Texto completo
de las palabras del Papa Francisco antes del Regina Coeli
El Evangelio de hoy (cfr Jn 14,15-21), prosiguiendo
con el del domingo pasado, nos vuelve a llevar a aquel momento conmovedor y
dramático que es la última cena de Jesús con sus discípulos. El evangelista
Juan recoge de la boca y del corazón del Señor sus últimas enseñanzas, antes de
la pasión y de la muerte. Jesús promete a sus amigos, en aquel momento triste,
oscuro, que, después de Él, recibirán «otro Paráclito» (v. 16). Esta palabra
significa otro «Abogado», otro Defensor, otro Consolador, «el Espíritu de la
Verdad» (v. 17). Y añade: «No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes» (v. 18).
Estas palabras transmiten la alegría de una nueva venida de Cristo: él
resucitado y glorificado, está en el Padre y, al mismo tiempo, viene a nosotros
en el Espíritu Santo. Y en esta nueva venida suya se revela nuestra unión con
Él y con el Padre: «comprenderán que yo estoy en mi Padre y que ustedes están
en mí y yo en ustedes» ( v 20).
Meditando estas palabras de Jesús, nosotros
percibimos hoy con sentido de fe que somos el pueblo de Dios en comunión con el
Padre y con Jesús, mediante el Espíritu Santo. En este misterio de comunión, la
Iglesia encuentra la fuente inagotable de su propia misión, que se realiza
mediante el amor. Jesús dice en el Evangelio de hoy: «El que recibe mis
mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por
mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él». (v. 21). Es el amor el que nos
introduce en el conocimiento de Jesús, gracias a la acción de este «Abogado»
que Jesús ha enviado, es decir el Espíritu Santo. El amor a Dios y al prójimo
es el mandamiento más grande en el Evangelio. Hoy, el Señor nos llama a corresponder generosamente a la
llamada evangélica del amor, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida y
dedicándonos al servicio de los hermanos, en especial de los más necesitados de
apoyo y consolación.
Si hay una actitud que nunca es fácil, nunca es
descontada aun para una comunidad cristiana, es precisamente la de saberse
amar, quererse mucho siguiendo el ejemplo del Señor y con su gracia. A veces
los contrastes, el orgullo, las envidias, las divisiones dejan marcas también
en el rostro bello de la Iglesia. Una comunidad de cristianos debería vivir en
la caridad de Cristo, y sin embargo, es allí precisamente donde el maligno «se
interpone» y nosotros a veces nos dejamos engañar. Y los que pagan son las
personas espiritualmente más débiles. Cuántas de ellas – y ustedes conocen a
algunas – cuántas de ellas se han alejado porque no se han sentido acogidas, no
se han sentido comprendidas, no se han sentido amadas. Cuántas personas se han
alejado, por ejemplo, de alguna parroquia o comunidad por el ambiente de
habladurías, de celos, de envidias que han encontrado. También para un
cristiano el saber amar no es un dato adquirido una vez para siempre; hay que
volver a empezar cada día, hay que ejercitarse para que nuestro amor hacia los
hermanos y las hermanas que encontramos se vuelva cada vez más maduro y
purificado de aquellos límites o pecados que lo hacen parcial, egoísta, estéril
e infiel. Cada día se debe aprender el arte de amar. Escuchen esto: cada día se
debe aprender el arte de amar, cada día se debe seguir con paciencia la escuela
de Cristo, cada día se debe perdonar y contemplar a Jesús, y ello con la ayuda
de este «Abogado», de este Consolador que Jesús nos ha enviado que es el
Espíritu Santo.
Que la Virgen María, perfecta discípula de su Hijo y
Señor, nos ayude a ser cada vez más dóciles al Paráclito, al Espíritu de la
Verdad, para aprender cada día a amarnos como Jesús nos ha amado».
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