Texto completo de la Homilía del Santo Padre
«Volved a mí de todo corazón…volved
a mí» (Jl 2,12), es el clamor con el que el profeta Joel se dirige al pueblo en
nombre del Señor; nadie podía sentirse excluido: llamad a los ancianos,
reunid a los pequeños y a los niños de pecho y al recién casado (cf. v.
6). Todo el Pueblo fiel es convocado para ponerse en marcha y adorar a su Dios
que es «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (v.13).
También nosotros queremos
hacernos eco de este llamado; queremos volver al corazón misericordioso del
Padre. En este tiempo de gracia que hoy comenzamos, fijamos una vez más nuestra
mirada en su misericordia. La cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria
de la misericordia sobre todo, aquello que busca aplastarnos o rebajarnos a
cualquier cosa que no sea digna de un hijo de Dios. La cuaresma es el camino de
la esclavitud a la libertad, del sufrimiento a la alegría, de la muerte a la
vida. El gesto de las cenizas, con el que nos ponemos en marcha, nos recuerda
nuestra condición original: hemos sido tomados de la tierra, somos de barro.
Sí, pero barro en las manos amorosas de Dios que sopló su espíritu de vida
sobre cada uno de nosotros y lo quiere seguir haciendo; quiere seguir dándonos
ese aliento de vida que nos salva de otro tipo de aliento: la asfixia sofocante
provocada por nuestros egoísmos; asfixia sofocante generada por mezquinas
ambiciones y silenciosas indiferencias, asfixia que ahoga el espíritu, reduce
el horizonte y anestesia el palpitar del corazón. El aliento de la vida de Dios
nos salva de esta asfixia que apaga nuestra fe, enfría nuestra caridad y
cancela nuestra esperanza. Vivir la cuaresma es anhelar ese aliento de vida que
nuestro Padre no deja de ofrecernos en el fango de nuestra historia.
El aliento de la vida de
Dios nos libera de esa asfixia de la que muchas veces no somos conscientes y
que, incluso, nos hemos acostumbrado a «normalizar», aunque sus signos se hacen
sentir; y nos parece «normal» porque nos hemos acostumbrado a respirar un aire
cargado de falta de esperanza, aire de tristeza y de resignación, aire
sofocante de pánico y aversión.
Cuaresma es el tiempo para
decir «no». No, a la asfixia del espíritu por la polución que provoca la
indiferencia, la negligencia de pensar que la vida del otro no me pertenece por
lo que intento banalizar la vida especialmente la de aquellos que cargan en su
carne el peso de tanta superficialidad. La cuaresma quiere decir «no» a la
polución intoxicante de las palabras vacías y sin sentido, de la crítica burda
y rápida, de los análisis simplistas que no logran abrazar la complejidad de
los problemas humanos, especialmente los problemas de quienes más sufren. La
cuaresma es el tiempo de decir «no»; no, a la asfixia de una oración que nos
tranquilice la conciencia, de una limosna que nos deje satisfechos, de un ayuno
que nos haga sentir que hemos cumplido. Cuaresma es el tiempo de decir no a la
asfixia que nace de intimismos excluyentes que quieren llegar a Dios
saltándose las llagas de Cristo presentes en las llagas de sus hermanos:
esas espiritualidades que reducen la fe a culturas de gueto y exclusión.
Cuaresma es tiempo de
memoria, es el tiempo de pensar y preguntarnos: ¿Qué sería de nosotros si Dios
nos hubiese cerrado las puertas? ¿Qué sería de nosotros sin su misericordia que
no se ha cansado de perdonarnos y nos dio siempre una oportunidad para volver a
empezar? Cuaresma es el tiempo de preguntarnos: ¿Dónde estaríamos sin la ayuda
de tantos rostros silenciosos que de mil maneras nos tendieron la mano y con
acciones muy concretas nos devolvieron la esperanza y nos ayudaron a volver a
empezar?
Cuaresma es el tiempo para
volver a respirar, es el tiempo para abrir el corazón al aliento del único
capaz de transformar nuestro barro en humanidad. No es el tiempo de rasgar las
vestiduras ante el mal que nos rodea sino de abrir espacio en nuestra vida para
todo el bien que podemos generar, despojándonos de aquello que nos aísla,
encierra y paraliza. Cuaresma es el tiempo de la compasión para decir con el salmista:
«Devuélvenos Señor la alegría de la salvación, afiánzanos con espíritu generoso
para que con nuestra vida proclamemos tu alabanza»; y nuestro barro —por la
fuerza de tu aliento de vida— se convierta en «barro enamorado».
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