Texto completo del discurso del Santo Padre
Eminencias, Excelencias,
Distinguidas autoridades,
Señoras y señores:
Me complace estar presente en la conclusión del Diálogo
(Re)Thinking Europe. Una contribución cristiana al futuro del proyecto europeo
promovido por la Comisión de las Conferencias Episcopales de la Comunidad
Europea (COMECE). Saludo de forma particular al Presidente, el Cardenal
Reinhard Marx, como también al honorable Antonio Tajani, Presidente del
Parlamento Europeo, y les agradezco por las deferentes palabras que me han
dirigido. Quisiera expresar a cada uno de ustedes mi más profundo
agradecimiento por haber intervenido en este importante espacio de debate.
El Diálogo de estos días ha sido una oportunidad para
reflexionar ampliamente sobre el futuro de Europa desde múltiples ángulos,
gracias a la presencia entre vosotros de diversas personalidades eclesiales,
políticas, académicas o sencillamente representantes de la sociedad civil. Los
jóvenes han podido expresar sus expectativas y esperanzas, confrontándose con
los más ancianos, quienes, a su vez, han tenido la ocasión de ofrecer su propio
bagaje cargado de reflexiones y experiencias. Es significativo que este
encuentro buscase ser sobre todo un diálogo en un espíritu de confrontación
libre y abierta, a través de la cual enriquecerse mutuamente e iluminar el
camino del futuro de Europa, más allá de la senda que todos juntos estamos
llamados a recorrer para superar las crisis que padecemos y para afrontar los
desafíos que nos esperan.
Hablar de una contribución cristiana para el futuro del
continente significa ante todo preguntarse sobre nuestro deber como cristianos
hoy, en estas tierras fecundamente plasmadas por la fe a lo largo de los
siglos. ¿Cuál es nuestra responsabilidad en un tiempo en el que el rostro de
Europa está cada vez más marcado por una pluralidad de culturas y de
religiones, mientras que para muchos el cristianismo se percibe como un
elemento del pasado, lejano y ajeno?
Persona y comunidad
En el ocaso de la antigua civilización, cuando las glorias de
Roma se convertían en esas ruinas que todavía hoy podemos admirar en la ciudad;
mientras nuevos pueblos presionaban a lo largo de las fronteras del antiguo
Imperio, un joven se hizo eco de la voz del Salmista: «¿Quién es el hombre que
quiere la vida y desea ver días felices?».[1] Al proponer esta cuestión en el
Prólogo de la Regla, san Benito orientó la atención de sus contemporáneos y la
nuestra sobre una concepción del hombre radicalmente diversa de la que había
distinguido la época clásica Greco-romana y aún más de la violenta que había
caracterizado las invasiones bárbaras. El hombre ya no es simplemente un civis,
un ciudadano dotado de privilegios para consumarse en el ocio; ya no es un
miles, combativo servidor del poder de turno; sobre todo ya no es un servus,
mercancía de cambio privada de libertad, destinada únicamente al trabajo y al
desgaste.
San Benito no se preocupa de la condición social, ni de la
riqueza, ni del poder. Él mira la naturaleza común de cada ser humano, que,
cualquiera que sea su condición, anhela profundamente la vida y desea días
felices. Para san Benito no hay roles, hay personas. Este es uno de los valores
fundamentales que ha traído el cristianismo: el sentido de la persona, creada a
imagen de Dios. A partir de ese principio se construyeron los monasterios, que
con el tiempo se convertirían en cuna del renacimiento humano, cultural,
religioso y, también, económico del continente.
La primera, y tal vez la mayor, contribución que los
cristianos pueden aportar a la Europa de hoy es recordar que no se trata de una
colección de números o de instituciones, sino que está hecha de personas.
Lamentablemente, a menudo se nota cómo cualquier debate se reduce fácilmente a
una discusión de cifras. No hay ciudadanos, hay votos. No hay emigrantes, hay
cuotas. No hay trabajadores, hay indicadores económicos. No hay pobres, hay
umbrales de pobreza. Lo concreto de la persona humana se ha reducido así a un
principio abstracto, más cómodo y tranquilizador. Se entiende la razón: las
personas tienen rostros, nos obligan a asumir una responsabilidad real y
«personal»; las cifras tienen que ver con razonamientos, también útiles e
importantes, pero permanecerán siempre sin alma. Nos ofrecen excusas para no
comprometernos, porque nunca nos llegan a tocar en la propia carne.
Reconocer que el otro es ante todo una persona significa
valorar lo que me une a él. El ser personas nos une a los demás, nos hace ser
comunidad. Por lo tanto, la segunda contribución que los cristianos pueden
aportar al futuro de Europa es el descubrimiento del sentido de pertenencia a
una comunidad. No es una casualidad que los padres fundadores del proyecto europeo
eligieran precisamente esa palabra para identificar el nuevo sujeto político
que estaba constituyéndose. La comunidad es el antídoto más grande contra los
individualismos que caracterizan nuestro tiempo, contra esa tendencia
generalizada hoy en Occidente a concebirse y a vivir en soledad. Se tergiversa
el concepto de libertad, interpretándolo como si fuera el deber de estar solos,
libres de cualquier vínculo y en consecuencia se ha construido una sociedad
desarraigada, privada de sentido de pertenencia y de herencia.
Los cristianos reconocen que su identidad es ante todo
relacional. Están integrados como miembros de un cuerpo, la Iglesia (cf. 1 Co
12,12), en el que cada uno con su propia identidad y peculiaridades participa
libremente en la edificación común. De forma análoga, esta relación se da
también en el ámbito de las relaciones interpersonales y de la sociedad civil.
Frente al otro, cada uno descubre sus méritos y defectos; sus puntos fuertes y
sus debilidades; en otras palabras, descubre su rostro, comprende su identidad.
La familia, como primera comunidad, sigue siendo el lugar
fundamental para ese descubrimiento. En ella, la diversidad se exalta y al
mismo tiempo se recompone en la unidad. La familia es la unión armónica de las
diferencias entre el hombre y la mujer, que cuanto más generativa y capaz sea
de abrirse a la vida y a los demás, tanto más será verdadera y profunda. Del
mismo modo, una comunidad civil está viva si sabe estar abierta, si sabe acoger
la diversidad y las cualidades de cada uno y, al mismo tiempo, sabe generar
nuevas vidas, así como también desarrollo, trabajo, innovación y cultura.
Persona y comunidad son, por tanto, los pilares de la Europa
que como cristianos queremos y podemos ayudar a construir. Los ladrillos de ese
edificio se llaman: diálogo, inclusión, solidaridad, desarrollo y paz.
Un lugar de diálogo
Hoy toda Europa, desde el Atlántico hasta los Urales, desde
el Polo Norte hasta el Mar Mediterráneo, no se puede permitir perder la
oportunidad de ser ante todo un lugar de diálogo, sincero y constructivo al
mismo tiempo, en el que todos los protagonistas tienen la misma dignidad.
Estamos llamados a construir una Europa en la que podamos encontrarnos y
confrontarnos a todos los niveles, así como lo era en un cierto sentido la
antigua ágora. Ella era, de hecho, la plaza de la polis. No solo un espacio de
intercambio económico, sino también el corazón neurálgico de la política, sede
en la que se elaboraban las leyes para el bienestar de todos; lugar hacia el
que se asomaba el templo, de tal modo que a la dimensión horizontal de la vida
cotidiana no le faltara nunca el aliento trascendente que mira más allá de lo
efímero, de lo pasajero y provisorio.
Todo eso nos empuja a considerar el papel positivo y constructivo que en general tiene la religión en la construcción de la sociedad. Pienso, por ejemplo, en la importancia del diálogo interreligioso para favorecer el conocimiento recíproco entre cristianos y musulmanes en Europa. Desafortunadamente, cierto prejuicio laicista, todavía en auge, no es capaz de percibir el valor positivo que tiene para la sociedad el papel público y objetivo de la religión, prefiriendo relegarla a una esfera meramente privada y sentimental. Se instaura así también el predominio de un cierto pensamiento único,[2] muy extendido en la comunidad internacional, que ve en las afirmaciones de una identidad religiosa un peligro para la propia hegemonía, acabando así por favorecer una falsa contraposición entre el derecho a la libertad religiosa y otros derechos fundamentales.
Favorecer el diálogo —cualquier diálogo— es una
responsabilidad fundamental de la política y, lamentablemente, se nota
demasiado a menudo cómo esta se transforma más bien en un lugar de choque entre
fuerzas opuestas. Los gritos de las reivindicaciones sustituyen a la voz del
diálogo. Desde varios lugares se tiene la sensación de que el bien común ya no
es el objetivo primario a perseguir y ese desinterés lo perciben muchos
ciudadanos. Encuentran así terreno fértil en muchos países las formaciones
extremistas y populistas que hacen de la protesta el corazón de su mensaje
político, sin ofrecer un proyecto político como alternativa constructiva. El
diálogo viene sustituido por una contraposición estéril, que puede también
poner en peligro la convivencia civil, o por una hegemonía del poder político
que enjaula e impide una verdadera vida democrática. En un caso se destruyen
puentes y en el otro se construyen muros.
Los cristianos están llamados a favorecer el diálogo
político, especialmente allí donde está amenazado y prevalece el
enfrentamiento. Los cristianos están llamados a dar nueva dignidad a la
política, entendida como máximo servicio al bien común y no como una ocupación
de poder. Esto requiere también una adecuada formación, ya que la política no
es «el arte de la improvisación», sino una alta expresión de abnegación y
entrega personal en ventaja de la comunidad. Ser líder exige estudio,
preparación y experiencia.
Un ámbito inclusivo
La responsabilidad de los líderes es la de favorecer una
Europa que sea una comunidad inclusiva, libre de un equívoco de fondo:
inclusión no es sinónimo de aplastamiento indiferenciado. Al contrario, se es
auténticamente inclusivos cuando se saben valorar las diferencias, asumiéndolas
como patrimonio común y enriquecedor. En esta perspectiva, los emigrantes son
un recurso más que un peso. Los cristianos están llamados a meditar seriamente
sobre la afirmación de Jesús: «Fui forastero y me hospedasteis» (Mt 25,35).
Ante el drama de los refugiados y de los desplazados, no se puede olvidar, de
ningún modo, el hecho de estar ante personas que no pueden ser elegidas o
descartadas por el propio gusto, según lógicas políticas, económicas o incluso
religiosas.
Sin embargo, esto no contrasta con el deber de toda autoridad
de gobierno de gestionar la cuestión migratoria «con la virtud propia del
gobernante, es decir, la prudencia»,[3] que debe tener en cuenta tanto la
necesidad de tener un corazón abierto, como la posibilidad de integrar
plenamente a nivel social, económico y político a los que llegan al país. No se
puede pensar que el fenómeno migratorio sea un proceso indiscriminado y sin
reglas, pero no se pueden tampoco levantar muros de indiferencia o de miedo. Por
su parte, los mismos emigrantes no deben olvidar el compromiso importante de
conocer, respetar y también asimilar la cultura y las tradiciones de la nación
que los acoge.
Un espacio de solidaridad
Trabajar por una comunidad inclusiva significa edificar un espacio
de solidaridad. Ser comunidad implica de hecho que nos apoyemos mutuamente y,
por tanto, que no pueden ser solo algunos los que lleven pesos y realicen
sacrificios extraordinarios, mientras que otros permanecen enrocados
defendiendo posiciones privilegiadas. Una Unión Europea que, al afrontar sus
crisis, no redescubriera el sentido de ser una única comunidad que se sostiene
y se ayuda —y no un conjunto de pequeños grupos de interés— perdería no solo
uno de los desafíos más importantes de su historia, sino también una de las
oportunidades más grandes para su futuro.
La solidaridad, que en la perspectiva cristiana encuentra su
razón de ser en el precepto del amor (cf. Mt 22,37-40), no puede ser otra cosa
que la savia vital de una comunidad viva y madura. Junto al otro principio
cardinal de la subsidiariedad, esta se refiere no solo a las relaciones entre
los Estados y las regiones de Europa. Ser una comunidad solidaria significa
cuidar de los más débiles de la sociedad, de los pobres, de los que son descartados
por los sistemas económicos y sociales, a partir de los ancianos y los
desempleados. Pero la solidaridad exige también que se recupere la colaboración
y el apoyo recíproco entre las generaciones.
A partir de los años sesenta del siglo pasado está teniendo
lugar un conflicto generacional sin precedentes. Al entregar a las nuevas
generaciones los ideales que han hecho grande a Europa, se puede decir
hiperbólicamente que se ha preferido la traición a la tradición. Al rechazo de
lo que llegaba de los padres, le ha seguido el tiempo de una dramática
esterilidad. No solo porque en Europa se tienen pocos hijos, y demasiados son
los que han sido privados del derecho a nacer, sino también porque nos hemos
encontrado incapaces de entregar a los jóvenes los instrumentos materiales y
culturales para afrontar el futuro. Europa vive una especia de déficit de
memoria. Volver a ser comunidad solidaria significa redescubrir el valor del
propio pasado, para enriquecer el propio presente y entregar a la posteridad un
futuro de esperanza.
Muchos jóvenes se encuentran, sin embargo, perdidos ante la
ausencia de raíces y de perspectivas, «llevados a la deriva por todo viento de
doctrina» (Ef 4,14); a veces también «prisioneros» de adultos posesivos, a los
que les cuesta sostener la tarea que les corresponde. Es importante la tarea de
educar, no solo ofreciendo un conjunto de conocimientos técnicos y científicos,
sino sobre todo trabajando «para promover la perfección íntegra de la persona
humana, también para el bien de la sociedad terrestre y para la construcción de
un mundo que debe configurarse más humanamente».[4] Esto exige la implicación
de toda la sociedad. La educación es una tarea común, que requiere la activa
participación al mismo tiempo de los padres, de la escuela y de las
universidades, de las instituciones religiosas y de la sociedad civil. Sin
educación, no se genera cultura y se vuelve árido el tejido vital de las
comunidades.
Una fuente de desarrollo
La Europa que se redescubre comunidad será seguramente una fuente
de desarrollo para sí y para todo el mundo. El desarrollo hay que entenderlo en
la acepción que el beato Pablo VI dio a tal palabra. «Para ser auténtico, debe
ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre. Con
gran exactitud ha subrayado un eminente experto: “Nosotros no aceptamos la
separación de la economía de lo humano, el desarrollo de las civilizaciones en
que está inscrito. Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada
agrupación de hombres, hasta la humanidad entera”».[5]
Ciertamente al desarrollo del hombre contribuye el trabajo,
que es un factor esencial para la dignidad y la maduración de la persona. Se
necesita que haya trabajo y se necesitan también condiciones adecuadas de
trabajo. En el siglo pasado no han faltado ejemplos elocuentes de empresarios
cristianos que han comprendido cómo el éxito de sus iniciativas dependía sobre
todo de la posibilidad de ofrecer oportunidades de empleo y condiciones dignas
de trabajo. Es necesario volver a empezar desde el espíritu de esas
iniciativas, que son también el mejor antídoto a los desequilibrios provocados
por una globalización sin alma, que —más atenta al beneficio que a las
personas— ha creado gran cantidad de pobreza, desempleo, explotación y malestar
social.
Sería oportuno también redescubrir la necesidad de una
concreción del trabajo, sobre todo para los jóvenes. Hoy muchos tienden a
rehuir de trabajos en sectores que antes eran cruciales, porque son
considerados fatigosos y poco remunerados, olvidando cuánto son indispensables
para el desarrollo humano. ¿Qué sería de nosotros sin el compromiso de las
personas que con el trabajo contribuyen a nuestra alimentación cotidiana? ¿Qué
sería de nosotros sin el trabajo paciente e ingenioso de quien teje los vestidos
que llevamos o construye las casas en las que vivimos? Muchas profesiones
consideradas hoy de segundo grado son fundamentales. Lo son desde el punto de
vista social, pero sobre todo lo son por la satisfacción que los trabajadores
reciben del poder ser útiles para sí y para los otros a través de su compromiso
diario.
También corresponde a los gobiernos crear las condiciones
económicas que favorezcan un sano empresariado y niveles adecuados de empleo. A
la política le compete especialmente reactivar un círculo virtuoso que, a
partir de inversiones a favor de la familia y de la educación, consienta el
desarrollo armonioso y pacífico de toda la comunidad civil.
Una promesa de paz
Finalmente, el compromiso de los cristianos en Europa debe
constituir una promesa de paz. Fue este el pensamiento principal que animó a
los firmantes de los Tratados de Roma. Después de dos guerras mundiales y
violencias atroces de pueblos contra pueblos, había llegado el momento de
afirmar el derecho a la paz.[6] Pero todavía hoy vemos cómo la paz es un bien
frágil y las lógicas particulares y nacionales corren el riesgo de frustrar los
sueños valientes de los fundadores de Europa.[7]
Sin embargo, ser trabajadores de paz (cf. Mt 5,9) no
significa solamente trabajar para evitar las tensiones internas, trabajar para
poner fin a numerosos conflictos que desangran al mundo o llevar alivio a quien
sufre. Ser trabajadores de paz significa hacerse promotores de una cultura de
la paz. Esto exige amor a la verdad, sin la que no pueden existir relaciones
humanas auténticas y búsqueda de la justicia, sin la que el abuso es la norma
imperante de cualquier comunidad.
La paz exige también creatividad. La Unión Europea mantendrá
fidelidad a su compromiso de paz en la medida en que no pierda la esperanza y
sepa renovarse para responder a las necesidades y a las expectativas de los
propios ciudadanos. Hace cien años, precisamente en estos días, empezaba la
batalla de Caporetto, una de las más dramáticas de la Gran Guerra. Fue el ápice
de una guerra de deterioro, como fue el primer conflicto mundial, que tuvo su
triste primado de causar innumerables víctimas frente a conquistas irrisorias.
De ese evento aprendemos que quien se atrinchera detrás de las propias
posiciones, termina por sucumbir. No es este, por tanto, el tiempo de construir
trincheras, sino el de tener la valentía de trabajar para perseguir plenamente
el sueño de los Padres fundadores de una Europa unida y concorde, comunidad de
pueblos que desean compartir un destino de desarrollo y de paz.
Ser alma de Europa
Eminencias, Excelencias,
Ilustres huéspedes:
El autor de la Carta a Diogneto afirma que « los cristianos
son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo».[8] En este tiempo, los
cristianos están llamados a dar nuevamente alma a Europa, a despertar la
conciencia, no para ocupar los espacios, sino para animar procesos que generen
nuevos dinamismos en la sociedad.[9] Es precisamente cuanto hizo san Benito,
proclamado no por casualidad patrón de Europa por Pablo VI; él no se detuvo en
ocupar los espacios de un mundo perdido y confuso. Sostenido por la fe, miró
más allá y desde una pequeña cueva de Subiaco dio vida a un movimiento
contagioso e imparable que rediseñó el rostro de Europa. Él, que fue «mensajero
de paz, realizador de unión, maestro de civilización»,[10] nos muestre también
a nosotros cristianos de hoy cómo de la fe brota siempre una esperanza alegre,
capaz de cambiar el mundo.
Gracias.
[1] San Benito, Regla, Prólogo, 14. Cf. Sal 33,13.
[2] La dictadura del pensamiento único. Meditación matutina
en la Capilla de la Domus Sanctae Marthae, 10 abril 2014.
[3] Conferencia de prensa durante el vuelo de regreso de
Colombia, 10 septiembre 2017.
[4] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decl. Gravissimum
educationis, 28 octubre 1965, 3.
[5] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 26 marzo 1967,
14.
[6] Cf. Discurso a los estudiantes y al mundo académico,
Bolonia 1 octubre 2017, n. 3.
[7] Cf. ibíd.
[8] Carta a Diogneto, VI.
[9] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 223.
[10] Pablo VI, Carta ap. Pacis Nuntius, 24 octubre 1964.
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