orgullo no son caminos de salvación... Que el Señor nos haga entender que su caricia de Padre su misericordia, su perdón es cuando nosotros nos acercamos a aquellos que sobran, a los descartados de la sociedad. Esta puerta que es la puerta de la caridad; la puerta donde son asistidos tantos descartados. Que nos haga entender que también seria lindo que cada uno de nosotros, que cada uno de los romanos se sintiera descartado y sintiera la necesidad de la ayuda de Dios. Hoy nosotros rogamos por Roma por todos los habitantes de Roma, por todos, empezando por mí, para que el Señor nos de la gracia de sentirnos descartados, porque no tenemos ningún mérito. Solamente Dios nos da la misericordia, la gracia. Y para acercarnos a esa gracia tenemos que acercarnos a los descartados, a los pobres, a los que tienen más necesidad. Porque seremos juzgados por esta cercanía. Que el Señor hoy, abriendo esta puerta nos de esta gracia a todos los habitantes de Roma.  Para poder recibir el abrazo de la misericordia donde el padre abraza al hijo herido.  Pero es el Padre Dios el que está herido de amor y por esto es capaz de salvarnos a todos.


17 de diciembre de 2015

PAPA FRANCISCO EN LA CATEQUESIS: “UN SIGNO DE LA VIDA CRISTIANA Y DE LA MISERICORDIA ES AMAR Y PERDONAR”



Texto y audio completo de la catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El domingo pasado ha sido abierta la Puerta Santa de la Catedral de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán, y se ha abierto una Puerta de la Misericordia en la Catedral de cada diócesis del mundo, también en los Santuarios y en las Iglesias que los Obispos han dicho hacerlo. El Jubileo es en todo el mundo no solamente en Roma.
He deseado que este signo de la Puerta Santa estuviera presente en cada Iglesia particular, para que el Jubileo de la Misericordia pueda ser una experiencia compartida por cada persona. El Año Santo, en este modo, ha comenzado en toda la Iglesia y viene celebrado en cada diócesis como en Roma, también la primera Puerta Santa ha sido abierta en el corazón de África y Roma es aquel signo visible de la comunión universal. Que esta comunión eclesial sea cada vez más intensa, para que la Iglesia sea en el mundo el signo vivo del amor y de la misericordia del Padre. Que la Iglesia sea signo vivo del amor y de misericordia.
También la fecha del 8 de diciembre ha querido subrayar esta exigencia, vinculando, a 50 años de distancia, el inicio del Jubileo con la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. En efecto, el Concilio ha contemplado y presentado la Iglesia a la luz del misterio, del misterio de la comunión. Extendida en todo el mundo y articulada en tantas Iglesias particulares, es siempre y sólo la única Iglesia que Jesucristo ha querido y por la cual se ha ofrecido Él mismo. La Iglesia “una” que vive de la comunión misma de Dios.
Este misterio de comunión, que hace de la Iglesia signo del amor del Padre, crece y madura en nuestro corazón, cuando el amor, que reconocemos en la Cruz de Cristo y en cual nos sumergimos, nos hace amar como nosotros mismos somos amados por Él. Se trata de un Amor sin fin, que tiene el rostro del perdón y de la misericordia.
Pero el perdón y la misericordia no deben permanecer como bellas palabras, sino realizarse en la vida cotidiana. Amar y perdonar son el signo concreto y visible que la fe ha transformado nuestros corazones y nos permite expresar en nosotros la vida misma de Dios. Amar y perdonar como Dios ama y perdona. Este es un programa de vida que no puede conocer interrupciones o excepciones, sino que nos empuja a andar siempre más allá sin cansarnos nunca, con la certeza de ser sostenidos por la presencia paterna de Dios.
Este gran signo de la vida cristiana se transforma después en tantos otros signos que son característicos del Jubileo. Pienso en cuantos atravesarán una de las Puertas Santas, que en este Año son verdaderas Puertas de la Misericordia, Puertas de la Misericordia. La Puerta indica a Jesús mismo que ha dicho: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (Jn 10,9). Atravesar la Puerta Santa es el signo de nuestra confianza en el Señor Jesús que no ha venido para juzgar, sino para salvar (cfr Jn 12,47). Estén atentos eh, que no haya alguno más despierto, demasiado astuto que les diga que se tiene que pagar, no, la salvación no se paga, la salvación no se compra, la Puerta es Jesús y Jesús es gratis. Y la Puerta, Él mismo, hemos escuchado, que habla de aquellos que dejan entrar no como se debe y simplemente dice que son ladrones, estén atentos, la salvación es gratis.
Atravesar la Puerta Santa es signo de una verdadera conversión de nuestro corazón. Cuando atravesamos aquella Puerta es bueno recordar que debemos tener abierta también la puerta de nuestro corazón. Estoy delante de la Puerta Santa y pido al Señor ayúdame a abrir la puerta de mi corazón. No tendría mucha eficacia el Año Santo si la puerta de nuestro corazón no dejará pasar a Cristo que nos empuja a andar hacia los otros, para llevarlo a Él y a su amor. Por lo tanto, como la Puerta Santa permanece abierta, porque es el signo de la acogida que Dios mismo nos reserva, así también nuestra puerta, aquella del corazón, esté siempre abierta para no excluir a ninguno. Ni siquiera aquella o aquel que me molestan. Ninguno.
Un signo importante del Jubileo es también la Confesión. Acercarse al Sacramento con el cual somos reconciliados con Dios equivale a tener experiencia directa de su misericordia. Es encontrar el Padre que perdona. Dios perdona todo. Dios nos comprende también en nuestras limitaciones nos comprende también en nuestras contradicciones. No solo, Él con su amor nos dice que cuando reconocemos nuestros pecados nos es todavía más cercano y nos anima a mirar hacia adelante. Dice más, que cuando reconocemos nuestros pecados, pedimos perdón, hay fiesta en el cielo, Jesús hace fiesta en el cielo y esta es su misericordia. No se desanimen. Adelante, adelante con esto.
Cuántas veces me han dicho: “Padre, no consigo perdonar”, el vecino, el colega de trabajo, la vecina, la suegra, la cuñada, todos hemos escuchado eso: no consigo perdonar. Pero ¿cómo se puede pedir a Dios que nos perdone, si después nosotros no somos capaces del perdón? Perdonar es una cosa grande, no es fácil perdonar, porque nuestro corazón es pobre y con sus fuerzas no lo puede hacer. Pero si nos abrimos a acoger la misericordia de Dios para nosotros, a su vez somos capaces de perdón. Y tantas veces he escuchado decir: pero a esa persona yo no podía verla, la odiaba, un día me he acercado al Señor, he pedido perdón de mis pecados, y también he perdonado aquella persona. Estas cosas de todos los días, y tenemos cerca de nosotros esta posibilidad.
Por lo tanto, ¡ánimo! Vivamos el Jubileo iniciando con estos signos que llevan consigo una gran fuerza de amor. El Señor nos acompañará para conducirnos a tener experiencia de otros signos importantes para nuestra vida. ¡Ánimo y hacia adelante!
(Traducción del italiano, Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).


DIOS NO ES INDIFERENTE, LE IMPORTA LA HUMANIDAD, NO LA ABANDONA, AFIRMA FRANCISCO EN EL MENSAJE POR LA PAZ

Texto completo del Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1 de enero 2016
Vence la indiferencia y conquista la paz
1. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona. Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convicción los mejores deseos de abundantes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Custodiar las razones de la esperanza Las guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con solidaridad, más allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las situaciones críticas.
Quisiera recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.
El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»,[1] la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto. [2]
En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye».[3]
Hay muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidaridad. Fuera de esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz.
Algunas formas de indiferencia 3.Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia».
La primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos.[4] Contra esta autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí mismo;[5] y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana».[6]
La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario. [7] Más aún, esto puede comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes».[8]
La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete.[9] «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien». [10]
Al vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás,[11] por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa.[12]
En estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación.
La paz amenazada por la indiferencia globalizada 4.La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra».[13] En efecto, «sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz».[14] El olvido y la negación de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin medida.[15]
En el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.
En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la humanidad.[16]
Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementales, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza. [17]
Además, la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?[18]
De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón 5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio».[19] El fratricidio se convierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).
Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso «es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia». [20]
También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros. [21] Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas». [22] La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»,[23] porque la compasión surge de la fraternidad.
Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo. [24]
Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia 6 La solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas.
En primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos. [25]
Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna». [26]
Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en el campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de comunicación «no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación de la persona».[27] Quienes se ocupan de la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente lícito.
La paz: fruto de una cultura de solidaridad, misericordia y compasión 7.Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad más humana.
Hay muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.
Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.
Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados. [28]
Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).
La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia 8.En el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo.
Los Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de su sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio,[29] teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.
Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también dentro de la familia de las naciones.
En esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario.

Vaticano, 8 de diciembre de 2015 Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María Apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia
[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 1.
[2] Cf. ibíd., 3.
[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 14-15.
[4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 43.
[5] Cf. ibíd., 16.
[6] Carta. enc. Populorum progressio, 42.
[7]«La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 19).
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 60.
[9] Cf. ibíd., 54.
[10] Mensaje para la Cuaresma 2015.
[11] Cf. Carta. enc. Laudato si’, 92.
[12] Cf. ibíd., 51.
[13] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (7 enero 2013).
[14] Ibíd.
[15] Cf. Benedicto XVI, Intervención durante la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011.
[16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237.
[17] «Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 59).
[18] Cf. Carta enc. Laudato si’, 31; 48.
[19] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2015, 2.
[20] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 12.
[21] Cf. ibíd., 13.
[22] Juan Pablo II, Carta. enc. Sollecitudo rei socialis, 38.
[23] Ibíd.
[24] Cf. ibíd.
[25] Cf. Catequesis durante la Audiencia general (7 enero 2015).
[26] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2012, 2.
[27] Ibíd.
[28] Cf. Angelus (6 septiembre 2015).
[29] Cf. Discurso a una delegación de la Asociación internacional de derecho penal (23 octubre 2014).