Texto completo de la catequesis del Papa
Francisco
«Queridos hermanos y
hermanas ¡buenos días!
En estas semanas, nuestra
reflexión se mueve, por decir así, en la órbita del misterio pascual. Hoy,
encontramos a aquella que, según los Evangelios, fue la primera en ver a Jesús
Resucitado: María Magdalena. Acababa de terminar el descanso del sábado. El día
de la pasión no había habido tiempo para completar los ritos fúnebres; por
ello, en ese amanecer lleno de tristeza, las mujeres van a la tumba de Jesús,
con los ungüentos perfumados. La primera que llega es ella: María de Magdala,
una de las discípulas que habían acompañado a Jesús desde Galilea, poniéndose
al servicio de la Iglesia naciente. En su camino hacia el sepulcro, se refleja
la fidelidad de tantas mujeres, que durante años acuden con devoción a los
cementerios, recordando a alguien que ya no está. Los lazos más auténticos no
se quiebran ni siquiera con la muerte: hay quien sigue amando, aunque la
persona amada se haya ido para siempre.
El Evangelio (cfr Jn 20, 1-2-11-18)
describe a la Magdalena subrayando enseguida que no era una mujer que se
entusiasmaba con facilidad. En efecto, después de la primera visita al
sepulcro, vuelve desilusionada al lugar donde los discípulos se escondían;
refiere que la piedra ha sido movida de la entrada del sepulcro y su primera
hipótesis es la más sencilla que se pueda formular: alguien debe haberse
llevado el cuerpo de Jesús. Así, el primer anuncio que María lleva no es el de
la resurrección, sino el de un robo que algunos desconocidos han perpetrado,
mientras toda Jerusalén dormía.
Luego, los Evangelios cuentan
otra ida de la Magdalena al sepulcro de Jesús. Era una testaruda ésta, ¿eh?
Fue, volvió… y no, no se convencía…Esta vez su paso es lento, muy pesado. María
sufre doblemente: ante todo por la muerte de Jesús, y luego por la inexplicable
desaparición de su cuerpo.
Es mientras está inclinada cerca
de la tumba, con los ojos llenos de lágrimas, cuando Dios la sorprende de la
manera más inesperada. El evangelista Juan subraya cuán persistente es su
ceguera: no se da cuenta de la presencia de los dos ángeles que la interrogan y
ni siquiera sospecha viendo al hombre a sus espaldas, creyendo que era el
guardián del jardín. Y, sin embargo, descubre el acontecimiento más
sobrecogedor de la historia humana cuando finalmente es llamada por su nombre:
¡«María!» (v. 16)
¡Qué lindo es pensar que la
primera aparición del Resucitado – según los evangelios - fue de una forma tan
personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión,
que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre. Es una ley que
encontramos grabada en muchas páginas del Evangelio. Alrededor de Jesús hay
tantas personas que buscan a Dios; pero la realidad más prodigiosa es que,
mucho antes, es ante todo Dios el que se preocupa por nuestra vida, que quiere
volverla a levantar, y para hacer esto nos llama por nuestro nombre,
reconociendo el rostro personal de cada uno. Cada hombre es una historia de
amor que Dios escribe en esta tierra. Cada uno de nosotros es una historia de
amor de Dios. A cada uno de nosotros, Dios nos llama por nuestro nombre: nos
conoce por nombre, nos mira, nos espera, nos perdona, tiene paciencia con
nosotros. ¿Es verdad o no es verdad? Cada uno de nosotros tiene esta experiencia.
Y Jesús la llama: «¡María!»: la
revolución de su vida, la revolución destinada a transformar la existencia de
todo hombre y de toda mujer, comienza con un nombre que resuena en el jardín
del sepulcro vació. Los Evangelios nos describen la felicidad de María: la
resurrección de Jesús no es una alegría dada con cuentagotas, sino una cascada
que arrolla toda la vida. La existencia cristiana no está entretejida con
felicidades blandas, sino con oleadas que lo arrollan todo. Intenten pensar
también ustedes, en este instante, con el bagaje de desilusiones y derrotas que
cada uno de nosotros lleva en el corazón, que hay un Dios cercano a nosotros,
que nos llama por nuestro nombre y nos dice: «¡Levántate, deja de llorar,
porque he venido a liberarte!». Esto es muy bello.
Jesús no es uno que se adapta al
mundo, tolerando que perduren la muerte, la tristeza, el odio, la destrucción
moral de las personas… Nuestro Dios no es inerte, sino que nuestro Dios – me
permito la palabra – es un soñador: sueña la transformación del mundo y la ha
realizado en el misterio de la Resurrección.
María quisiera abrazar a su
Señor, pero Él ya está orientado hacia el Padre celeste, mientras que ella es
enviada a llevar el anuncio a los hermanos. Y así aquella mujer, que antes de
encontrar a Jesús estaba en manos del maligno (cfr Lc 8,2), ahora se ha vuelto apóstol de la nueva y mayor esperanza.
Que su intercesión nos ayude a vivir también nosotros esa experiencia: en la
hora del llanto, en la hora del abandono, escuchar a Jesús Resucitado que nos
llama por nombre y, con el corazón lleno de alegría, ir a anunciar: «¡He visto
al Señor!». ¡He cambiado vida porque he visto al Señor! Ahora soy diferente a
como era antes, soy otra persona. He cambiado porque he visto al Señor. Ésta es
nuestra fortaleza y ésta es nuestra esperanza. Gracias»
(Traducción del italiano: Cecilia
de Malak – RV)
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