Texto completo de la
catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera detenerme en aquella dimensión de la esperanza
que es la espera vigilante. El tema de la vigilancia es uno de los hilos
conductores del Nuevo Testamento. Jesús predica a sus discípulos: «Estén
preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que
esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue
y llame a la puerta» (Lc 12,35-36). En este tiempo que sigue a la resurrección
de Jesús, en el cual se alternan en continuación momentos serenos y otros
angustiantes, los cristianos no descansan jamás. El Evangelio exige ser como
los siervos que no van jamás a dormir, hasta que su señor no haya regresado.
Este mundo exige nuestra responsabilidad, y nosotros la asumimos toda y con
amor. Jesús quiere que nuestra existencia sea laboriosa, que no bajemos jamás
la guardia, para recibir con gratitud y maravilla cada nuevo día donado por
Dios. Cada mañana es una página blanca que el cristiano comienza a escribir con
las obras de bien. Nosotros hemos ya sido salvados por la redención de Jesús,
pero ahora esperamos la plena manifestación de su señoría: cuando finalmente
Dios será todo en todos (Cfr. 1 Cor 15,28). Nada es más cierto, en la fe de los
cristianos, de esta “cita”, este encuentro con el Señor, cuando Él regrese. Y
cuando este día llegará, nosotros cristianos queremos ser como aquellos siervos
que han pasado la noche ceñidos y con las lámparas encendidas: es necesario
estar listos para la salvación que llega, listos para el encuentro. Ustedes,
¿han pensado cómo será este encuentro con Jesús, cuando Él regrese? ¡Será un
abrazo, una alegría enorme, un gran gozo! Este encuentro: nosotros debemos
vivir en espera de este encuentro.
El cristiano no está hecho para el aburrimiento; en todo
caso para la paciencia. Sabe que incluso en la monotonía de ciertos días
siempre iguales está escondido un misterio de gracia. Existen personas que con
la perseverancia de su amor se convierten en pozos que irrigan el desierto.
Nada sucede en vano, y ninguna situación en la cual un cristiano se encuentra
inmerso es completamente refractaria al amor. Ninguna noche es tan larga de
hacer olvidar la alegría de la aurora. Y cuando más oscura es, más cerca está
la aurora. Si permanecemos unidos a Jesús, el frío de los momentos difíciles no
nos paraliza; y si incluso el mundo entero predicara contra la esperanza, si
dijera que el futuro traerá sólo nubes oscuras, el cristiano sabe que en ese
mismo futuro existe el regreso de Cristo. ¿Cuándo sucederá esto? Nadie sabe el
tiempo, no lo sabe, pero el pensamiento que al final de nuestra historia está
Jesús Misericordioso, basta para tener confianza y no maldecir la vida. Todo
será salvado. Todo. Sufriremos, habrán momentos que suscitan rabia e
indignación, pero la dulce y poderosa memoria de Cristo expulsará la tentación
de pensar que esta vida es equivocada.
Después de haber conocido a Jesús, nosotros no podemos
hacer otra cosa que observar la historia con confianza y esperanza. Jesús es
como una casa, y nosotros estamos adentro, y por las ventanas de esta casa
nosotros vemos el mundo. Por esto, no nos encerremos en nosotros mismos, no nos
arrepintamos con melancolía un pasado que se presume dorado, sino miremos
siempre adelante, a un futuro que no es sólo obra de nuestras manos, sino que
sobre todo es una preocupación constante de la providencia de Dios. Todo lo que
es opaco un día se convertirá en luz.
Y pensemos que Dios no se contradice a sí mismo. Jamás.
Dios no defrauda jamás. Su voluntad en relación a nosotros no es nublada, sino
es un proyecto de salvación bien delineado: «porque Él quiere que todos se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Por lo cual no nos
abandonemos al fluir de los eventos con pesimismo, como si la historia fuese un
tren del cual se ha perdido el control. La resignación no es una virtud
cristiana. Como no es de los cristianos levantar los hombros o inclinar la cabeza
adelante hacia un destino que nos parece ineludible.
Quien trae esperanza al mundo no es jamás una persona
remisiva. Jesús nos pide esperarlo sin estar con las manos cruzadas: «¡Felices
los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada!» (Lc 12,37).
No existe un constructor de paz que al final de la cuenta no haya comprometido
su paz personal, asumiendo problemas de los demás. Este no es un constructor de
paz: este es un ocioso, este es un acomodado. No es constructor de paz quien,
al final de la cuenta, no haya comprometido su paz personal asumiendo los
problemas de los demás. Porque el cristiano arriesga, tiene valentía para
arriesgar para llevar el bien, el bien que Jesús nos ha donado, nos ha dado
como un tesoro.
Cada día de nuestra vida, repitamos esta invocación que los
primeros discípulos, en su lengua aramea, expresaban con las palabras
Marana-tha, y que lo encontramos en el último versículo de la Biblia: «¡Ven,
Señor Jesús!» (Ap 22,20). Es el estribillo de toda existencia cristiana: en
nuestro mundo no tenemos necesidad de otra cosa sino de una caricia de Cristo.
Que gracia sí, en la oración, en los días difíciles de esta vida, sentimos su
voz que responde y nos consuela: «¡Volveré pronto!» (Ap 22,7). Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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