Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy deseo hablarles del Viaje Apostólico que, con la ayuda de
Dios, he realizado en los días pasados en Egipto. He ido a este País después de
una cuádruple invitación: del Presidente de la República, de Su Santidad el
Patriarca Copto ortodoxo, del Gran Imán de Al-Azhar y el Patriarca Copto
católico. Agradezco a cada uno de ellos por la acogida que me han reservado,
verdaderamente calurosa. Y agradezco al entero pueblo egipcio por la
participación y por el afecto con el cual han vivido esta visita del Sucesor de
San Pedro.
El Presidente y las Autoridades civiles han puesto un empeño
extraordinario para que este evento pudiera desarrollarse en los mejores modos;
para que pudiera ser un signo de paz, un signo de paz para Egipto y para toda
aquella región, que lamentablemente sufre por los conflictos y el terrorismo.
De hecho, el lema del Viaje era: “El Papa de la paz en un Egipto de paz”.
Mi visita a la Universidad de Al-Azhar, la más antigua
universidad islámica y máxima institución académica del Islam sunita, ha tenido
un doble horizonte: aquel del diálogo entre cristianos y musulmanes y, al mismo
tiempo, aquel de la promoción de la paz en el mundo. En Al-Azhar se realizó el
encuentro con el Gran Imán, encuentro que después se amplió en la Conferencia
Internacional por la Paz. En este contexto he ofrecido una reflexión que ha
valorizado la historia de Egipto como tierra de civilización y tierra de
alianzas. Para toda la humanidad Egipto es sinónimo de antigua civilización, de
tesoros de arte y de conocimiento; y esto nos recuerda que la paz se construye
mediante la educación, la formación de la sabiduría, de un humanismo que
comprende como parte integrante la dimensión religiosa, la relación con Dios,
como lo ha recordado el Gran Imán en su discurso. La paz se construye también
partiendo de la alianza entre Dios y el hombre, fundamento de la alianza entre
todos los hombres, basado en el Decálogo escrito en las tablas de piedra del
Sinaí, pero más profundamente en el corazón de todo hombre de todo tiempo y
lugar, ley que se resume en los dos mandamientos del amor a Dios y al prójimo.
Este mismo fundamento esta también a la base de la
construcción del orden social y civil, al cual están llamados a colaborar todos
los ciudadanos, de todo origen, cultura y religión. Esta visión de sana
laicidad ha aparecido en el intercambio de discursos con el Presidente de la
República de Egipto, con la presencia de las Autoridades del país y del Cuerpo
Diplomático. El gran patrimonio histórico y religioso de Egipto y su rol en la
región medio oriental le confiere una tarea peculiar en el camino hacia una paz
estable y duradera, que se basa no en el derecho de la fuerza, sino en la
fuerza del derecho.
Los cristianos, en Egipto como en toda nación de la tierra,
están llamados a ser levadura de fraternidad. Y esto es posible si viven en sí
mismos la comunión con Cristo. Un fuerte signo de comunión, gracias a Dios,
hemos podido darlo junto con mí querido hermano el Papa Tawadros II, Patriarca
de los Coptos ortodoxos. Hemos renovado el compromiso, también firmando una
Declaración Conjunta, de caminar juntos y de comprometernos para no repetir el
Bautismo administrado en las respectivas Iglesias. Juntos hemos orado por los
mártires de los recientes atentados que han golpeado trágicamente aquella
venerable Iglesia; y su sangre ha fecundado este encuentro ecuménico, en el
cual ha participado también el Patriarca de Constantinopla Bartolomé. El
Patriarca ecuménico, mí querido hermano.
El segundo día del viaje ha sido dedicado a los fieles
católicos. La Santa Misa celebrada en el Estadio puesto a disposición por las
Autoridades egipcias ha sido una fiesta de fe y de fraternidad, en la cual
hemos sentido la presencia viva del Señor Resucitado. Comentando el Evangelio,
he exhortado a la pequeña comunidad católica en Egipto a revivir la experiencia
de los discípulos de Emaús: a encontrar siempre en Cristo, Palabra y Pan de
vida, la alegría de la fe, el ardor de la esperanza y la fuerza de testimoniar
en el amor que “hemos encontrado al Señor”.
Y el último momento lo he vivido junto con los sacerdotes,
los religiosos y las religiosas y los seminaristas, en el Seminario Mayor. Hay
tantos seminaristas… Y esta es una consolación. Ha sido una liturgia de la
Palabra, en la cual se han renovado las promesas de la vida consagrada. En esta
comunidad de hombres y mujeres que han elegido donar la vida a Cristo por el
Reino de Dios, he visto la belleza de la Iglesia en Egipto, y he orado por
todos los cristianos de Oriente Medio, para que, guiados por sus pastores y
acompañados por los consagrados, sean sal y luz en estas tierras, en medio a
estos pueblos. Egipto, para nosotros, ha sido un signo de esperanza, de
refugio, de ayuda. Cuando aquella parte del mundo estaba hambrienta, Jacob, con
sus hijos, se fue allá; luego cuando Jesús fue perseguido, se fue allá. Por
esto, narrarles este viaje, entra en el camino de hablar de la esperanza: para
nosotros Egipto tiene este signo de esperanza sea para la historia, sea para
hoy, para esta fraternidad que acabo de contarles.
Agradezco nuevamente a quienes han hecho posible este Viaje y
a cuantos de diversos modos han dado su aporte, especialmente a tantas personas
que han ofrecido sus oraciones y sus sufrimientos. La Santa Familia de Nazaret,
que emigró a las orillas del Nilo para huir de la violencia de Herodes, bendiga
y proteja siempre al pueblo egipcio y lo guie en la vía de la prosperidad, de
la fraternidad y de la paz. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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