«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


22 de noviembre de 2015

PAPA FRANCISCO A LOS EDUCADORES CATÓLICOS: “NO SE PUEDE HABLAR DE EDUCACIÓN CATÓLICA, SIN HABLAR DE HUMANIDAD”

Síntesis conclusiva del Congreso Internacional de Educación Católica

Con agradecimiento a todos los participantes, y buscando convocarnos mutuamente a seguir trabajando para que la Educación sea verdaderamente un bien compartido por todos los niños y jóvenes del mundo, ofrecemos una síntesis conclusiva de nuestro Congreso Internacional de la Educación Católica.
Hemos vivido en Roma unos días intensos, en los que hemos podido renovar nuestra convicción de que la Educación Católica, arraigada en la profunda relación entre la experiencia de la fe y la misión educativa y fundamentada en una identidad ligada a sus orígenes y a lo mejor de su historia, está llamada a dar lo mejor de sí misma como respuesta a las profundas necesidades de vida, plenitud y sentido del hombre y la mujer de hoy.
Articulamos esta síntesis en cuatro apartados, que no agotan, por sí mismos, las múltiples aportaciones de este Congreso, pero pueden ayudar a comprender lo esencial. En cada uno de ellos están bien presentes, como centro, los destinatarios de nuestra misión educativa: los niños, adolescentes y jóvenes que Dios pone en nuestro camino. 
I-IDENTIDAD Y MISIÓN
Ambas dimensiones están absolutamente unidas. La misión expresa la identidad, y ésta garantiza la misión. Por eso, el tema central de la declaración conciliar Gravissimum educationis, así como de la Constitución apostólica Ex corde Ecclesiae de Juan Pablo II sobre las Universidades Católicas, tema que ha vuelto a estar en el centro de la reflexión del Congreso de estos días, es la cuestión de la identidad y de la misión de las instituciones educativas católicas (escuelas y universidades).
Y nuestro Congreso - pese a que se ha colocado en un escenario muy distinto respecto al de hace cincuenta años, cuando se publicó Gravissimum educationis, o tan sólo al de hace veinticinco años, cuando se publicó Ex corde Ecclesiae – ha vuelto a confirmar la convicción de que existe un vínculo estrecho entre identidad y misión de nuestras instituciones educativas (escuelas y universidades católicas). Un vínculo que se fundamenta en el sentido mismo de la educación católica, expresión de la maternal solicitud de la Iglesia hacia el hombre: aquel hombre que Cristo desea encontrar y salvar. Esto es lo que debe acontecer en nuestras Instituciones educativas, que son lugares decisivos donde se desarrolla gran parte de la formación humana de las nuevas generaciones.
Por tanto, hoy como en el pasado, la misión educativa católica brota de la identidad misma de la Iglesia y de las instituciones educativas cristianas (escuelas y universidades) que se alimentan del mandato de la evangelización: «id por el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15ss). Podríamos también decir que la misión constituye la expresión dinámica y fecunda de la identidad, ya que - como la parábola de los talentos sugiere - la identidad no es un tesoro que hay que guardar escondiéndolo celosamente en un lugar seguro, sino que es un patrimonio que hay que “invertir” y poner a disposición como un don, para que dé fruto.
Y esto basta para reconocer que el significado de la presencia de las escuelas y de las universidades católicas no ha cambiado respecto a lo indicado en Gravissimum educationis y en Ex corde Ecclesiae, sino que es menester comprenderlo y llevarlo a cabo en una actitud de fidelidad creativa a su específica identidad y misión, y de búsqueda de respuestas adecuadas a los numerosos retos que hoy la formación plantea. 
En esta perspectiva, las instituciones católicas están hoy llamadas a reflexionar sobre el papel decisivo que la educación católica puede desempeñar en el contexto de la evangelización y sobre su corresponsabilidad eclesial en esta tarea, conscientes de que «¡el quehacer educativo es hoy una misión “clave, clave, clave”!», como ha afirmado Papa Francisco.
Por consiguiente, en lugar de asumir actitudes meramente reactivas de cerrazón defensiva ante la sociedad secularizada que alimenta valores como el individualismo competitivo y que legitima, mejor dicho, acrecienta, las desigualdades y parece desafiar la educación en sus valores más profundos (la primacía de la persona, el valor de la comunidad, la búsqueda del bien común, el cuidado de la fragilidad y la inquietud por los últimos, la cooperación y la solidaridad...), las escuelas y las universidades católicas están llamadas a asumir actitudes pro-activas para reafirmar el valor de la persona humana, superando la indiscutible exaltación del provecho y de la utilidad como medida de todas las opciones, de la eficiencia, de la competitividad individualista y del éxito a toda costa. 
En todo esto, las instituciones educativas católicas (escuelas y universidades) no pueden ignorar el llamamiento a un compromiso de formación y de testimonio cultural que va más allá de las instituciones educativas y que implica la transformación del territorio y la más amplia comunidad social.
Por ello podemos volver a afirmar con Gravissimum educationis que las escuelas y las universidades católicas «siendo útiles para cumplir la misión del pueblo de Dios y para promover el diálogo entre la Iglesia y la sociedad humana en beneficio de ambos, y conservan su importancia trascendental también en los momentos actuales» (n. 8).
Esto nos desafía profundamente, porque no siempre somos conscientes de este reto, o no articulamos adecuadamente la relación entre identidad y misión. La relación entre ambas es el “alma” de la Educación Católica. Y esto sólo es posible si es encarnada por personas, instituciones y comunidades convenidas de ello. La identidad exige un proceso de identificación, y la misión necesita ser vivida de modo apasionado. Así ha sido siempre, así lo vivieron nuestros fundadores y fundadoras, así somos llamados a vivirlo hoy, por el bien de los niños, de los jóvenes y de los pobres.
II-LOS SUJETOS QUE INTERACTÚAN EN LA EDUCACIÓN CATÓLICA
En el amplio y articulado horizonte de las instituciones educativas católicas, actúa una pluralidad de sujetos con identidad, funciones y roles distintos y a la vez complementarios: los estudiantes y sus familias, los docentes laicos y religiosos, el personal con funciones directivas (coordinadores, directores, presidentes), los sacerdotes y los obispos.
Lo que caracteriza de manera peculiar la presencia y la acción de esta pluralidad en una escuela o universidad católica es que forman una comunidad. Sea  Gravissimum educationis que Ex corde Ecclesiae concuerdan en afirmar que el elemento característico de una institución educativa católica es  «crear un ambiente comunitario escolástico, animado por el espíritu evangélico de libertad y de caridad» (GE, 8), en que «cada miembro de la comunidad, a su vez, coadyuva para promover la unidad y contribuye, según su propia responsabilidad y capacidad, en las decisiones que tocan a la comunidad misma, así como a mantener y reforzar el carácter católico de la institución» (Ex corde Ecclesiae, 21).
Podemos afirmar con claridad algunas convicciones fundamentales que sustentan esta comunidad:
En primer lugar, todos somos llamados a creer en la Educación Católica, en lo que somos llamados a aportar. Creer no sólo de modo teórico, sino de modo comprometido, como creemos los creyentes. Creer de modo que nos entregamos a aquello en lo que creemos. Es decir, contribuir a crear un “contexto de corresponsabilidad”. El Obispo, el párroco, la Congregación Religiosa, el docente, el laico responsable, el padre de familia, el alumno, el exalumno… cada uno sabe que debe aportar, y si no lo hace, el proyecto se debilita.
Por eso, en segundo lugar debemos destacar que todos los sujetos que participan en la Educación Católica son llamados a crear, sostener y desarrollar la comunidad cristiana referencial de la Escuela, enriquecida con el carisma propio de la Congregación en los casos en los que hablemos de este tipo de instituciones.
Sólo desde esta perspectiva podemos trabajar por la sostenibilidad integral de la Educación Católica. Ésta no se sostiene sólo porque tenga recursos –si los tiene- sino porque tiene educadores identificados, porque tiene proyecto claro, porque tiene capacidad de convocar a otras personas, porque tiene su lugar en la Iglesia y en la sociedad; en definitiva, tiene horizonte de calidad, identidad y misión.
Los rasgos esenciales que delinean el perfil de las comunidades que actúan en las escuelas y universidades católicas pueden resumirse en los siguientes puntos
Las escuelas y universidades católicas son ante todo comunidades profesionales que no se reducen simplemente a organizaciones de trabajo, porque la implicación de los sujetos se funda en los valores que forman la identidad cristiana y la colaboración profesional exige que el personal docente y los directivos reflexionen y busquen juntos, colaboren también por medio del diálogo interdisciplinar, compartan sus prácticas.
Las escuela y universidades son comunidades educativas y no sencillamente servicios de instrucción y formación: colocan en el centro de su misión el compromiso a favor de la educación integral de los jóvenes, con el fin de contribuir en el desarrollo de su potencial humano a nivel cognitivo, afectivo, social, profesional, ético y espiritual, también por medio de caminos de formación en la fe, promoviendo la alianza educativa con las familias y animando a las estudiantes para que sean protagonistas.  Siendo comunidades educativas, se comprometen en promover y custodiar el valor de las relaciones humanas, que unen a docentes, padres, gestores con lazos de afinidad de valores y compartiendo el proyecto educativo.

Las escuelas y universidades católicas son comunidades de evangelización porque se configuran como instrumentos que hacen una experiencia de Iglesia, participando en la vida de la comunidad cristiana más amplia y colaborando con la Iglesia local.
La comunidad educativa, además, no es sólo algo que hay que construir y cualificar entre las paredes de la escuela, sino que se trata de un sujeto activo ante la realidad externa, el contexto social y cultural. Las comunidades de las escuelas y universidades católicas se encuentran en un territorio,  y no pueden ser ajenas a la comunidad social más amplia, en la que son llamadas a actuar como instrumento de mejora, «imbuyendo en las personas y en la cultura los valores antropológicos que son necesarios para construir una sociedad solidaria y fraterna (Instrumentum laboris).
Ante todo esto, el Congreso urge a trabajar para incrementar el protagonismo y la participación de los diferentes miembros de la comunidad educativa, favoreciendo un papel activo y comprometido de todos ellos en torno al proyecto y misión de la Escuela o de la Universidad. Especialmente, urge afianzar, estructurar, canalizar e impulsar la participación del profesorado.
III-LA FORMACIÓN DE LOS FORMADORES.
Entramos así en el tercero de los grandes núcleos que han emergido con claridad en este Congreso: la formación de los formadores.
La construcción de la comunidad educativa y, con ella, la eficaz re-afirmación de la identidad y de la misión específica de la escuela y de la universidad católica pasa por la formación de los docentes.  Se trata de un compromiso de particular delicadeza e importancia, porque - como ya afirmaba Gravissimum educationis – «de los maestros depende, sobre todo, el que la escuela católica pueda llevar a efecto sus propósitos y sus principios» (n. 8).
Y para poder proponerse como instrumento de educación integral de la persona, la comunidad de una institución educativa católica ha de ser constituida por docentes dotados no sólo de la necesaria competencia profesional que exige autonomía, capacidad de hacer proyectos y evaluarlos, capacidad de relación, creatividad, abertura a lo nuevo, interés sincero por la investigación y la experimentación, sino que además sean consciente de su papel como educadores, de su verdadera identidad y sientan la exigencia de amar el servicio cultural a favor de la sociedad realizándolo con convicción y compromiso.
En este renovado compromiso en la formación de los docentes, va implícito un fecundo llamamiento de fidelidad a la tradición y a la historia multisecular de las escuelas y de las universidades católicas. La numerosa muchedumbre de Fundadores y Fundadoras de las instituciones educativas católicas y de las comunidades o familias religiosas que se han constituido a su alrededor, han prestado particular atención a la formación de los formadores dedicando sus mejores energías a esta tarea.
Estamos, sin duda, ante una de las grandes preocupaciones de la Educación Católica, pero también ante una de sus grandes oportunidades. Los trabajos previos al Congreso y los fecundos diálogos mantenidos a lo largo de estos intensos días han puesto de manifiesto que esta formación integral de los docentes, inspirada en la identidad de la Educación Católica, no siempre esta adecuadamente preparada ni priorizada. Y nunca debemos olvidar que estamos hablando de todos los agentes educativos, también del personal de administración y servicios, de los agentes pastorales, de los educadores comprometidos en el ámbito extra-curricular, etc.
Hoy, la exigencia de la formación inicial y permanente de los directivos, de los docentes y de los educadores se advierte con mucha urgencia, considerando además que en nuestras escuelas y universidades «la misión educativa (…) se comparte cada vez más con los laicos », cuya presencia - también como directivos – supera de mucho la del personal religioso. Es necesaria, pues, una formación que no sólo afiance las competencias profesionales, sino que sobre todo «haga hincapié en la dimensión vocacional de la profesión docente», favoreciendo «la madurez de una mentalidad inspirada en las valores evangélicos», según los rasgos «específicos de la espiritualidad y de la misión del Instituto».
Somos conscientes de que está emergiendo una etapa nueva que sólo será portadora de vida y de renovación si está basada en una creciente y cualificada formación de todos los agentes educativos que hacen posible nuestras escuelas y universidades, de manera que puedan ser portadores del tesoro que hemos recibido y del que somos custodios y responsables: la educación católica de las nuevas generaciones. Los jóvenes necesitan educadores que sean de verdad testigos, que vivan aquellos valores en los que tratan de educar.
Por eso, hay que considerar que la finalidad de la formación consiste en construir y consolidar la comunidad de los educadores para que se llegue a una misión educativa cada vez más compartida entre personas consagradas y laicos, y por ello es necesario dar vida a una verdadera formación compartida, capaz de acoger y armonizar la aportación específica de unos y otros.
Es cierto que a pesar de las muchas experiencias de verdadera implicación y estrecha colaboración entre personal laico y religioso, es preciso convencerse más y decidirse con más ahínco a emprender el camino de la formación compartida, superando la idea de que la implicación de los laicos sea es una necesidad ante la disminución del número de consagrados, y promoviendo en todos una más madura y activa participación en la dinámica eclesial de la comunión, por medio de la cual a los educadores, consagrados y laicos, se  los reconozca como un don del Espíritu y una riqueza para las instituciones educativas católicas. Necesitamos avanzar hacia una auténtica “visión compartida” que dé sentido y garantías a la misión que estamos compartiendo.
IV-LOS GRANDES DESAFÍOS
Nuestro Congreso ha puesto de manifiesto muchos desafíos. Esto es bueno. La Educación Católica tiene vida, se plantea preguntas, busca nuevas respuestas. Los grandes desafíos educativos que hoy interpelan las escuelas y las universidades católicas en el mundo, en una sociedad multicultural en profunda mutación, pueden reconducirse a una única matriz: promover un recorrido de educación integral de los jóvenes, confiando su cuidado y guía a una comunidad educativa de evangelización, donde se exprese de manera viva y vital la identidad de la institución educativa.
Desde esta matriz unitaria, vamos a tratar de centrarnos en tres aspectos principales que solicitan un compromiso y que, al mismo tiempo, desafían la comunidad educativa en su obra de formación y de evangelización:
El desafío de la educación integral, que se refiere a los pilares de la antropología y de la pedagogía cristianas y se hace concreto en la promoción del desarrollo personal del estudiante y en la integración del progreso intelectual con el crecimiento espiritual; en el impulso que se da al protagonismo del estudiante en la institución educativa y de su recorrido educativo. En esta perspectiva, las instituciones educativas católicas (escuelas y universidades) tienen que actuar para que «todo el proceso educativo esté orientado, en definitiva, al desarrollo integral de la persona» (Ex corde Ecclesiae, 20):
asegurando oportunidades de crecimiento/aprendizaje en el respeto de la dignidad y unicidad de cada uno y estimulando a las personas a que desarrollen los valores y las virtudes necesarias para una vida sana y gozosa, mediante situaciones educativas formales, informales y no formales;
coordinando y armonizando las varias dimensiones del aprendizaje (cognitivo, afectivo, social, ético, espiritual, profesional, etc.) en la unidad integrada de la persona que aprende;
valorando los talentos de cada cual según la lógica de la cooperación y de la solidaridad, favoreciendo que el sentido comunitario cristiano vaya madurando, en un clima de familia y de acogida; cuidando la calidad de las relaciones interpersonales, promoviendo el respeto por las ideas, la apertura al diálogo, la capacidad de interactuar y trabajar juntos en un espíritu de libertad y compromiso;
El desafío de la formación y la fe, un desafío que toca un punto específico, intrínsecamente unido a la identidad católica de una institución educativa que, por su plena subjetividad eclesial, asume la forma de una comunidad de fe y de aprendizaje. Y este punto específico es el anuncio del Evangelio, por medio de instrumentos de la enseñanza-aprendizaje y de la investigación. Este desafío invita a las escuelas y a las universidades católicas a:
llevar a cabo un atento discernimiento a la hora de seleccionar y formar a los docentes;
cultivar y seguir con particular solicitud y compromiso la formación de los laicos que asumirán roles de liderazgo en las instituciones educativas;
promover alianzas educativas con las familias y otros interlocutores de las comunidades educativas (la iglesia local, la comunidad social, otras instituciones educativas, culturales, etc. del territorio);
ofrecer un testimonio evangélico comunitario claro y reconocible, que puede expresarse en explícitas formas y propuestas culturales (allí donde el contexto lo permita) o en presencia de una fe viva y vital, allí donde hay situaciones de explícita o implícita hostilidad que convierten el testimonio silencioso en la única forma posible de misión.
La Educación Católica es una plataforma privilegiada en el conjunto de la Misión Evangelizadora. Una escuela es una escuela, y una universidad es una universidad,  y sirven a la tarea educativa. Pero una escuela católica, haciendo escuela desde la perspectiva católica, sirve a la evangelización. Porque evangeliza la cultura, las relaciones, los valores, la educación en sí misma. Y porque, del modo en el que sea posible en cada caso, hace su aportación específica a la formación religiosa y al anuncio de Jesucristo, de manera especial desde ámbitos extra-académicos. La Educación Católica sirve a todo tipo de alumnos y familias, y a todos puede ayudar a acercarse al don de Jesucristo. Y a aquellos que buscan al Señor les puede y debe acompañar en su proceso de fe.
El desafío de las periferia, de los pobres y de las nuevas pobrezas que debe seguir siendo un punto de referencia privilegiado y, en cierta medida, un criterio de orientación compartido por toda la comunidad profesional y educativa, que tiene la responsabilidad de una escuela o de una universidad católica. Esto significa que, por su naturaleza y opción, una institución educativa (escuela o universidad) informa enteramente su propio servicio cultural (como actividad de enseñanza-aprendizaje y de investigación) desde la cultura del servicio, «puesto que el saber deber servir a la persona humana» (Ex corde Ecclesiae, 18). Por ello, quienes se encuentran en situaciones difíciles, los más pobres, frágiles, necesitados, no deben percibirse en nuestras instituciones como un estorbo o un obstáculo, sino como el centro de la atención y de la ternura de la escuela o de la universidad.
Recordemos con devoción las palabras del Concilios Vaticano II: “El Santo Concilio exhorta encarecidamente a los pastores de la Iglesia y a todos los fieles a que ayuden, sin escatimar sacrificios, a las escuelas católicas en el mejor y progresivo cumplimiento de su cometido y, ante todo, en atender a las necesidades de los pobres, a los que se ven privados de la ayuda y del afecto de la familia o que no participan del don de la fe”. (GE nº 9)
Las instituciones educativas católicas se sienten, pues, interpeladas a mantener viva la atención hacia los más débiles marcados por la pobreza material, por la falta de recursos necesarios para vivir con dignidad; hacia las personas discapacitadas o que presentan necesidades educativas especiales y que, por lo tanto, necesitan de un cuidado particular; o hacia quienes carecen de los medios indispensables para continuar con los estudios, para matricularse en escuelas y universidades católicas que, por falta de grandes disponibilidades, se encuentran a veces en dificultad para responder a estos pedidos, aun queriendo responder.
La Educación Católica nace de hombres y mujeres que supieron mirar a los niños, a las niñas y a los jóvenes como Dios los mira. De esa experiencia extraordinaria brotó la fundación de la Educación Católica.  Educamos para contribuir a construir un mundo más justo y fraterno, que se acerque a los valores del Reino de Dios anunciado por Jesucristo. Por eso tratamos de que nuestro proyecto educativo (integral, inclusivo, configurado desde el Evangelio y abierto a todos), encarnado por Instituciones y personas identificadas y convencidas, crezca y se desarrolle entre los más pobres, entre las periferias crecientemente abundantes de nuestras diversas e interculturales sociedades.
Ahora bien la atención y el compromiso de nuestras instituciones educativas hacia los pobres debe confrontarse con “pobrezas” que no son relevadas por los índices de medida económicos-sociales y que, sin embargo, denuncian un empobrecimiento difundido e inquietante de la dimensión humana, de la calidad también espiritual de la existencia. Estamos antes las “nuevas pobrezas” que remiten a necesidades, cuya satisfacción llama en causa la responsabilidad de las instituciones y de la política (salud, higiene, asistencia, instrucción...); remiten a las necesidades de tipo relacional, cultural y espiritual, que se desprenden de la caída de los lazos comunitarios, del enflaquecimiento de las relaciones interpersonales a nivel de afectividad y solidaridad, hasta la exclusión social. Necesidades que, a menudo, dejan aflorar una necesidad todavía más radical: encontrar y dar un sentido y un significado a la propia vida.
En este contexto cultural las escuelas y las universidades católicas, en particular, están llamadas a comprobar su capacidad de hablar al corazón del hombre, de volver a proponer la pregunta sobre el sentido de la vida y de la realidad, que corre el riesgo de ser eliminada.  Esta verificación encierra el compromiso de construir un recorrido formativo que ponga de relieve el ineludible nexo cultural y existencial que une el sentido de la vida y la apertura solidaria a los demás, en la perspectiva de la antropología cristiana.  Si, como nos recuerda el papa Francisco, «quien no vive para servir, no sirve para vivir», el quehacer central de nuestras instituciones educativas ha de ser crear una conexión circular y estable entre currículo formativo y servicio solidario.
CONCLUSIÓN
Deseamos terminar esta síntesis del Congreso citando unas palabras del Papa Francisco, en su audiencia a la plenaria de la Congregación para la Educación Católica, en febrero de 2014. Escuchémoslas como dirigidas a todos nosotros: “La educación es una gran obra en construcción, en la que la Iglesia desde siempre está presente con instituciones y proyectos propios. Hoy hay que incentivar ulteriormente este compromiso en todos los niveles y renovar la tarea de todos los sujetos que actúan en ella desde la perspectiva de la nueva evangelización. En este horizonte, os doy las gracias por todo vuestro trabajo e invoco, por intercesión de la Virgen María, la constante ayuda del Espíritu Santo sobre vosotros y sobre vuestras iniciativas”.
Pidamos la bendición del Señor para todos los que hacen posible la Educación Católica en el mundo, y de modo especial para todos los niños y jóvenes a los que servimos. Que María Santísima, Madre y Educadora del Señor, sea nuestra intercesora y mediadora. AMÉN.
(RM-RV)


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