Texto completo de la catequesis del Papa
Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera poner en contraste la esperanza cristiana con
la realidad de la muerte, una realidad que nuestra civilización moderna tiende
siempre más a cancelar. Tanto así que, cuando la muerte llega, para quien nos
está cerca o para nosotros mismos, no nos encontramos preparados, privados
incluso de un “alfabeto” adecuado para esbozar palabras de sentido en relación
a su misterio, que de todos modos permanece. Y sin embargo los primeros signos
de civilización humana han transitado justamente a través de este enigma.
Podríamos decir que el hombre ha nacido con el culto a los muertos.
Otras civilizaciones, antes de la nuestra, han tenido la
valentía de mirarla en la cara. Era un acontecimiento narrado por los viejos a
las nuevas generaciones, como una realidad ineludible que obligaba al hombre a
vivir para algo de absoluto. Recita el salmo 90: «Enséñanos a calcular nuestros
años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría» (v. 12). Contar los
propios días como el corazón se hace sabio. Palabras que nos conducen a un sano
realismo, expulsando el delirio de omnipotencia. ¿Qué cosa somos nosotros?
Somos «casi nada», dice otro salmo (Cfr. 88,48); nuestros días transcurren
velozmente: si viviéramos incluso cien años, al final nos parecerá que todo
haya sido un soplo. Tantas veces yo he escuchado a los ancianos decir: “La vida
se me ha pasado como un soplo”.
Así la muerte pone al desnudo nuestra vida. Nos hace
descubrir que nuestros actos de orgullo, de ira y de odio eran vanidad: pura
vanidad. Nos damos cuenta con tristeza de no haber amado lo suficiente y de no
haber buscado lo que era esencial. Y, por el contrario, vemos lo que
verdaderamente bueno hemos sembrado: los afectos por los cuales nos hemos
sacrificado, y que ahora nos sujetan la mano.
Jesús ha iluminado el misterio de nuestra muerte. Con su
comportamiento, nos autoriza a sentirnos dolidos cuando una persona querida se
va. Él se conmovió «profundamente» ante la tumba de su amigo Lázaro, y «lloró»
(Jn 11,35). En esta actitud, sentimos a Jesús muy cerca, nuestro hermano. Él
lloró por su amigo Lázaro.
Y entonces Jesús pide al Padre, fuente de la vida, y ordena
a Lázaro salir del sepulcro. Y así sucede. La esperanza cristiana recurre a
esta actitud que Jesús asume contra la muerte humana: si ella está presente en
la creación, pero ella es un signo que desfigura el diseño de amor de Dios, y
el Salvador quiere sanarla.
En otro pasaje los evangelios narran de un padre que tenía
una hija muy enferma, y se dirige con fe a Jesús para que la salve (Cfr. Mc
5,21-24.35-43). Y no existe una figura más conmovedora de aquella de un padre o
de una madre con un hijo enfermo. Y enseguida Jesús se dirige con aquel hombre,
que se llamaba Jairo. A cierto momento llega alguien de la casa de Jairo y le
dice que la niña está muerta, y no hay más necesidad de molestar al Maestro.
Pero Jesús dice a Jairo: «No temas, basta que creas» (Mc 5,36). Jesús sabe que
este hombre está tentado de reaccionar con rabia y desesperación, porque ha
muerto la niña, y le pide custodiar la pequeña llama que está encendida en su
corazón: fe. “¡No temas, sólo ten fe!”. “¡No tengas miedo, continúa solamente
teniendo encendida esa llama!”. Y después, llegados a la casa, despierta a la
niña de la muerte y la restituirá viva a sus seres queridos.
Jesús nos pone sobre esta “cima” de la fe. A Marta que
llora por la desaparición del hermano Lázaro presenta la luz de un dogma: «Yo
soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo
el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». (Jn 11,25-26). Es lo
que Jesús repite a cada uno de nosotros, cada vez que la muerte viene a
arrancar el tejido de la vida y de los afectos. Toda nuestra existencia se
juega aquí, entre el lado de la fe y el precipicio del miedo. “Yo no soy la
muerte, dice Jesús, yo soy la resurrección y la vida, ¿crees tú esto?, ¿crees
tú esto?”. Nosotros, que hoy estamos aquí en la Plaza, ¿creemos en esto?
Somos todos pequeños e indefensos ante el misterio de la
muerte. ¡Pero, que gracia si en ese momento custodiamos en el corazón la llama
de la fe! Jesús nos tomará de la mano, como tomó de la mano a la hija de Jairo,
y repetirá todavía una vez: “Talitá kum”, “¡Niña, levántate!” (Mc 5,41). Lo
dirá a nosotros, a cada uno de nosotros: “¡Levántate, resurge!”. Yo los invito,
ahora, tal vez a cerrar los ojos y a pensar en aquel momento: de nuestra muerte.
Cada uno de nosotros piense a su propia muerte, y se imagine ese momento que
llegará, cuando Jesús nos tomará de la mano y nos dirá: “Ven, ven conmigo,
levántate”. Ahí terminará la esperanza y será la realidad, la realidad de la
vida. Piensen bien: Jesús mismo vendrá a cada uno de nosotros y nos tomará de
la mano, con su ternura, su humildad, su amor. Y cada uno repita en su corazón
la palabra de Jesús: “¡Levántate, ven. Levántate, ven. Levántate, resurge!”.
Esta es nuestra esperanza ante la muerte. Para quién cree,
es una puerta que se abre completamente; para quién duda es un resquicio de luz
que filtra de una puerta que no se ha cerrado del todo. Pero para todos
nosotros será una gracia, cuando esta luz, del encuentro con Jesús, nos
iluminará. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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