«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


4 de octubre de 2013

FAMILIA Y NATALIDAD


En el hundimiento de la natalidad europea concurren, a mi modo de ver, tanto factores socio-económicos como ideológico-culturales. Entre los primeros, los más importantes son, sin duda, la prolongación del período formativo (que ocasiona un aplazamiento del matrimonio y la procreación), la plena incorporación de la mujer al mercado laboral y la creciente “penalización” económica que comporta la paternidad. Mientras que los dos primeros factores parecen difícilmente reversibles, el tercero puede resultar compensable mediante las políticas adecuadas.

         ¿Cúanto cuesta criar a un hijo? Jean-Didier Lecaillon realizó en 1995 un estudio sobre cómo había evolucionado en Francia el coste de la paternidad; su conclusión fue que tiende a crecer en términos relativos: en 1979, una familia con dos hijos debía percibir ingresos un 42% superiores a los de una familia sin hijos para poder disfrutar del mismo nivel de vida que ésta; para 1989, el porcentaje había subido hasta el 57%

         Phillip Longman cita una estimación del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (realizada en 2001): a la familia media norteamericana le costará 211.370 dólares el mantenimiento y educación de su primer hijo, entre los 0 y los 17 años (no se incluye, pues, el precio de la universidad); el coste de cada hijo sucesivo es algo inferior (“economía de escala”: los niños compartirán quizás una misma habitación, “heredarán” ropa, etc.). Ahora bien, este balance sólo incluye partidas como alimentación, alojamiento (los metros adicionales de vivienda necesarios para hacer sitio a un niño), vestido, etc. Longman arguye, razonablemente, que deberían añadirse los “costes de oportunidad”: el lucro cesante y perjuicios profesionales ocasionados por la maternidad. Si la mujer deja totalmente el trabajo para dedicarse a criar a su hijo, estará renunciando a unos ingresos totales de 823.736 $ [unos 596.000 €, o 100 millones de ptas.]; sumados a la partida anterior, completarían un total de más de un millón de dólares. Habría que añadir aún el coste derivado de la reducción de la pensión de jubilación de la madre (que no habrá podido cotizar durante los 17 años de crianza)


         Ciertamente, el “coste de oportunidad” será inferior si la mujer no interrumpe su actividad profesional. Pero no dejará de existir: se ha comprobado que las madres experimentan, como promedio, una “penalización” salarial (por rendimiento inferior, discriminación empresarial [los empleadores prefieren a trabajadoras sin ataduras], etc.) de entre un 5% y un 9%; a ello habría que sumar la inversión en nannies, guarderías, etc.; el total, durante 17 años, se aproxima a los 100.000 $ [72.000 €, 12 millones de ptas.].

         Las ventajas fiscales, subsidios, etc. que puedan recibir las familias con hijos (que varían mucho de unos países a otros: en España, por ejemplo, son insignificantes) no compensan en ningún caso la enorme inversión realizada por los padres (una inversión que, por supuesto, no es sólo económica: también incluye noches sin dormir, pérdida de libertad, etc.). En lo esencial, el Estado sigue tratando la paternidad como una opción personal más, una cuestión de gustos: unos cifran su felicidad en tener hijos, igual que otros la cifran en viajar, pintar o cultivar un huerto (y se supone que el Estado debe permanecer neutral entre todas esas “concepciones de la vida buena”) Por ejemplo, el sistema de pensiones penaliza de hecho a los padres frente a los childless: la mujer sin hijos (que no habrá tenido que sacrificar su carrera profesional) recibirá en la jubilación una pensión mucho más alta que la mujer que dejó de trabajar y cotizar … para engendrar los hijos que pagarán las pensiones de ambas. Un caso flagrante de free riding.
      La línea divisoria más importante en una sociedad post-industrial ya no es la de clase o raza, sino la reproductiva: padres frente a no padres. El Estado del Bienestar clásico (Bismarck-Beveridge) fue diseñado en una época en que lo importante era atenuar la tensión burguesía-proletariado, compensando las desigualdades de clase, mientras que la reproducción se daba simplemente por supuesta (“niños se tendrán siempre [Kinder hat man so wie so]”, contestó Konrad Adenauer en los 50, cuando alguien comentó que una futura caída de la natalidad podría poner en peligro el sistema de pensiones de la República Federal). La política social clásica ha dejado de ser vital en una época en que ya están garantizadas las oportunidades educativas para todos, en que el proletariado se ha aburguesado y la tensión interclasista ha perdido mordiente. En cambio, se ahonda cada vez más la distancia (en renta, en oportunidades, hasta en consideración social) entre los padres y los no padres. Con la importante diferencia de que la pertenencia a una u otra categorías es electiva: uno no escoge en qué clase social nace, pero sí decide si engendra hijos o no.

  Es precisa una completa reorientación de la función redistributiva del Estado del Bienestar hacia el fomento de la natalidad. Unos padres de clase media merecen más ayuda estatal que unos no-padres de clase baja (que, si tienen ingresos bajos –en una sociedad como la europea, donde la educación es gratuita- es presumiblemente porque no quisieron estudiar o no se esforzaron lo suficiente). Las medidas imaginables son muy variadas, y no es éste el lugar para entrar en una consideración detallada. Reflejemos, a título de ejemplo, una de las propuestas de Phillip Longman: reducir en un tercio las contribuciones de Seguridad Social de los padres casados que tengan un hijo, en dos tercios las de los que tengan dos, y eximir totalmente de contribución a los que tengan tres o más. Llegada la edad de la jubilación, estas personas recibirían una pensión equivalente a la que recibirían si hubiesen estado cotizando con la contribución máxima, siempre que el hijo o hijos hayan al menos obtenido el título de educación secundaria. Este sistema tendría varias ventajas: sólo beneficiaría a los padres que trabajan (es decir, no incentivaría la dependencia respecto a las prestaciones estatales como alternativa al trabajo); promocionaría el matrimonio (la sociedad necesita que las parejas tengan un compromiso fuerte; está comprobado que las parejas casadas tienen más hijos y los educan mejor); no primaría a los padres simplemente por engendrar niños, sino que requeriría de ellos que, además, velasen por su formación (hasta conseguir que, al menos, el niño obtenga el graduado escolar). La pérdida de cotizaciones motivada por las exenciones a los padres podría ser compensada de varias formas: por ejemplo, mediante una reducción general del monto de las pensiones (que dejarían de actualizarse con arreglo a la inflación) que afectaría en menor medida a los padres (pues ellos cobrarían la pensión máxima). Debe tenerse presente que el envejecimiento de la población obligará en todo caso a una reducción de las pensiones: el sistema de Longman discrimina entre padres y childless, obligando a estos últimos a soportar un porcentaje mayor de la reducción (en cambio, la otra medida aplicable –la elevación de la edad de jubilación- no distingue entre ambas categorías).

     La propuesta de Longman es interesante: no requiere un difícilmente financiable aumento de las prestaciones del Estado del Bienestar sino, al contrario, una reducción selectiva de cotizaciones y prestaciones, estructurada en forma tal que beneficie lo más posible a los padres. Las políticas natalistas no tienen por qué implicar “más Estado”. Por ejemplo, reformas liberales como la implantación del co-pago sanitario (o mejor aún: co-pago para los adultos y gratuidad para la atención pediátrica) o el cheque escolar podrían tener un efecto pro-natalidad: al reducir el gasto sanitario y educativo (las escuelas privadas rentabilizan más eficazmente los recursos que las públicas: la implantación del cheque escolar permitiría una reducción importante del presupuesto en educación), harían posible una atenuación de la presión fiscal que podría beneficiar –mediante las discriminaciones y desgravaciones adecuadas- sobre todo a los padres. Lo mismo cabe decir de la liberalización del mercado laboral: parece claro que uno de los factores que contribuyen a la baja natalidad de los países mediterráneos es el alto índice de paro juvenil. Y los Estados Unidos tienen la natalidad más alta de Occidente con “menos Estado” que los países europeos y un mercado mucho más libre (que permite, por ejemplo, horarios más flexibles y hace que las mujeres encuentren más fácilmente un empleo tras un período de maternidad-crianza).

       Causas ideológicas de la baja fertilidad

         Una retribución más justa de la vital aportación que hacen los padres a la sociedad contribuiría, sin duda, a cierta recuperación de la natalidad … Y, sin embargo, es preciso reconocer que los condicionamientos económicos no son quizás los decisivos. Transmitir la vida es lo más trascendente y misterioso que pueden hacer las personas. Es claro que en una decisión tan importante no intervienen sólo consideraciones financieras: influyen también los valores y las creencias sobre el amor, la familia, la posición del hombre en el cosmos, el sentido de la vida y de la muerte …

         Ningún país ha aplicado políticas natalistas tan radicales como la sugerida por Longman (que haría depender la cuantía de las pensiones de jubilación del número de hijos criados). Quizás conseguirían un impacto importante. Sí se ha podido rastrear el efecto de las políticas natalistas “moderadas” (aumento de los subsidios a las madres; medidas de compatibilización familia-trabajo; prolongación de la baja maternal; disponibilidad de guarderías …). Joëlle Sleebos, en un estudio de 2003, llegó a la conclusión de que su incidencia en la natalidad era … muy débil. Países con pocos subsidios (EEUU) tienen tasas de natalidad mucho más altas que países con fuertes subsidios a la maternidad (Alemania, Austria). Anne Hélène Gauthier y Jan Hatzius calcularon en 1997 que un aumento de un 25% en los subsidios familiares se traduce en un incremento de la natalidad de sólo un 0.6% (es decir, 0.07 hijos/mujer).

         Por tanto, será imprescindible dar la batalla por la natalidad, no sólo en el terreno jurídico-económico, sino también en el de los valores y las ideas. Existe una ideología antinatalista compartida, de manera más o menos implícita, por muchos europeos. Muchos de nuestros contemporáneos se abstienen de la procreación, no (sólo) por “egoístas” consideraciones económicas, sino por idealismo: creen sinceramente que así prestan un servicio a la sostenibilidad ambiental y, en definitiva, a la humanidad futura. Ha tenido efectos desastrosos la filosofía ecologista-neomaltusiana a lo Club de Roma, con su mensaje apocalíptico de superpoblación, deterioro medioambiental y agotamiento de los recursos naturales (su encarnación más reciente es la “calentología” de Al Gore). En la Europa que se desliza hacia un envejecimiento fatal, todavía resuenan mensajes como el de John Guillebaud, profesor de Planificación Familiar en el University College de Londres: “la forma más eficaz de ayudar al planeta que tiene a su alcance cualquier británico consiste en tener un hijo menos”. O la militante ecologista que anunció que había abortado y se había ligado las trompas para salvar a los osos polares: “cada persona que nace consume más comida, más agua, más combustibles fósiles, y produce más basura, más polución, más gases de efecto invernadero, contribuyendo a la sobrepoblación”. Como indica Mark Steyn, vistos los raquíticos índices de natalidad europeos, rusos y japoneses, se diría que “gran parte del mundo ha decidido actuar preventivamente contra el cambio climático mediante el suicidio como sociedad”. El ecocentrismo (Earth First!) ha rebajado drásticamente la autoestima de la humanidad: ya no somos los reyes de la creación, sino la especie advenediza que sobreconsume, se reproduce desconsideradamente y rompe los equilibrios naturales. No es de extrañar que algunos radicales deseen desagraviar a Gaia-Pachamama mediante la extinción.

         Otro vector de la “ideología antinatalista” es, sin duda, el feminismo radical. El cual casa bien con el ecocentrismo: si debemos detener a toda costa el peligroso crecimiento de la humanidad, nada mejor que convencer a la mujer de que los roles de esposa y madre son alienantes. Es significativo que, en el primer capítulo de The feminine mystique (Biblia del ultrafeminismo) de Betty Friedan (1963), el célebre ataque contra la familia americana de clase media (a la que la autora describe como “un confortable campo de concentración”) vaya precedido de consideraciones neomaltusianas sobre la “explosión demográfica”. Y Friedan tuvo éxito: advinieron la liberación sexual (con su secuela de volatilidad amorosa e incapacidad para el compromiso duradero), el “derecho al aborto”, el descenso de la nupcialidad, el porcentaje creciente de mujeres que aseguran no necesitar la maternidad para sentirse realizadas (un 40% de las alemanas con título universitario no tienen hijos) …

         La crisis del matrimonio y la familia es, sin duda, uno de los factores que más ha influido en el descenso de la natalidad. El matrimonio es el ecosistema ideal para la vida incipiente: es más fácil adoptar la decisión de tener un hijo con una persona con la que se está comprometido “para siempre” que con un amante ocasional. Junfu Zhang y Xue Song encontraron que, en EEUU, las parejas casadas son cuatro veces más fértiles que las que cohabitan sin casarse (el 61% de las parejas que cohabitan no tienen hijos; entre las casadas, el porcentaje es sólo del 22%). Lo cual no puede sorprender, si tenemos en un matrimonio la mujer se atreve más fácilmente a asumir el coste económico y profesional que presumiblemente comportará la maternidad etc.
     Kohler, Billari y Ortega dan a entender que se ha roto el nexo entre natalidad y nupcialidad, basándose en el dato de que algunos de los países europeos con mejores índices de fertilidad (Francia, Suecia, Noruega …) tienen altos porcentajes de nacimientos fuera del matrimonio. Pueden replicarse varias cosas: que el país más fértil de Europa es la nupcialista Irlanda (2.10 hijos/mujer); que tanto en Francia-UK-Holanda-Escandinavia como en España-Italia sigue siendo cierto que las parejas casadas son más fértiles que las no casadas (el mayor índice de fertilidad total en Francia, etc. podría deberse, por tanto, a otros factores, como la fuerte presencia de inmigrantes); y que presentar a España o Italia como países “nupcialistas” es algo que sólo puede hacerse con importantes matizaciones: también en España crece a toda velocidad la incidencia del divorcio, el porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio, etc.… sin que eso haya servido para que se recupere la natalidad. No cabe afirmar que el matrimonio goce de buena salud en el sur de Europa: la gente se casa tarde (en la treintena: la larga permanencia en el hogar paterno –una constante en los países mediterráneos- es, precisamente, uno de los factores causantes de la baja natalidad), y con la conciencia de que hay una posibilidad sobre dos de que la unión termine en divorcio. Un matrimonio fácilmente disoluble es poco más “asegurador” para la mujer que la cohabitación. El temor al divorcio (a encontrarse de pronto solas criando niños) es una de las razones por las que las mujeres no se atreven a tener más hijos.
       Junto al ecologismo antihumanista y el feminismo antifamiliarista, diría que la “ideología” que más ha dañado a la procreación es el que podríamos llamar “epicureísmo presentista”. Su principio único es “pásalo lo mejor posible mientras puedas”. Su norte es la felicidad individual de pequeño formato, poco compatible con ataduras irreversibles como la paternidad o el emparejamiento vitalicio. Gana terreno a medida que declinan las concepciones religiosas del bien y de la salvación, así como las “grandes causas” colectivas que funcionaron como sus sucedáneos laicos (la nación, la revolución comunista …). Fenecidos los grandes relatos (religiosos o históricos), sólo queda el pequeño relato de la diversión individual. Cambiar pañales -o soportar a un adolescente rebelde- no es divertido.
   Cuando el credo occidental se reduce a “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, es lógico que los niños salgan de la escena. No importa lo que le ocurra a la sociedad dentro de 50 años: yo ya no estaré aquí para sufrir las consecuencias. Algunos culpan al capitalismo y su cuerno de la abundancia de favorecer este egoísmo presentista. Otros acusan al Estado del Bienestar socialdemócrata, que desresponsabiliza a los ciudadanos, convirtiéndolos en niños mimados que sólo saben reclamar más y más “derechos”, sin pararse a pensar quién y cómo los financiará.  Los niños mimados tienden a ser egoístas. Es la tesis de Mark Steyn, quien considera que el europeo medio quizás intuye que el sistema de bienestar (pensiones, sanidad, etc.) no es sostenible a largo plazo … pero, lejos de plantearse en serio los sacrificios pertinentes (tener más hijos, aceptar recortes de las prestaciones, jubilarse más tarde, etc.), exige que se le dé lo suyo, y “después de mí, el diluvio”. Fiat ius meum, pereat mundus. La hostilidad mostrada hasta ahora por la ciudadanía europea ante cualquier medida de ahorro que afecte al “gasto social” o los “derechos adquiridos” (disturbios en Gran Bretaña por la subida de las tasas de matrícula y en Francia por el retraso de la edad de jubilación [¡tan sólo a 62 años!], oposición sindical en España a cualquier medida de flexibilización del mercado laboral …) parece abonar esta interpretación. Todo lo cual vuelve aun más dramático el problema demográfico. No sólo no parecen dispuestos los europeos a tener más hijos: tampoco están preparados para asumir los contundentes recortes de prestaciones estatales que el envejecimiento de la población inevitablemente traerá consigo.
        Egoísmo, irresponsabilidad, horizonte corto … Pero, ¿por qué tendría que manejar un horizonte más largo quien está convencido de que nuestra especie no es sino un capricho de la química del carbono, que nuestros pensamientos y sentimientos no son sino fenómenos neuroeléctricos, y que nada del individuo sobrevive a su muerte física? Para cada uno de nosotros –piensa el materialista- el mundo termina dentro de 10, 30, como mucho 60 años: ¿qué sentido tiene preocuparse por lo que vaya a ocurrir después (sobre todo, si uno ha tenido la precaución de no engendrar hijos por cuyo porvenir inquietarse)?
        Con el declive creciente de la religión (en Europa, que no en el resto del mundo) descrédito de sus sucedáneos seculares (en los dos primeros tercios del siglo XX todavía muchos europeos creían que era preciso tener hijos “por la patria” o “por el socialismo”: ahora ya no), probablemente la filosofía implícita del hombre de nuestra época viene a ser: “he sido arrojado por azar a una existencia en la que me descubro atrapado, y que carece de todo sentido o finalidad; ya que estoy aquí, intentaré sufrir lo menos posible durante los años que me toquen, llevarme bien con los demás, etc. … pero nada de sacrificarme por grandes empresas a largo plazo, ni de esfuerzos cuyo fruto no me vaya a dar tiempo a cosechar”. Alguien que interpreta así la vida no sentirá ninguna urgencia por multiplicarla. ¿Seguro que hacemos un favor a nuestros hijos trayéndolos al ser? El filósofo David Benatar se ha atrevido a explicitar lo que muchos europeos piensan ya secretamente, en un libro cuyo título es Mejor no haber sido nunca: El daño de la existencia. Básicamente, está de acuerdo con Schopenhauer y Cioran en que la vida humana es sobre todo frustración: deseo insatisfecho, carencia, tensión constante hacia objetivos que, una vez alcanzados, decepcionan (la “melancolía del cumplimiento” de que habló Hegel); el saldo emocional de la vida es claramente deficitario: existe una asimetría placer-dolor; los contados momentos de plenitud no compensan los innumerables de frustración, temor, decepción, tedio, hastío … “Si contempláramos nuestra vida objetivamente –comenta Peter Singer en su reseña sobre Better Never to Have Been- veríamos que no es algo que debamos infligir a otros”. Singer tiene la valentía de llevar la argumentación hasta el último paso: “Entonces, ¿por qué no nos convertimos voluntariamente en la última generación sobre la Tierra? Si nos pusiéramos de acuerdo todos para esterilizarnos, no serían precisos sacrificios. ¡Podríamos estar de fiesta hasta la extinción!”. No estaríamos violando los derechos de nadie, pues “las generaciones venideras” aún no existen. En todo caso, estaríamos haciéndoles un favor.
        La crisis demográfica europea, por tanto, es probablemente la expresión de un cansancio civilizacional y de un nihilismo larvado: para desear transmitir la vida, es preciso creer que ésta tiene un significado. La batalla cultural por la natalidad tendrá que descender hasta ese nivel fundamentalísimo: conseguir que los europeos vuelvan a creer en algo que les trascienda y proporcione sentido. Alemania lo está intentando con el patriotismo (campaña Du bist Deutschland: anuncios que ensalzan la belleza de la procreación y la vida de familia, recordando al final que cada niño “es [el futuro de] Alemania”). Los creyentes debemos intentarlo con la religión (hay tímidos indicios de recuperación de la inquietud religiosa en Europa: por cierto, es comprobable estadísticamente que los creyentes tienen más hijos que los ateos). Los agnósticos deberían mirar de las parejas de hecho al de los matrimonios, se está emitiendo un mensaje con simpatía nuestros esfuerzos (en lugar de con hostilidad: sirvan de botón de muestra los virulentos ataques de la prensa “progresista” contra la reciente JMJ en Madrid, donde 2 millones de jóvenes se habían reunido para proclamar, entre otras cosas, su convicción de que la vida tiene sentido y merece ser transmitida).

         En definitiva, Europa necesita una ofensiva cultural (a favor del sentido de la vida, contra el aborto, a favor del matrimonio y la familia, etc.) similar a la que el movimiento conservador norteamericano ha puesto en práctica en los EEUU desde hace 30 años. Esta ofensiva debería partir de la propia sociedad civil (los creadores de opinión: los novelistas, los docentes, los periodistas, los cineastas [películas como ¡Qué bello es vivir! o Family man pueden conseguir más que muchas leyes]). Pero el Estado puede colaborar: la legislación envía mensajes morales a la población. Por ejemplo, si se cuasi-equipara el tratamiento jurídico anti-familia: “casarse es anticuado; las leyes os prometen las mismas ventajas sin necesidad de “atarse” para toda la vida”. Si se rodea a la pareja casada del máximo de privilegios legales y económicos, se está transmitiendo una llamada de signo inverso: “casarse y tener hijos no es una antigualla rancia y castrante, sino algo digno, noble, merecedor de reconocimiento”. Probablemente, lo que necesitan los “últimos padres” no es tanto estímulo económico como reconocimiento cultural: prestigio, gratitud, revalorización de la función parental.
Francisco José Contreras [Fragmento del artículo: “El invierno demográfico europeo”, Cuadernos de Pensamiento Político (FAES), nº33, enero 2012, pp. 103-134]






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