«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


30 de septiembre de 2013

ALGUNAS INDICACIONES PARSA HACER MÁS FELIZ LA VIDA EN TU HOGAR

A un psicólogo, muy conocido por sus charlas en favor del matrimonio, le preguntaron qué hacía él cuando estaba deprimido y de mal genio, y respondió: “Yo trato de ocultar mi triste estado de ánimo a toda mi familia y de aparecer contento y de buen humor. Ya tengo bastante con tener que soportarme a mí mismo, para que también los demás tengan que soportarme” (que es lo que Santa Teresa recomendaba: “Las penas por dentro, y por fuera, una muralla de sonrisas”).
La mayoría de todos nosotros no nos damos cuenta de los sentimientos de los demás y de cuánto hacemos sufrir a los otros por nuestra falta de delicadeza en el trato.
En la relación de pareja todos tenemos motivos de quejas pero a veces el error está en lo desproporcionado del método empleado, debemos recordar que al otro se le gana con el amor, la simpatía y la comprensión, y no con el grito.
No nos enseñaron que el arma invencible de la relación de pareja es la ternura, el afecto, la comprensión, el saber demostrar aprecio y el cariño.
Todos tenemos conciencia de cosas que funcionan en la relación y de las que no, pero a pesar de tener conciencia de esto seguimos haciendo lo que no funciona.
La pregunta que deberíamos formularnos es: ¿qué es lo que nos impide cambiar nuestra manera de afrontar las dificultades?
Muchas separaciones podrían evitarse con sólo criticar menos, regañar menos, no olvidemos que quien critica y regaña está viajando hacia el divorcio. En cambio, deberíamos dar importancia a pequeñeces o detalles como el saludarse o despedirse con cariño, el dar gracias a tiempo, el pedir excusas, el saber callar pequeñas cosas que no nos gustan, y el ser generoso en obsequiar pequeños regalos.
De modo que si queremos hacer(nos) feliz la vida en el hogar, deberíamos tener en cuenta estas indicaciones:
1.      No regañar nunca.
2.       No tratar de quitarle al otro su manera de ser, sino de mejorarla.
3.       No criticar hasta no haber estado caminando dos horas con sus zapatos.
4.       Demostrar que apreciamos honradamente las buenas cualidades de la otra persona.
5.       Tener pequeñas atenciones.
6.       Ser cortés y bien educado.
7.       Jamás ser maleducado ni grosero.
8.       A nadie le gusta recibir órdenes: pero con gusto se presta un servicio, a quien bondadosamente lo pide.
9.       Trate a su cónyuge con el mismo respeto y la misma diplomacia con que trata a la gente de afuera.
10.   Tener en cuenta el valor de una sonrisa: No cuesta mucho… pero hace ganar mucho. Porque nadie necesita   tanto una sonrisa  como quien no tiene ninguna para dar.

11.   Utiliza el humor.

No olvidarnos que cualquier cambio empieza por uno mismo:
1.       Si yo cambiara mi manera de pensar hacia los otros, me sentiría sereno.
2.       Si yo cambiara mi manera de actuar ante los demás, los haría felices.
3.       Si yo aceptara a todos como son, sufriría menos.
4.       Si yo me aceptara tal como soy, mejoraría mi hogar.
5.       Si yo aceptara mis errores, sería humilde.
6.       Si yo deseara el bienestar de los demás, sería feliz.
7.       Si yo encontrara lo positivo de la vida, sería digna de ser vivida.
8.       Si yo me diera cuenta que al lastimar, el primer lastimado soy yo.
Si yo criticara menos y amara más, y si tuviera en cuenta estas orientaciones: piensa como seria tu hogar.
Una cosa que deberíamos tener en cuenta es que en el negocio que menos conviene fracasar es el del matrimonio. Cada vez que uno es amable en el trato a su cónyuge está consiguiendo un premio, si no de la familia, sí de Dios que sabe pagar muy bien.


18 de septiembre de 2013

DECÁLOGO PARA LA PASTORAL FAMILIAR

Dios, que es familia, quiere a la familia como una de las realidades más fundamentales de la humanidad.

La familia se constituye para los cristianos sobre el matrimonio canónico, que es sacramento de Jesucristo e imagen de su amor y unión con la Iglesia.

El matrimonio cristiano, base de la familia, es uno e indisoluble y sólo se debe contraer entre un hombre y una mujer por amor y con libertad y consentimiento.

El matrimonio y la familia cristianos deben estar abiertos por su misma naturaleza a la vida desde el primer instante de su concepción hasta su ocaso natural. La vida es siempre don y rostro de Dios, el autor de la vida. Los hijos son el fruto, la corona y la prenda de la familia.

La familia debe buscar tanto el bien de los cónyuges como el bien de los hijos, que suelen ser inseparables.

La familia, asentada sobre la roca firme del amor y de los valores cristianos, es el sagrario del encuentro, del diálogo, de la comprensión, de la tolerancia, de la escucha, de la comunión, del perdón, de la reconciliación y de la paz.

La familia es la mejor escuela de las auténticas virtudes y valores humanos, sociales y cristianos. El ejemplo y el testimonio de vida son la mejor de las pedagogías para ello.

La familia es el primer templo, el mejor santuario, el mayor semillero vocacional.

La familia, origen y destino del ser humano, así querido por Dios, debe estar protegida, en todos los ámbitos, por la sociedad y por sus autoridades.

La familia es lo mejor que tenemos porque la familia es amor y nada hay mejor que el amor.
  Fuente:  Jesús de las Eras.

17 de septiembre de 2013

LA FAMILIA, SANTUARIO DE LA MISERICORDIA Y DE LA VIDA

Introducción
El que nos ha convocado es “rico en misericordia” (Ef 2, 4). Así comenzaba nuestro recordado Juan Pablo II, su Segunda Carta Encíclica, “Dives in misericordia”, publicada en 1980, sobre la misericordia divina. Todos tenemos necesidad de acogernos a la Misericordia divina para que en nuestra vida se haga el milagro de creer en la familia, esperar en la familia y amar la familia profundamente.

1.   El hijo se marchó de casa y la casa quedó desolada

“Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo al padre: ´Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde´.” Y dice el evangelista Lucas, que él les repartió la hacienda. “Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino” (Lc 15, 11-13). Un drama habitual. ¡Cuántas desolaciones familiares son consecuencia de elecciones fatales que marcan el destino de los hijos!

En un lenguaje llano, Benedicto XVI ha hablado de “crisis de verdad”. La Parábola del Hijo pródigo ha reflejado de forma inigualable el drama contemporáneo. La modernidad ha abierto el camino para la negación de la trascendencia y la posmodernidad ha consumado el eclipse del sentido de Dios y del hombre en muchísimos hombres y mujeres de nuestra generación. Es una crisis de identidad, que no es el momento de analizar con detalle, aunque si podamos subrayar algunos de sus elementos significativos.

En las escuelas e institutos, la teoría del género ha comenzado a mostrarse con absoluto cinismo manipulador. A nuestros hijos se les dice, cada vez más: “Yo soy yo y sólo después soy mujer (esposa y madre)”; tu eres tú y sólo después eres hombre (marido y padre)”. No naces mujer, te haces mujer. Este es el mensaje de los medios, el cine, la tv, la calle.

Es la conclusión de tres revoluciones sexuales, que hacen peligrar la identidad humana. La primera a mediados de los sesenta se materializó en la disociación entre sexualidad y reproducción. Cambió el modo de interpretar la sexualidad humana, al introducir y generalizar el uso de contraceptivos. ¡Amor sí, hijos no! Era una de las demandas de aquella generación.

La segunda revolución sexual no se haría esperar. Su resultado la disociación entre afectividad y sexualidad. ¿Por qué ligar la sexualidad a una persona a la que quiero, si lo decisivo es el placer, un placer sin rostro, que puedo encontrar en cualquier parte. Pero no estaba dicha todavía la última palabra.

La tercera revolución sexual comenzó en los años noventa. Si la primera se hizo desde las barricadas de París  la tercera es indolora y pacífica en apariencia, no violenta al poder porque lo tiene ya conquistado, se ejerce desde el poder mismo, cualquiera que este sea, con los mecanismos persuasivos de la publicidad, el mercado, la cultura o los  coercitivos por medio de la enseñanza, la política y los parlamentos. La fractura se produce entre género y sexualidad.
Donde antes hablábamos de sexualidad, como componente de la propia identidad, ahora se nos impone el “género”, como algo opcionable, como invitación al olvido de nuestra propia identidad. Un regalo envenenado que promete saciedad y engendra hambre. Vaciedad de vaciedades y todo vaciedad.

“En el fondo –ha dicho Juan Pablo II- hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes.”

No es menos cierto, sigue diciendo que “estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de muerte », una conjura contra la vida, que se manifiesta tanto en la dimensión personal y familiar, como en la dimensión social y política. Es un triple desafío propuesto desde el nihilismo metafísico, que niega la trascendencia y en consecuencia la fe; desde el cinismo moral, que afirma el relativismo moral y en consecuencia la negación del sentido ético del deber ser y de la esperanza; y finalmente desde el individualismo social, como negativa existencial al don de si y a la comunión de personas.


Un hambre lacerante

“”Y entrando en sí mismo, dijo: ¿Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!” (Lc 15, 17-18). El hijo pródigo ha vivido la experiencia del mal, que promete abundancia y devuelve un hambre lacerante. La cultura de la muerte ha prendido en el hombre actual, los síntomas de esta enfermedad moral se multiplican. En las sociedades del mundo desarrollado, la enfermedad mortal del relativismo tiene carácter epidémico. La pobreza moral se extiende por doquier. Y nos descubre su verdadera naturaleza. ¡Cuánta tristeza brota de la desafección por la vida y por el amor verdadero!
 Un cuadro de datos estadísticos nos puede centrar en este drama y nos ayudará a comprender las dimensiones de lo que está en juego.

Son datos del Instituto de Política familiar. Se rompen en España 408 matrimonios al día (2005), un matrimonio cada 3,5´. En la actualidad en España hay un divorcio cada 3,7 minutos. Cada hora se separas 16 parejas que no se aguantan.

En 2006 se produjeron 141.817 divorcios, un 5º% más que en 2005. Es más fácil romper un matrimonio que un contrato de alquiler de una vivienda. Con la ley del Divorcio Express, aprobada en 2005, se dispara el número de separaciones. Se produce un aborto cada menos de 5,7 minutos y 252 abortos al día. Uno de cada seis embarazos termina en aborto. Sufrimiento inacabable. Cristo llora con los que lloran, conoce los campos de exterminio, las guerras inacabables, los flujos migratorios, las clínicas abortivas, el anhelo de una verdadera justicia, en tantas ocasiones adulterada y pervertida, las órdenes de alejamiento que no se respetan, los derechos prostituidos, el bienestar insultante de unos, frente a la indigencia de los otros, y todo eso lo sufre en nosotros y con nosotros.

 La familia ¿cómo problema o como solución?

Dos grandes interrogantes nos obligan a plantearnos si hay esperanza para el drama del hombre actual. Benedicto XVI los ha expuesto en Deus caritas est, la primera encíclica de su Pontificado: “¿Se puede amar de verdad a Dios?”, “¿Podemos de verdad amar al prójimo”, a mi esposa, a mis hijos, a mis amigos y próximos, a mis enemigos, con un amor incondicional? Ambas preguntas no son extrañas a la conciencia cristiana. El apóstol Juan, quiere afirmar con rotundidad, fuera de toda duda que “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en  Dios y Dios en él (Jn 4,16). En fecha reciente, en la ciudad de Savona, Benedicto XVI ha presentado el mensaje del Amor misericordioso de Dios como fuerza y secreto para afrontar los desafíos que hoy plantean el materialismo, el relativismo y el laicismo.

Cristo nos invita a retomar las primeras páginas del Génesis, en un diálogo abierto con los saduceos sobre un tema tan actual como el divorcio. “Maestro, ¿se puede despedir a la mujer por cualquier motivo?” (Mt, 19, 3). La sociedad judía había evolucionado hacia un divorcio consentido por Moisés, y ahora Cristo les propone invertir el sentido de su mirada, porque en el “principio” no era así.” Allí, en el Génesis “Dijo luego Yahvé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Donde había soledad, deviene una comunión de personas.

Lo que Cristo nos va a revelar es la unidad del plan de Dios y del corazón del hombre7, llamado a salir de la soledad, verdad que subyace desde el principio en la narración del Génesis. “Al principio los hizo Dios a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó” (Gen 1,27) Este pasaje se complementa con el de (Gen 2,24): “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne”. Desde que el mundo existe nuestros amores nos remiten a otro amor más grande, originario y perfecto. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace perder el horizonte del don de sí que se nos manifiesta como revelación y regalo.

La fe de Israel no conoce a Dios como Padre, pero venera a su Dios y reza cada día con las palabras del Deuteronomio: “Escucha Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” ((6, 4-5). Y también en el Libro del Levítico se dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19,18). Jesús, para asombro de sus oyentes, ha hecho de ambos un único precepto, tal como lo refiere el apóstol Marcos (cf. Marcos 12, 29-31). Y ha hecho de la relación humana un misterio de comunión, como respuesta al don del amor recibido del mismo Dios. El amor que era mandato y mandamiento, ahora es mucho más en Cristo, se hace “respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro”.

2. Cristo se ha hecho misericordia para mostrar la vía del amor

La auténtica misericordia en el mundo se ha hecho presente en medio de nosotros, de una vez por todas, en el Cristo de la Pascua, el Señor. Después de veinte siglos, su presencia vive en nosotros y para nosotros, en esta tierra compartida de lágrimas y de esperanzas.

Es Cristo, el nuevo Adán, el que recorre el camino de la vida junto a nosotros, como en Emaús. La misericordia no llega a nosotros como un mensaje abstracto, sino personificada en Cristo, porque El mismo es la misericordia, para cada uno de nosotros. Y lo es siendo Hijo y enseñándonos a serlo a nosotros. El corazón de Cristo es un corazón transido por la ternura, es un corazón de carne, que va a marcar en la historia una nueva relación entre lo antiguo y lo nuevo que es El, el paso de un “corazón de piedra” a un “corazón de carne”, de un pueblo cuyo “corazón está lejos de mí”, como dirá Isaías (Is 29, 13), a un “corazón nuevo” capaz de amar en un nuevo pacto de fidelidad. Todo se juega en el corazón, “Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21).

Esta vía del amor es el encuentro de la Buena Nueva que se realiza en el corazón hambriento de cada hombre, el encuentro entre el eros y el ágape, entre la apertura del deseo y el don divino. Pasa en primer lugar por el amor de los esposos, por su realidad familiar, en donde la persona puede madurar su amor. En un sentido más amplio por el amor esponsal, abierto a la virginidad y al matrimonio. Aquí convergen teocentrismo y antropocentrismo, Dios y el hombre. “Vivir el amor verdadero es el medio para hacer entrar la luz de Dios en el mundo” (D.C.E 39). Lo había manifestado Benedicto XVI seis meses antes (6/06/2005), en la Asamblea de la Diócesis de Roma: “la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama”.

Benedicto XVI nos reconduce a lo esencial. El cristiano sólo puede expresar su opción fundamental de vida, con una afirmación que es un acto de fe: “Hemos creído en el amor de Dios”. “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

Nos conocemos lo suficiente para saber que este ideal es imposible, si Dios no acorta la distancia e invierte el sentido del recorrido. Nuestros esfuerzos son vanos si   Él no toma la iniciativa. Decisiones éticas, grandes ideas, construcciones filosóficas, la bondad natural del hombre en la búsqueda de un bien razonable, no son suficientes para que el corazón alcance su reposo, como lo expresara S. Agustín: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

La sinfonía de la llamada

La misericordia divina actúa en el mundo, y se detiene en todos los caminos. Esta vocación, que personaliza desde el principio la vida con nombres singulares, padre/madre, hijo/hija, esposo/esposa, se desarrolla como una sinfonía grandiosa en cada hombre que viene a este mundo. Quien se incorpora a ella, mediante la adhesión de su libertad, reconoce que “el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre... la salvación del hombre está en el amor y a través del amor”, como nos descubre Victor Frankl, después de haber sobrevivido a un campo de concentración nazi en la II Guerra Mundial.
La vocación sería impensable sin el don de la libertad. Y la libertad no se entendería si no se pone al servicio del fin de la vida, en la construcción de una auténtica comunión de personas (DPF, 28). El que nos llamó es garante de su fidelidad. Y su fidelidad exige la nuestra.
El que hoy no se hable de fidelidad, no significa que no exista. Es la palabra que está escrita en todo tálamo nupcial, imperecedera e imborrable, porque es la única que defiende la verdad de la relación conyugal: “Te querré para siempre”. Traicionar esta verdad es no entender, lo que sin duda se iluminará más tarde: “Al final de nuestra vida – como comenta H. Arendt-, descubrimos que sólo es verdadero aquello a lo que hemos podido continuar siendo fieles”.
Enternece la figura de Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, cuando manifiesta que desea hablar del amor, “del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás”11. La fidelidad es el lenguaje del amor, que en Dios se da de manera misteriosa y gratuita, para que el hombre experimente la grandeza de perdonar y ser perdonado.
El esposo regenera a la esposa cuando se entrega a ella y la esposa al esposo, cuantos dramas conyugales dependen de la espera del uno hacia el otro, con un corazón misericordioso que restañe y cure las heridas. ¡Cuántos hijos y esposos alcanzarán la madurez, por esta vía dolorosa que primero es de ida, en la búsqueda de los placeres prohibidos, y luego de retorno hacia la casa paterna!, hacia el hogar conyugal.

El verdadero amor es la aceptación de todo lo que el otro es, de lo que ha sido, de lo que será, y de lo que ya nunca podrá ser. Esta es la paradoja que tan bellamente ha expresado Rilke: “Dos infinitos se encuentran con dos límites, dos infinitamente necesitados de ser amados  se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar, y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo

Parte de ese camino de purificación, consistirá en “liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro” de la familia. En respetar las fuentes de la creación y de la vida, en liberarnos del hedonismo creciente que hoy penetra en los espacios más recónditos de la vida familiar, en defender la dignidad de la vida, el pudor en la mujer, la castidad matrimonial.

El salmo 84 proclama: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”. La familia es el signo de esta ‘presencia misericordiosa en una sociedad alienada y aletargada.

Aunque haya un empeño especial en diluir y difuminar el sentido de la familia, tenemos por ello una especial necesidad de reafirmar lo característico de su dinamismo, tal como lo hace Angelo Scola: “Cabe definir la familia –célula básica de la sociedad- como la unión estable e indisociable entre un hombre y una mujer referida necesariamente a la generación de los hijos y reconocida públicamente a través del contrato matrimonial”.

El Señor está cerca de quién tiene un corazón herido

Es una tarea que supera nuestras fuerzas, un ideal inalcanzable, como le parecería al hijo al principio retomar el camino de la casa paterna. El buen samaritano, como el padre con el hijo pródigo, se abre a la misericordia, que ciertamente se abaja, para sanar las heridas y colocar tanto drama bajo la luz de la palabra de Dios, y el testimonio convincente del amor. El buen samaritano es Cristo. Juan Pablo II ante las numerosas fuentes de inquietud que se ciernen sobre el hombre de hoy, intuye el trasfondo de un gigantesco remordimiento. Pensemos en las sociedades desarrolladas, acomodadas, saciadas e inmensamente vacías.

Y en la sombra inquietante que describe el aborto, las rupturas matrimoniales, la violencia doméstica, la renuncia a la paternidad, la infidelidad amorosa, los hijos abandonados, la anarquía familiar, la vida de todos los días. Pensemos en nosotros mismos.

Ante ese panorama desolador “Frente a tantas familias deshechas, la Iglesia se siente llamada no a expresar un juicio severo y distante, sino más bien a meter en los pliegues de tantos dramas la luz de la Palabra de Dios, acompañada por el testimonio de su misericordia”, tal como expresara Juan Pablo II con motivo del Gran Jubileo del 2000. A combatir el mal con el bien y a ungir las heridas con el aceite de la misericordia. “Si uno murió por todos, todos por tanto murieron. “Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co, 5, 14-15).

El precio de su amistad –“vosotros sois mis amigos”- es lo que nos desconcierta. No nos pide que escalemos ninguna cumbre inaccesible, sino que nos acerquemos para aceptar su perdón. Es Otro el que me salva, dando su vida, el que sube al monte de la misericordia, al monte de la cruz, no para dar la misericordia, sino para hacerse pura misericordia. Esa conciencia que hace nacer en nosotros es fruto del Espíritu que le anima, para renovar nuestra vida después de haber vencido a la muerte. El mal ha sido aplastado por la plenitud de Cristo.

De su costado herido brotó sangre y agua, la sangre que redime y el agua que nos purifica. Pero antes de entregar su Espíritu, ha querido entregarnos a su Madre en la persona de Juan, el discípulo amado: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora la recibió en su casa” (Jn, 19, 26-27). Con que delicadeza Jesús nos muestra una nueva morada para la Iglesia, junto con su Madre, y los amigos de su hijo. Es en esa morada donde se va a recomponer la Iglesia. Ya nos lo había contado en la parábola del hijo pródigo. La conversión comienza por la vuelta a casa.



3.    Una morada donde habitar

Traed el novillo cebado, matadlo y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado” (Jn 15, 23-24). Es la fiesta de la misericordia, de la vuelta a casa, fuera de la casa, de la morada, está la muerte y en ella la vida, el descanso y también el trabajo y el alimento. El hijo, en la medida en que se aleja del mal, que ha propiciado su descalabro, se acerca a la casa del padre.

Se cumple la aseveración del salmo 36: “Apártate del mal y haz el bien, / y siempre tendrás una casa;/ porque el Señor ama la justicia y no abandona a sus fieles”. Nos empeñamos en construir moradas vacías. Corazones vacíos en casas vacías, sin la presencia de Aquel que construye la casa y guarda la ciudad y sus moradores. El sujeto cristiano nace en una morada cristiana, alimentada por una cultura de la vida y del amor.

La casa es un lugar de convivencia vocacional en el amor, de connivencia de dos destinos, que viven el uno por el otro, en la ayuda mutua, y en la apertura a la vida, como cumplimiento de ese destino. No se suele pensar demasiado en esta compañía vocacional que representa la vida conyugal y que los vincula en un yugo de fidelidad y de permanencia. Cada uno vive para hacer posible el destino del otro, para que la voluntad de Dios que pedimos se cumpla en el Padrenuestro, se haga realidad tanto en el otro como en mí. Es el lugar donde todo es cómplice, como sugiere Peguy, para ese destino que es la consumación en el amor, el amor de los esposos, sí, y el amor de Dios que todo lo convierte en caridad. El verdadero amor hace posible una historia.
Primero por el Bautismo y luego por el sacramento del matrimonio, la realidad del amor conyugal, en función de Cristo, se hace el gran templo de Dios.

Nada será ya profanum, porque la muerte y la vida, el trabajo y el descanso, el amor de los esposos, el ocio y las preocupaciones de la vida, todo forma ya parte de la encarnación y de la vida escondida que nos salva, a imitación de la familia de Nazaret. ¿Nada vale vuestra vida ordinaria? Es el gran tesoro que poseemos, allí donde la vida nos pertenece y realizamos el verdadero ofertorio de lo que somos y tenemos y también de lo que no hemos sido, por nuestras concretas miserias, y de lo que queremos ser con la gracia inmensa que habita en nosotros.

La creación no ha parado de sucederse cada día, haciendo posible el instante que vivimos. Somos como vasos de arcilla, frágiles y quebradizos. Pero El es Aquel cuya plenitud explica la vida y la dispensa a manos llenas. “No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino” (Lc 24,32). Y no deja de robustecer la vida humana, desde un cuidado atento y tierno, como el que experimenta una madre por sus hijos.

Donde no hay una verdadera casa hay nostalgia de que la haya. “Es la nostalgia de una casa en la que el pan de cada día sea el amor, el perdón, la necesidad de comprensión, en la que la verdad sea la fuente de la que brota la paz del corazón” con palabras de Benedicto XVI,17 que nos sigue diciendo: “Esta nostalgia no es más que el deseo de una vida plena, feliz, realizada. No tengáis miedo de este deseo. No lo evitéis. No os desaniméis a la vista de las casas que se han desplomado, de los deseos que no se han realizado, de las nostalgias que se han disipado”.

Casa y vida se unifican, se reclaman. Nadie puede construir una vida si no tiene una casa, porque el sentido de la vida nace y brota en ese espacio de intimidad, que sólo el amor humano puede crear. Ardua tarea, hermosa tarea para tantos jóvenes, que necesitan ser estimulados por la belleza que se genera sólo donde la casa se hace tarea y destino.

El Hijo del Padre ha querido encarnarse en una Virgen llamada María y habitar en una casa, en una ciudad de Nazaret, donde la vida brotaba a borbotones, sin que nada en apariencia cambiase el ritmo del trabajo y del descanso. Desde entonces sabemos una realidad esencial, nuestra verdadera y definitiva casa es la Trinidad. Y trasunto de la familia divina es la que Dios ha querido que el hombre y la mujer constituyan en un espacio vocacional, en una alianza, que es icono trinitario.

El genio poético y místico de Karol Wojtyla nos ha aproximado a esta fascinante realidad: Todo lo demás se revelará insignificante y sin importancia frente a la única realidad esencial: Padre, Hijo, Amor. Entonces, descendiendo hasta las cosas más simples, nos diremos todos: “¿No se podría haber descifrado todo esto mucho antes? ¿No era esto lo que estaba presente, desde siempre, en el fondo de todo lo que es?”.

El Dios Padre de la vida, restaura en nosotros la imagen de su Hijo. Nos quiere como a Él, hijos en el Hijo. La misericordia del Hijo, su ternura, ha transido todo lo humano desde la cruz, para rescatar lo que estaba perdido y ha impregnado todo lo humano de esa benevolencia inaudita, que transforma todo lo que toca por el amor. El plan de Dios vincula al hombre en un espacio de ternura, donde se hace posible reconstruir la ternura del Hijo en cada uno de sus miembros. Todo es ternura o puede llegar a serlo. Sin duda está llamado a serlo.

Es en esta morada donde la familia se abre al misterio de la Iglesia, en el descubrimiento admirado del plan de Dios sobre sus moradores. Forman una comunidad en diálogo con Dios, como santuario doméstico. La plegaria familiar es uno de sus vínculos más significativos. Como comunidad creyente, vive en un servicio recíproco entre sus miembros y al servicio del hombre. Su ser es la apertura al servicio eclesial y a la evangelización, por el imperativo del amor, que impulsa el corazón de la Iglesia en cada uno de sus hijos.

La familia lugar de la consolación

Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente” (Jn 15, 21)

El arrepentimiento del hijo, su vuelta a casa, enternece al padre. Su misericordia se hace consuelo para el hijo, hasta el punto de correr, abrazarle y besarle con una efusión indescriptible. La Iglesia espera de la familia que se convierta en Iglesia doméstica, donde habite el Dios de la paciencia y del consuelo de los unos para con los otros, de los esposos en su mutua relación, de los padres para con los hijos y de los hermanos entre si.

Este “Dios de la consolación” (Rm 15,4) nos ha enviado a Jesucristo como el primer consolador de los esposos desolados, o tal vez atormentados por su propia desidia, por la dejación de sus responsabilidades familiares. El Espíritu Santo continúa su obra en la Iglesia. La promesa de Cristo es verdadera y nos devuelve la esperanza: «el Consolador que estará con vosotros para siempre». Y se renueva entre nosotros, en nuestras comunidades y familias: «La Iglesia se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación (¡paráclesis!) del Espíritu Santo», tal como nos lo cuentan los Hechos de los Apóstoles (9,31).

Donde abunda el mal sobreabunda el bien y la gracia. Es una invitación a convertirnos también nosotros en paráclitos, con la palabra y con las obras. Aprendamos con San Francisco a balbucir en nuestra oración: «Que no busque tanto ser consolado como consolar, ser comprendido como comprender, ser amado como amar...». Alegrarse con el que se alegra, sufrir con el que sufre.

Él ha tomado posesión de nosotros, nos toma cada día en un misterio de muerte y de vida, en un morir a nosotros mismos y en un vivir para Dios, haciéndonos semejantes a Él. Nuestra libertad de hombres y mujeres nos provoca a ver las cosas en su verdad, una verdad de comunión en su cuerpo. Nada ha cambiado en apariencia, y sin embargo un modo diferente de ver y de querer, de palpar y de soñar, de orar y de cantar, nos entrega a la dulce tarea de vivir en Él y para Él, en el camino de los hombres, en el bullicio de este tercer milenio.

Una cultura de la vida humana y de la familia

La tarea es inmensa. La unidad familiar es el don de Dios-Amor y lo comunica cuando da respuesta a una dimensión vocacional, que incluye el amor y la vida. Somos el pueblo de la vida porque nos guía y sostiene la ley del amor. Aquí nace el compromiso del evangelio de la vida para toda familia cristiana.

Y se traduce, la Iglesia siempre ha sabido traducirlo, en la defensa de la vida sin paliativos, en estructuras de promoción y servicio, en acogida y hospitalidad, unas veces materializadas en organizaciones e instituciones concretas, y las más desde iniciativas privadas, personales, al servicio del bien de la familia y de la comunidad entera. Benedicto XVI lo ha abordado en la segunda parte de su reciente encíclica “Deus caritas est”, cuando habla de “Caritas. El ejercicio del amor por parte de la Iglesia como “comunidad de amor”. Millones de familias cristianas están llamadas al testimonio de la caridad y de la hospitalidad.

Dentro de ese ejercicio de caridad, resalta la pedagogía de la vida, el servicio a la transmisión de la vida. La familia es el verdadero santuario de la vida, el ámbito sagrado, y propio donde esta puede ser preservada desde su concepción, acogida y protegida hasta su madurez22. Frente a la cultura de la muerte, que acepta el aborto como un mal menor asumible para la madre, la cultura de la vida ha de suponer para la familia cristiana especialmente, y para la sociedad toda, una defensa de la vida sin paliativos, en el terreno de los principios y en el de las realidades. Cada familia está llamada a ser « pueblo de la vida y para la vida », a trabajar a favor de la vida para renovar la sociedad.

El ministerio educativo de la familia y de la Iglesia

Este es el empeño de evangelización silencioso y profundo que se nos propone, que la familia testimonie en su unidad familiar el don de Dios Amor y haga de la familia verdadero nido de amor, casa de acogida y hospitalidad y escuela de madurez humana, de virtud y de valores cristianos para los hijos.

Benedicto XVI ha reclamado redes de apoyo ante la urgencia pastoral y educativa que vivimos y el derecho-deber educativo de los padres, para cultivar los valores esenciales de la vida humana23. En otro tiempo enormemente conflictivo para la Iglesia, Pio XII clamaba con voz profética: “Hay que transformar el mundo de salvaje en humano y de humano en divino según el corazón de Dios”.

Hoy el laicado cristiano está llamado a dar una respuesta a la altura del tiempo en que vivimos. El sentido comunitario de nuestras comunidades ha de multiplicar estas redes de apoyo y de misericordia. Cristo nos ha revelado con su acción de “hacerse prójimo”, ante la indigencia del mundo y de la familia, la misericordia del Padre y la respuesta humana que reclama el amor divino. La vida familiar es experiencia de comunión y de participación en el desarrollo de la sociedad.

La parábola del buen samaritano concluye con la respuesta de Cristo: “haz tú lo mismo” (DCE 15 y 31). Es la clave ante el misterio de la iniquidad. El hombre aprende a amar amando, como respuesta a una revelación interior, que clama por un corazón misericordioso25. “El amor de Dios no es ocioso”. Hay un campo específico que reclama especialmente la misericordia y la ternura paterno/materna. Que los padres y madres cristianos retomen la educación de sus hijos, como elemento capital de su responsabilidad paterno-filial. El momento es de emergencia educativa. Este es el sacerdocio de la familia, que se hace verdadero misterio de salvación.

4. La vida del Espíritu y la pertenencia eclesial

La Iglesia desde Pentecostés es guiada por el Espíritu Santo, que es el don de Cristo a su Iglesia. La pequeña Iglesia que es la familia se pone en manos de ese Espíritu, porque es el garante de su unidad, de su perseverancia, de su profunda comunidad de vida y amor. La vida, muerte y resurrección de Cristo, se iluminan ahora con especial claridad, para la familia cristiana, porque el Espíritu de Cristo, como a los apóstoles, nos recuerda desde la singularidad de nuestra existencia lo que Jesús ha dicho y enseñado, la verdadera comprensión de lo sucedido, el maravilloso designio de amor y de vida, que anida en la creación y en la redención del amor humano.

La familia cristiana recibe las palabras de Pedro como invitación apremiante: “Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1 Pedro, 2, 4-9).

Es en el Espíritu de Cristo en el que son perdonados nuestros pecados y borrados por la misericordia del Padre. La familia no puede vivir sin los sacramentos. Juan Pablo II ha dicho que la familia vive de la Eucaristía y que de ello depende el futuro del mundo. Es misión del Espíritu Santo generar los sacramentos en la Iglesia, por eso le invocamos antes de la consagración en la Misa.

El Espíritu Santo unge a la Iglesia en cada lugar, en cada morada eclesial, en cada familia doméstica. Impregnada de Espíritu Santo y sostenidos por María, la pequeña iglesia doméstica se hace misionera, universal, eclesial, se abre a la comunidad de los creyentes y a la sociedad en la que vive. Sin el Espíritu Santo no hay Iglesia, no hay sacramentos, no hay creyentes, no hay vida en el Espíritu, no hay misión, sólo quedaría una tierra esteparia, seca y vacía, tal vez una antigua ley, pero no una ley nueva, que cambia todas las cosas, porque nos da un corazón nuevo en Cristo, donde encontramos el camino al Padre en el Espíritu.

La historia de Occidente hoy la contemplamos como una historia, un rastro de presencia de la vida cristiana, en todo tipo de obras culturales, iniciativas sociales y políticas. Esta aventura misionera es actual para el compromiso de los cristianos. Es más, la esperanza de la Iglesia radica en el fortalecimiento de la vida familiar, como vida para el mundo.
Pequeñas, pero no invisibles, iglesias domésticas, multitud de comuniones domésticas, que tal vez no se han incorporado como trabajadores de la viña, porque nadie les ha llamado todavía. Sin el Espíritu Santo es misión imposible. Volvemos de nuevo a implorar: Ven Espíritu Santo, ven por María. Ella que es madre de misericordia, a semejanza de su Hijo.

(Pérez Soba, 2010)








16 de septiembre de 2013

DECLARACIÓN DE LA SOCIEDAD CIVIL CON OCASIÓN DEL XX ANIVERSARIO DEL AÑO INTERNACIONAL DE LA FAMILIA




Los abajo firmantes, representantes de las organizaciones de la sociedad civil, académicos y políticos, Afirmando el derecho a fundar una familia, tal como lo describe el art. 16 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Reconociendo que, por ser los componentes básicos y esenciales de las sociedades, las familias tienen un papel crucial en el desarrollo social; que sobre ellas recae la responsabilidad primordial de la educación y socialización de los niños, así como de inculcar los valores de ciudadanía y pertenencia a una sociedad; y que proporcionan atención y apoyo material e inmaterial a sus miembros, ya sea a los niños, a las personas mayores o a quienes padecen una enfermedad, protegiéndoles de la adversidad de la mejor forma posible [1],
Recordando que la función de protección social que cumplen las familias es especialmente importante en tiempos de mayor incertidumbre y vulnerabilidad, cuando a las familias les resulta cada vez más difícil cumplir esas múltiples tareas y hacer frente a todas las responsabilidades a que se enfrentan [2],
Destacando que las políticas centradas en el mejoramiento del bienestar de las familias han mostrado su valiosa y eficiente contribución a diversas áreas del desarrollo social, y que el logro mismo de los Objetivos de Desarrollo del Milenio depende de la manera en que se empodere a las familias para que contribuyan a la consecución de esos Objetivos [3], Expresando la voluntad de colaborar estrechamente y de forma coordinada con el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de Naciones Unidas en las cuestiones relacionadas con la familia, incluidos los preparativos para la celebración del XX aniversario del Año Internacional de la Familia [4],

1.       Dan la bienvenida a la convocatoria de Naciones Unidas para celebrar el próximo aniversario, en 2014, del Año Internacional de la Familia, haciendo notar que ofrece la oportunidad de revisar las políticas orientadas hacia la familia como parte de las iniciativas de desarrollo en general [5], apoyando su propósito de responder a las dificultades con las que se enfrentan las familias y a continuar guiando las iniciativas nacionales que benefician a las familias en todo el mundo [6] e integrando la perspectiva de la familia [7] a través de la introducción de un informe o evaluación de impacto familiar como un componente destacado e inexcusable del proceso legislativo;

2.       Urgen a los Estados miembros a mejorar y fortalecer la perspectiva familiar en el proceso legislativo a todos los niveles, teniendo en cuenta el impacto de las políticas sociales y económicas en las familias; a desarrollar, promover y poner en práctica políticas centradas en el mejoramiento de las condiciones de vida de las familias, de forma que puedan ser sostenibles, resulten asequibles y tengan la suficiente calidad; y a empoderar a las familias y reconocer su función para la cohesión social y el desarrollo económico [8];

3.       Invitan a los Estados Miembros a reconocer el derecho de las familias a percibir los recursos y la asistencia social suficientes, así como el de vivir de forma compatible con la dignidad humana, recordando que se trata de un aspecto de vital importancia para las familias monoparentales, numerosas y de inmigrantes; a desarrollar, promover y poner en práctica políticas que acaben con la pobreza infantil a través de la erradicación de la pobreza familiar; a promocionar políticas sociales, económicas y educativas destinadas a prevenir la transmisión intergeneracional de la pobreza; y a promover la aportación de servicios integrados para las familias y de políticas y prácticas fiscales centradas en el mejoramiento del bienestar de las familias, incluyendo los beneficios fiscales en bienes y servicios destinados a los productos y servicios para la primera infancia [9];

4.      Solicitan a los Estados Miembros que reconozcan y difundan el valor de reconciliar familia y trabajo en la economía y la sociedad; que desarrollen, proporcionen y difundan permisos de paternidad y maternidad con la suficiente duración, financiación y flexibilidad; que promueven el desarrollo de las competencias y los sistemas de aprendizaje a lo largo de todo el transcurso de la vida familiar y de los periodos de transición, para facilitar el retorno al mercado de trabajo; y que incrementen el diálogo y la colaboración entre los legisladores y las demás partes interesadas, incluyendo a las familias, las asociaciones familiares, el sector empresarial, los sindicatos y los empresarios, de forma que puedan desarrollarse y consolidarse las políticas centradas en el mejoramiento del bienestar de las familias y prácticas en el lugar de trabajo [10];

5.      Alientan a los Estados Miembros a facilitar la solidaridad intergeneracional, las relaciones de pareja y familiares de calidad, los programas de ayuda a los padres, la educación infantil de alta calidad y otros servicios auxiliares que ayuden a las familias; a promover y desarrollar medidas activas que contribuyan al bienestar psicológico de los menores y jóvenes, según la situación de cada familia; a prevenir la violencia, las adicciones y la delincuencia juveniles; a promover la transición de la educación a la vida laboral, así como la estabilidad económica de los jóvenes, de forma que pueda facilitarse la formación y estabilidad de la familia, especialmente para los que tienen recursos socioeconómicos frágiles; y a promover y desarrollar políticas públicas relativas al apoyo a los mayores de la familia, especialmente en las situaciones de especial necesidad, como sucede en los casos de Alzheimer u otras enfermedades semejantes [11].

______
[1] Cfr. Informe del Secretario General sobre el Seguimiento del décimo aniversario del Año Internacional de la Familia y necesidades futuras, 29 noviembre2010, A/66/62-E/2011/4, n. 3. Cfr. Resolución sobre Preparativos y celebración del vigésimo aniversario del Año Internacional de la Familia, 28 noviembre
2012, A/C.3/67/L.12/Rev.1.
 [2] Ibidem, n. 4.
 [3] Ibidem, n. 10.
 [4] Cfr. Resolución del ECOSOC sobre los Preparativos y celebración del vigésimo aniversario del Año Internacional de la Familia, 30 agosto 2012, E/RES/2012/10.
 [5] Cfr. Informe del Secretario General sobre los Preparativos y celebración del vigésimo aniversario del Año Internacional de la Familia en 2014, 11 noviembre 2011, A/67/61–E/2012/3, n. 57.
 [6] Ibidem, n. 4.
[7] Cfr. Resolución sobre Preparativos y celebración del vigésimo aniversario del Año Internacional de la Familia, 28 noviembre 2012, A/C.3/67/L.12/Rev.1., n. 1.
 [8] Cfr. Encuentro Europeo del Grupo de Expertos sobre “Afrontar la pobreza familiar y la exclusión social; asegurar la conciliación entre trabajo y familia; promover la integración social y la solidaridad intergeneracional en Europa”(Bruselas, 6 –8 junio 2012), Recomendaciones para las partes interesadas.
 [9] Ibidem. [10] Ibidem. [11] Ibidem.


Más información y adhesión online: www.family 2014.org

15 de septiembre de 2013

EL PERDÓN EN LAS RELACIONES FAMILIARES

Creo que vale la pena reflexionar  estos 10 puntos sobre el perdón en la cotidianidad de la vida familiar. 


1.Aceptar que es diferente. La familia se construye sobre la alteridad y la diferencia. Fácilmente el otro reaccionará de modo diverso, verá las cosas de modo diferente. Hay que estar incesantemente a la escu­cha de la temperatura del corazón del otro y pregun­tarle su “modo de usarlo”: “Si te amo mal, si te piso los pies, dímelo para que cambie; si te amo como se debe, dímelo igualmente para que siga así”.
2.    Poner como base de la familia este “contrato”: “No­sotros no nos haremos nunca sufrir voluntariamente”.
3.Considerar los aspectos positivos. Con demasiada frecuencia los pequeños litigios ocultan los aspectos maravillosos de la vida de familia. Es importante dar sólo la importancia que tienen a los pequeños pro­blemas.
4.El amor crece a través de estos pequeños perdo­nes. Cuanto más se acostumbre a perdonar las pe­queñas cosas, más se perdonarán las grandes. Del mismo modo, cuanto antes se haga, será mejor.
5.Hablar, explicarse. Perdonar es más fácil cuando hay comunicación. Es necesario pedir perdón. Sen­cillamente, sinceramente, humildemente. No dudar en dar el primer paso. La palabra hace milagros cuando su tono es justo, sin juicios, porque crea y recrea. Para perdonar y ser perdonado tenemos necesidad de oír estas palabras: “Te pido perdón”, “Te he dado un disgusto”, “Me puse nervioso”, “Me he equivocado”. Estas palabras tocan el corazón y suscitan un diálogo seguramente lleno de humildad y sinceridad, que de otro modo no habría tenido lugar.
6. Reconocer la herida que se ha hecho. El que ha sido herido necesita saber que su herida ha sido tenida en consideración. Hay que manifestar al otro que se es consciente del sufrimiento que ha tenido, de su intensidad… Es muy natural justificarse encontran­do excusas en el propio pasado, sobre todo recordan­do golpes de los otros (los padres) o fuera de la pa­reja (la suegra). Es importante comprometerse en un proceso de verdades para descubrir los propios errores personales y reconocerlos humildemente.
7. Dar tiempo al tiempo. Hay que aceptar que no nos llegue inmediatamente una palabra de perdón. Cuan­do se está dominado por la cólera, se requieren tiem­pos de calma, de reflexión y también de oración para adquirir la capacidad de pedir perdón. Es un proce­so largo y complejo y hay que esperar que el tiempo haga su obra. Algunos olvidan en seguida la ofensa, sobre todo cuando se trata de ofensas leves. Otros tienden a miniarlas. Aunque se dicen “se acabó”, sus ojos y su ceño siguen demostrando que el he­cho no se ha digerido todavía.
8.Aprender a negociar. Significa buscar una solu­ción media, que tenga en cuenta los dos puntos de vista. Esto supone que cada uno, en un primer mo­mento, trate lealmente, con empatía, de ponerse en el lugar del otro, de entrar en su modo de ver.
9.      Reconciliarse. Aunque la reconciliación no es in­dispensable para el perdón, el perdón es comple­to cuando florece con el restablecimiento de las relaciones. El perdón no es todavía la reconciliación, pero es su camino. El perdón es un catalizador que crea el clima necesario para un nuevo comien­zo. Perdonar es volver a dar confianza. Es volver a estar “como antes”. Significa reparar y cambiar. La marca de la sinceridad al pedir perdón es el es­fuerzo que nos compromete a hacer lo posible para no caer en los mismos errores.

10.       Un perdón total es una cosa divina, que apren­demos sólo de Dios. El cristiano no dice: “Yo creo en el pecado”, sino “en la remisión de los peca­dos”. Y cuando el sacerdote dice: “Yo te absuelvo”, dice mucho más que “se te perdona”. Absolver sig­nifica volver a dar la libertad al que estaba atado, significa romperle sus cadenas. Cuando el perdón nos parece imposible, miremos a Cristo en la cruz. En el mismo momento en el que, suspendido de los clavos, muere de asfixia con un sufrimiento in­decible, tiene el valor de olvidarse de sí mismo para inclinarse sobre sus verdugos y perdonarlos. La del perdón es la gracia más grande. La oración familiar de la noche es una ocasión maravillosa para inter­cambiarse el perdón. Amar es ser capaz de rezar juntos»-el Padrenuestro. Ningún víncu­lo conyugal resiste sin perdón.


 Bruno Ferrero