«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


9 de octubre de 2013

APORTACIÓN DE LOS CRISTIANOS A LA VIDA PÚBLICA

Respuesta de Mons. Sebastián a los interrogantes: ¿Es que es posible evangelizar la vida pública? Y dicho de forma más incisiva ¿es legítimo tratar de evangelizar la vida pública? ¿Acaso las actuaciones públicas de las personas no responden a sus convicciones y a sus apetencias más íntimas y profundas?  ¿Cómo la decisión de una persona que afecta a cuarenta millones de personas puede estar exenta de unas exigencias y de una calificación moral?
      Antes de comenzar a exponer mi tema, quiero felicitar a los organizadores de este congreso que me parece oportunísimo. La presencia y actuación de los cristianos en la sociedad es una cuestión abierta entre nosotros desde hace muchos años.
      El tema que los organizadores me han encomendado es Aportación de los cristianos a la vida pública.
      Una cuestión de primera importancia, un asunto muy atractivo pero cuando se dispone uno a trabajarlo aparecen muchas dificultades.
      Lo primero es que hay que concretar los términos de la cuestión. ¿De qué cristianos hablamos? Los clérigos también somos cristianos, pero no tenemos la misma función en la vida política que los seglares. Aquí nos referimos a los cristianos seglares, a los cristianos que viven y actúan en la sociedad secular. Pero estos pueden ser practicantes y fervorosos, o bien alejados y casi indiferentes. ¿Podemos esperar lo mismo de todos ellos?
      Por otra parte no vale refugiarse en la doctrina general, hay que referirse a la situación española, la situación de la política y las disposiciones de nuestros cristianos.
      A mí, que soy clérigo, no se me puede pedir un plan concreto de actuaciones de los cristianos en la vida pública española. No es de mi competencia. Aunque quisiera, no podría hacerlo de manera responsable. No conozco los entresijos reales de la situación política española, y en estas condiciones es difícil conocer las posibilidades reales de influencia.
      Nos tendremos que quedar en una zona media que sigue siendo teórica, pero que tiene en cuenta la situación concreta de nuestra sociedad, y se asoma al terreno de la práctica sugiriendo las posibles aplicaciones de la doctrina.
I. Una cuestión previa
      Cuando nos ponemos a reflexionar sobre el cómo evangelizar la vida pública, salta inmediatamente una pregunta que cuestiona radicalmente nuestra preocupación. ¿Es que es posible evangelizar la vida pública? Y dicho de forma más incisiva ¿es legítimo tratar de evangelizar la vida pública? En nuestro ambiente domina la idea de que la vida pública tiene que estar exenta de cualquier influencia religiosa. La religión es tolerable únicamente en el ámbito de la vida privada. Si nos paramos a pensar, la distinción entre vida pública y privada es difícil de mantener. ¿Acaso las actuaciones públicas de las personas no responden a sus convicciones y a sus apetencias más íntimas y profundas? Si la decisión de una persona en el ámbito familiar, que afecta sólo a cuatro personas, es por eso mismo calificada moralmente; ¿cómo la decisión de una persona que afecta a cuarenta millones de personas puede estar exenta de unas exigencias y de una calificación moral?
      La unidad de la persona impide aceptar la separación entre vida privada y vida pública, y por tanto impide también aceptar la doctrina de la inmunidad religiosa de la vida pública. Las decisiones de las personas en la vida pública tienen repercusiones sobre muchas personas, estas repercusiones son buenas o malas, justas o injustas, y de ahí les viene su moralidad a las decisiones políticas.
      Las decisiones políticas son decisiones personales, que tienen una finalidad y un objeto, justo o injusto. El fin y el objetivo de estas decisiones dan moralidad justa o injusta a los actos políticos.
      No es correcto objetivar las actividades de las personas como si fueran cosas en sí, independientes del ser y del actuar de las personas. La vida pública de un gobernante, de un ministro, de un político cualquiera, son actividades de una persona, y como tales tienen que verse afectadas y regidas por unas convicciones y unos criterios morales que cada persona recibe y mantiene en función de sus convicciones personales, sean religiosas o laicas.
      Por otra parte la fe religiosa, para quien la tiene, es algo que afecta al conjunto de la persona, su visión del mundo real en el que se mueve, sus proyectos de vida y sus criterios de comportamiento. No es posible para un creyente ni parcelar su vida ni restringir la influencia de su fe en el conjunto de sus responsabilidades y actuaciones.
      En las actuaciones públicas como en las privadas el cristiano actúa con los mismos principios morales de caridad y de justicia. No siempre las exigencias morales son las mismas en lo público que en lo privado. Pero eso no es porque cambien los principios, sino porque cambian las circunstancias que se deben tener en cuenta. En concreto por la necesidad de tener en cuenta el respeto a la libertad de las personas y a las múltiples circunstancias en las que viven.
      El deseo de restringir la influencia de las convicciones religiosas al ámbito de la vida privada responde a varias razones. Unos pueden pensar que la evangelización de la vida pública puede significar una imposición abusiva de las propias convicciones religiosas y morales a los ciudadanos en general. La respuesta a este temor es clara y directa, la religión cristiana obliga a respetar la libertad personal y especialmente la libertad de conciencia de los ciudadanos. Otros pueden pensar que la religión deforma la visión objetiva de la realidad. En el fondo de esta manera de pensar, late la convicción de la naturaleza subjetiva de la religión y su incompatibilidad con una visión objetiva de la realidad. Nuestra respuesta es fácil de entender, la fe cristiana, como consecuencia de su fe en la creación del mundo por el Dios que adoramos, reclama el reconocimiento de la verdad objetiva de las cosas y de la vida de los hombres como punto de partida para un reconocimiento verdadero de la voluntad y de la providencia de Dios. Puede haber también otra razón en contra de la influencia de la religión en la vida pública, dado el carácter opcional de la religión y de las religiones, la variedad de posturas religiosas ante los acontecimientos puede ser causa de conflictos en la sociedad. Por lo cual, para evitar dificultades y tensiones, decidimos eliminar las cuestiones religiosas de todo lo que sea público.
      Esta solución implica la imposición del laicismo como terreno común de la convivencia, en contra de la libertad y de la pluralidad cultural y religiosa de nuestra sociedad. La respuesta católica a este planteamiento es la defensa de la tolerancia y de la convivencia por encima de las diferencias. Puesto que en nuestra sociedad hay gentes de diferentes religiones y de ninguna religión, y dado que todos queremos la convivencia razonable y pacífica, establezcamos el principio de la libertad y la tolerancia sobre la base de unos principios comunes fundados en la recta razón y en la tradición cultural de nuestra nación.
    Visión positiva
      La mejor manera de justificar la necesidad de evangelizar la vida pública es enunciar brevemente cómo entendemos los católicos esta expresión y que contenidos tiene para nosotros la evangelización de la vida pública. “Evangelizar” la vida pública no quiere decir imponer las convicciones religiosas o morales a nadie. No quiere decir tampoco impregnar religiosamente la vida de la sociedad.
      Desde el punto de vista católico, “evangelizar la vida pública” significa tratar de ajustar la convivencia social a las exigencias de la justicia y del bien común, crear las condiciones sociales necesarias para que todos los ciudadanos pueden alcanzar los legítimos objetivos de su vida y sus aspiraciones razonables, proteger los derechos de los ciudadanos en el campo de la libertad y la seguridad, la enseñanza y la sanidad, el trabajo y la propiedad, la vida personal y familiar. No se trata de imponer nada a nadie, ni menos de aprovechar la autoridad política con fines proselitistas. Eso serían abusos que si alguna vez existieron ahora resultarían intolerables.
      La fe cristiana nos pide actuar en cada situación de acuerdo con la naturaleza de las cosas, y en el caso de la vida pública lo que nos pide es contribuir, cada uno a su manera y según sus posibilidades específicas al bien de todos, creando o colaborando para crear un marco de convivencia en el que cada cual pueda alcanzar sus legítimas aspiraciones viviendo y actuando en libertad y justicia según sus propias capacidades y según sus criterios de conciencia.
      La democracia solo puede existir sobre la base de unas verdades y de unos valores compartidos y respetados por todos, fundados en la propia historia, y más radicalmente en la condición humana concreta, tal como la ha vivido y la sigue viviendo cada pueblo, en solidaridad interior y en convergencia universal con los demás pueblos. El relativismo, la voluntad ilimitada de libertad, sin aceptar las exigencias de la solidaridad, hace imposible la convivencia y la misma libertad. Para nosotros, y en nuestro caso, queda claro que una constitución democrática debe tutelar en calidad de fundamento los valores culturales y morales provenientes de la fe cristiana, declarándolos inviolables, precisamente en nombre de la libertad y de la convivencia [CARD. RATZINGER, Entrevista en el diario “La Repubblica” en nov. 2004, en JOSÉ PEDRO MANGLANO, Nadar contra corriente, Planeta, 2011, p.80 ]. Actuar de otra manera, por ejemplo reconociendo el derecho a abortar, es agredir la conciencia moral y atacar la identidad cultural de un pueblo. Un pueblo consciente y libre no puede tolerar semejantes atropellos.
II. Doctrina general de la Iglesia
      No voy a hacer una larga exposición de la doctrina católica sobre estos puntos. Basta recoger unos cuantos principios. Comencemos por el Concilio Vaticano II. He aquí las ideas más importantes.
      La fe nos obliga a cumplir nuestros deberes de caridad y justicia en los asuntos temporales (GS, n. 43)
      Todo lo que la Iglesia pueda ofrecer a la sociedad civil lo hace por su naturaleza de signo e instrumento de la salvación universal. Los bienes terrenos aumentan la gloria de Dios y ayudan a conseguir la salvación eterna. (ib, n. 45)
      No puede haber incomunicación entre la vida religiosa y las actividades temporales (ib.)
      Tiene que haber unidad y compatibilidad entre la vida religiosa y las ocupaciones temporales (ib.)
      Las tareas y ocupaciones temporales corresponden propiamente a los laicos, aunque no exclusivamente (ib.)
● Ellos actúan como ciudadanos respetando las leyes propias de cada actividad con verdadera competencia
● Colaboran con quienes persiguen los mismos fines
● “Corresponde a la conciencia de los laicos, debidamente formada, inscribir la ley divina en la ciudad terrena”
● Deben impregnar el mundo del espíritu cristiano y han de ser también testigos de Cristo en la sociedad humana.
● Los pastores deben ofrecerles iluminación doctrinal y fortaleza espiritual.
      Nadie puede reivindicar para sí de manera exclusiva la representación de la Iglesia.
      Es posible y legítimo que los cristianos, actuando sinceramente según su conciencia, tengan opiniones diferentes sobre los mismos asuntos.
      El Concilio señala “algunos problemas más urgentes” en los que los cristianos tienen más posibilidades o más obligación de intervenir y de hacer sus aportaciones.
    El matrimonio y la familia
El bien temporal y eterno de las personas depende en buena medida de la salud de esta comunidad de amor y de vida. Por eso los cristianos la tienen que tener en gran aprecio y colaborar cuanto puedan para su prosperidad. El reconocimiento del matrimonio y de la familia encuentra hoy muchas dificultades, de ahí la necesidad de “promover y proteger la dignidad natural del matrimonio” (n.47)
      El matrimonio es una “comunidad de vida y amor conyugal, establecida por el Creador” como “institución estable”, nacida del mutuo consentimiento y compromiso. (n.48).
      Es “escuela del más rico humanismo”, “fundamento de la sociedad”, por lo cual “el poder civil ha de considerar como un sagrado deber suyo el reconocimiento de la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y fomentarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. (ib.).
      Los cristianos pueden y deben contribuir al bien de las familias de muchas maneras, ante todo con su ejemplo personal y familiar, con su competencia profesional (biólogos, psicólogos, sociólogos, políticos), con asociaciones, intervenciones en los medios de comunicación, en instituciones educativas.
    La cultura
      La cultura es esencial para el crecimiento de las personas y el desarrollo de la sociedad. (n.53)
      El crecimiento de la cultura es conforme con el plan de Dios, prepara al hombre para recibir la buena nueva del evangelio, lo libera para dedicarse a las actividades más altas del espíritu y de la fraternidad humana. Por eso es tarea de la Iglesia y de los cristianos purificar, fomentar y difundir la cultura, favorecer el encuentro y la comunicación pacífica y fecunda entre las culturas de los diversos pueblos. (58)
      Debemos defender la libertad de la cultura y su verdadero ordenamiento al bien de todo el hombre y de todos los hombres, sin servir los intereses de la clase política ni de ningún grupo de presión.
      Es obligación nuestra defender y fomentar el derecho de todos los hombres a la cultura, a los bienes básicos culturales que les permitan intervenir en la vida pública con libertad y responsabilidad (60)
      Los cristianos deben conocer la cultura de su tiempo y procurar armonizarla con las verdades de la fe y las exigencias de la moral cristiana.
    La vida económica y social
      Es preciso someterla al bien del hombre, pues el hombre es el autor, y el fin de toda la actividad y la vida económica y social (n.63)
      Existen muchas desigualdades y desequilibrios. Es deber de los cristianos trabajar para que la actividad económica se mantenga ordenada al bien común, no caiga bajo el poder de grupos cerrados, que se fomente la creación de bienes y se favorezca una distribución justa de los mismos.
      Es preciso defender la dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores. (67)
      En cualquier sistema y en toda circunstancia hay que tener en cuenta el destino universal de los bienes de la tierra. Todo hombre tiene derecho a poseer los bienes necesarios para asegurar su vida y la de su familia.
      En toda actividad económica y social debemos procurar la justicia bajo la inspiración de la caridad.
En la vida política
      La Iglesia alaba a los cristianos que se dedican a la gestión de la vida pública mediante el ejercicio de la política. Es bueno fomentar el asociacionismo de personas, familias y diferentes grupos humanos. No hay que conceder demasiado poder a las instituciones políticas.
      Los cristianos debemos fomentar el sentido interior de justicia, el servicio del bien común y la verdadera naturaleza y justo ejercicio de la autoridad política. (n. 74)
      Es también tarea de los cristianos la defensa de la paz mediante el ejercicio de la justicia y el fomento de las relaciones y de la colaboración internacionales
    Juan Pablo II (Christifideles Laici)
      El Papa recuerda cómo la exhortación Evangelii nuntiandi, que tanta y tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la diversificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión evangelizadora de la Iglesia, recuerda que «el campo propio de su actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social, de la economía; así como también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos haya compenetrados con el espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente comprometidos en ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada, tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios —y por tanto de la salvación en Jesucristo─, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente humano, sino manifestando una dimensión trascendente a menudo desconocida»(n.23)
      Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones.
      La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más conformes a la dignidad humana.
      Precisamente en este sentido se había expresado, repetidamente y con singular claridad y fuerza, el Concilio Vaticano II en sus diversos documentos. Volvamos a leer un texto —especialmente clarificador— de la Constitución Gaudium et spes: «Ciertamente la Iglesia, persiguiendo su propio fin salvífico, no sólo comunica al hombre la vida divina, sino que, en cierto modo, también difunde el reflejo de su luz sobre el universo mundo, sobre todo por el hecho de que sana y eleva la dignidad humana, consolida la cohesión de la sociedad, y llena de más profundo sentido la actividad cotidiana de los hombres. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer una gran ayuda para hacer más humana la familia de los hombres y su historia» [134].
      En esta contribución a la familia humana de la que es responsable la Iglesia entera, los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su «índole secular», que les compromete, con modos propios e insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal. En todo momento queda claro que la capacidad de influencia de la Iglesia y de los cristianos en la vida social y pública, es proporcional a la vitalidad religiosa, a la autenticidad de vida cristiana, de cada persona, de cada grupo, de cada comunidad eclesial. La secularización de la Iglesia, el intento de someter la vida o el magisterio de la Iglesia a las imposiciones de los políticos o a las tendencias ideológicas de los grupos políticos, debilita su fuerza moral y merma su capacidad de influencia. Curiosamente, la Iglesia purificada de toda politización, es más más influyente en la sociedad que las Iglesias politizadas y secularizadas.
      El Papa señala como un objetivo central de la influencia de la Iglesia en la vida social, el
      Promover la dignidad de la persona
37. Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana.
Como consecuencia de este reconocimiento de la dignidad de la persona, el Papa señala,
El derecho a la vida
La familia
  Colocar al hombre en el centro de toda actividad económico-social
43. El servicio a la sociedad por parte de los fieles laicos encuentra su momento esencial en la cuestión económico-social, que tiene por clave la organización del trabajo.
La gravedad actual de los problemas que implica tal cuestión, considerada bajo el punto de vista del desarrollo y según la solución propuesta por la doctrina social de la Iglesia, ha sido recordada recientemente en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, a la que remito encarecidamente a todos, especialmente a los fieles laicos.
    Benedicto XVI
Ha hablado en muchísimas ocasiones. Lo fundamental de su pensamiento lo expresó admirablemente en su primera encíclica, No es misión de la fe ni de la Iglesia construir la sociedad justa. Esta tarea es misión del hombre en general, de la sociedad entera, con sus instrumentos, con su razón.
      La fe nos ayuda a los cristianos en el cumplimiento de esta tarea común. Ella nos ayuda, en primer lugar, a descubrir los fundamentos y las exigencias de la justicia, y, en segundo lugar, nos proporciona la fortaleza necesaria para realizarla y para no ceder ante las presiones de la ambición, de la codicia, de los intereses particulares.
    Conferencia Episcopal Española (Católicos en la vida pública), en 1986,
      Los Obispos españoles justifican ampliamente la legitimidad de la intervención de los católicos en la vida pública y señalan estos objetivos principales.
      Defensa de la dignidad de la persona, de la libertad y del protagonismo social en la vida cultural, moral y política.
      Distribuir equitativamente los costes de la crisis. (p.398)
      La vida en libertad no es posible sin un alto grado de responsabilidad moral. Los ciudadanos en general, y los cristianos en particular, necesitamos una conciencia moral bien formada y efectiva para poder actuar correctamente en el comportamiento personal y social.
      Originalidad de los cristianos. Los cristianos, gracias a nuestra fe, estamos en excelentes condiciones para actuar en la vida social y pública de manera positiva. La fe clarifica nuestro conocimiento de los necesarios principios morales, nos sostiene en un estilo de vida justo, por encima de toda cautividad ideológica, aplicable a la vida personal, familiar, profesional y política.
      Los Obispos afirman la necesidad de las asociaciones de cristianos, unas con fines eclesiales y otras, dotadas de la autonomía necesaria, con fines civiles. Estas últimas tienen que ser autónomas, independientes de la potestad religiosa. Tales asociaciones resultan indispensables en el campo de la familia y de la educación, de la vida profesional y cultural, así como en el campo de la política.
III. Aplicaciones concretas a la situación española
      En estos momentos no podemos conformarnos con pensar de un manera intemporal y desconectada de la realidad. No podemos ignorar que nuestra sociedad está padeciendo las consecuencias de un grave deterioro moral, institucional y político. Cualquier observador imparcial tiene que reconocer que el deterioro de nuestra convivencia proviene del relativismo y de la inseguridad moral que padecen muchas personas. Al alejarnos de toda religiosidad hemos perdido la claridad de la conciencia moral, hemos sustituido la moral objetiva fundada en el bien de la naturaleza, por una moral del todo subjetiva, cambiante, oportunista y relativista, que termina justificando el bien propio al margen de los posibles derechos de los demás. La afirmación de la libertad omnímoda de los más fuertes termina siendo el único y último criterio de moralidad y de justicia.
      Precisamente porque la aportación de la fe cristiana a la vida personal y pública es singularmente de orden moral por eso es hoy más necesaria y urgente. En todos los ámbitos y niveles de la vida eclesial española, desde la Conferencia Episcopal, hasta las parroquias, asociaciones y movimientos, tendría que resonar hoy esta pregunta, ¿qué podemos, qué debemos aportar hoy los cristianos a la vida social y pública de la sociedad española?
      Somos conscientes de que hoy la opinión pública española padece muchos malentendidos acerca de lo que significa la fe y la realidad católica de España. Sabemos también cómo hay un fuerte resentimiento contra el catolicismo que hace muy difícil la presencia y la influencia de los católicos en la vida pública. Pero estos datos demuestran la necesidad de esta presencia y la urgencia de una clarificación teórica y práctica en estas cuestiones que haga posible el entendimiento y la colaboración entre creyentes y no creyentes, católicos y laicos. Católicos y no católicos, Iglesia e instituciones civiles tendríamos que hablar serenamente y buscar el modo de colaborar en una recuperación de la conciencia moral de nuestra sociedad. Estamos lejos de poder hacerlo seriamente. Son demasiadas las distancias, son demasiadas las sospechas, son demasiadas las exclusiones.
      Para no dejarnos llevar de ilusiones carentes de realismo, comencemos por reconocer que para influir en la vida pública, lo primero que necesitamos es la existencia de un número suficiente de fieles cristianos laicos, bien formados, espiritualmente convencidos y convertidos, dispuestos a entrar y trabajar en la vida política con libertad y responsabilidad, en plena coherencia con una conciencia cristiana clara y exigente. No necesitamos una presencia cualquiera de cristianos en la política sino una presencia coherente, vocacional, realmente misionera, limpia de ambiciones temporales.
      Antes de pensar en posibles maravillas, tenemos que poder contar con un laicado potente, espiritual y socialmente, que cuente con una buena formación, doctrinal y social, dispuesto a actuar públicamente en coherencia con la fe cristiana, sin miedo a soportar la incomodidad que esto le pueda traer, rompiendo con el tabú de la “clandestinidad religiosa”, plenamente convencido de la fecundidad social y política de la conciencia cristiana, actuando en colaboración con cuantos quieran actuar en política con esta misma inspiración moral.
      Esto requiere que la Iglesia promueva lugares de formación y personas capaces de acompañar y de ayudar. Requiere también el reconocimiento de la libertad y legítimas diferencias entre los cristianos. Y requiere la suficiente madurez para intentar imponer a la comunidad cristiana las propias preferencias o estrategias políticas.
    Objetivos concretos
      La presencia de los cristianos en la vida pública española, actuando de acuerdo con una conciencia bien formada, de manera aislada o asociada, tendría que comprometerse en puntos como:
● La moralización de la vida pública, luchando contra el desastre y la vergüenza de la corrupción, la mala gestión, el enchufismo.
● Proponer como norma magna en toda actuación política el servicio al bien común, la exclusión de todo partidismo, electoralismo y cualquier mira particularista en las decisiones de gobierno.
● Desterrar la mentira. Defender y practicar la veracidad, la información, la participación efectiva, el respeto a la verdad y a la calidad de la opinión pública, por encima de improvisaciones, manipulaciones, servilismos, etc.
● El protagonismo de la sociedad sobre las instituciones, ponen las instituciones al servicio de la sociedad y no la sociedad al servicio de las instituciones. No esperar demasiado de las instituciones públicas
● La limitación de los poderes y del expansionismo de la administración pública (n. 75)
● La renovación de la educación en todos sus niveles
● La puesta en marcha de políticas familiares enérgicas y efectivas,
● Apertura prudente, responsable y cauta a la inmigración
● Eliminar los elementos de división y enfrentamiento entre los españoles, favoreciendo políticas de reconciliación, convivencia y tolerancia de todos los españoles, por encima de las diferencias culturales, religiosas y territoriales.
● Fomentar la educación social y política de los jóvenes
    Una cuestión pendiente
      Un día u otro, tanto desde la Iglesia como desde la sociedad civil, los españoles tendremos que plantearnos una cuestión importante: ¿Es conveniente alguna intervención colectiva de los cristianos en la vida política? Desde 1976 la postura generalizada es que no. Mi postura personal es que sí.
      La razón es sencilla, en la vida social la verdadera influencia solo se consigue mediante la presencia y la intervención de asociaciones capaces de hacerse respetar y que tengan la suficiente fuerza como para obligar a las instituciones públicas a tenerlas en cuenta. Estas asociaciones pueden ser de distinta naturaleza y actuar en terrenos diferentes.
      Estas asociaciones pueden ser en primer lugar, intraeclesiales o civiles. Las primeras resultan indispensables para formar y apoyar a los fieles cristianos que quieran intervenir cristianamente en la vida pública. Las asociaciones son plataformas indispensables para que los cristianos intervengan como tales en los diversos sectores de la vida social y política.
      1º, En el caso de las asociaciones civiles, podemos pensar, primeramente, en asociaciones civiles, de utilidad social, no estrictamente políticas, como asociaciones profesionales, familiares, culturales.
      2º, Y podemos pensar también en asociaciones que intervengan más directamente en la vida pública. Estas asociaciones pueden ser de orden prepolítico, ordenadas directamente a influir en la opinión pública o la formación política de los ciudadanos; y pueden ser también estricta y directamente políticas, con tal de que tengan un estatuto plenamente civil, de modo que sus miembros actúen como ciudadanos, en igualdad de condiciones con los demás, bajo su propia responsabilidad, sin injerencias de la Jerarquía, sin atribuirse la representatividad de la Iglesia y respetando la libertad y legítima variedad de opinión de los cristianos en asuntos políticos.
      No estoy hablando acerca de la oportunidad o no oportunidad de hacer algo semejante en estos momentos. El juicio sobre la oportunidad o no oportunidad, sobre lo que en cada momento interesa o no interesa, no es un juicio doctrinal, ni siquiera pastoral, sino que es un juicio político, que a mí no me corresponde hacer. Estoy hablando en el terreno de los principios y de la doctrina, Y digo simplemente que la Iglesia y los cristianos en España no estaremos bien situados en una sociedad democrática, ni la democracia española será madura y bien asentada, hasta que haya algo de esto, hasta que nuestra realidad se acerque a lo que teóricamente, desde la teología cristiana, tiene que ser la presencia y la responsabilidad de los cristianos en una sociedad libre y respetuosa de las libertades. Mientras tanto, ni la Iglesia cumple del todo con su misión, ni la sociedad es plenamente democrática.
Mons. Fernando Sebastián Aguilar
Arzobispo emérito de Pamplona


PALABRA DE VIDA OCTUBRE 2013

Entró el otoño y empieza el mes del Rosario. Nos ayudará en todo una nueva Palabra si nos esforzamos en llevarla a la vida concreta diariamente. Esta es la esencia de nuestra vida.
 
 
«A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo;
porque el que ama ha cumplido el resto de la ley»
(Rm 13, 8)
 
         En los versículos anteriores (Rm 13, 1-7), san Pablo había hablado de la deuda que tenemos para con la autoridad civil (obediencia, respeto, pago de impuestos, etc.), y subrayaba que incluso la satisfacción de esta deuda debe estar movida por el amor. En cualquier caso, se trata de una deuda fácilmente comprensible, pues en caso de incumplimiento sufriríamos las sanciones previstas por la ley.
         Partiendo de aquí, pasa a hablar de otra deuda más difícil de entender: la que, según la consigna que nos dio Jesús, tenemos ante cualquier prójimo nuestro: el amor mutuo en sus distintas expresiones: generosidad, premura, confianza, aprecio recíproco, sinceridad, etc. (cf. Rm 12, 9-12).
 
«A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley».
         Esta Palabra de vida nos subraya dos cosas.
         Ante todo, se nos presenta el amor como una deuda, es decir, como algo ante lo cual no podemos quedarnos indiferentes, que no podemos posponer; como algo que nos empuja, nos apremia, que no nos deja tranquilos mientras no la paguemos.
         Es como decir que el amor mutuo no es un plus, fruto de nuestra generosidad, del que, en rigor, podríamos dispensarnos sin sufrir las sanciones de la ley positiva; esta palabra nos apremia a ponerlo en práctica so pena de traicionar nuestra dignidad de cristianos, llamados por Jesús a ser instrumentos de su amor en el mundo.
         En segundo lugar nos dice que el amor mutuo es el motor, el alma y el fin al que tienden todos los mandamientos.
         De ahí que, si queremos cumplir bien la voluntad de Dios, no nos podamos contentar con una observancia fría y jurídica de sus mandamientos, sino que habrá que tener siempre presente el fin que Dios nos propone a través de ellos. Por ejemplo, para vivir bien el séptimo mandamiento no podremos limitarnos a no robar, sino que nos tendremos que comprometer seriamente en eliminar las injusticias sociales. Sólo así demostraremos que amamos a nuestro semejante.
 
«A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley».
         Entonces, ¿cómo vivir la Palabra de este mes?
         El tema del amor al prójimo que nos propone tiene infinidad de matices. Aquí nos fijaremos sobre todo en uno que nos parece sugerido de modo especial por las palabras del texto.
         Si, como dice san Pablo, el amor mutuo es una deuda, habrá que tener un amor que sea el primero en amar, como hizo Jesús con nosotros. Es decir, será un amor que toma la iniciativa, que no espera, que no da largas.
         Actuemos así durante este mes. Tratemos de ser los primeros en amar a cada persona que nos encontramos, a la que llamamos o escribimos o con la cual vivimos. Y que nuestro amor sea concreto, que sepa entender, prevenir, que sea paciente, confiado, perseverante y generoso.
         Nos daremos cuenta de que nuestra vida espiritual dará un salto de calidad, ¡por no hablar de la alegría que nos llenará el corazón!
 
CHIARA LUBICH

4 de octubre de 2013

FAMILIA Y NATALIDAD


En el hundimiento de la natalidad europea concurren, a mi modo de ver, tanto factores socio-económicos como ideológico-culturales. Entre los primeros, los más importantes son, sin duda, la prolongación del período formativo (que ocasiona un aplazamiento del matrimonio y la procreación), la plena incorporación de la mujer al mercado laboral y la creciente “penalización” económica que comporta la paternidad. Mientras que los dos primeros factores parecen difícilmente reversibles, el tercero puede resultar compensable mediante las políticas adecuadas.

         ¿Cúanto cuesta criar a un hijo? Jean-Didier Lecaillon realizó en 1995 un estudio sobre cómo había evolucionado en Francia el coste de la paternidad; su conclusión fue que tiende a crecer en términos relativos: en 1979, una familia con dos hijos debía percibir ingresos un 42% superiores a los de una familia sin hijos para poder disfrutar del mismo nivel de vida que ésta; para 1989, el porcentaje había subido hasta el 57%

         Phillip Longman cita una estimación del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (realizada en 2001): a la familia media norteamericana le costará 211.370 dólares el mantenimiento y educación de su primer hijo, entre los 0 y los 17 años (no se incluye, pues, el precio de la universidad); el coste de cada hijo sucesivo es algo inferior (“economía de escala”: los niños compartirán quizás una misma habitación, “heredarán” ropa, etc.). Ahora bien, este balance sólo incluye partidas como alimentación, alojamiento (los metros adicionales de vivienda necesarios para hacer sitio a un niño), vestido, etc. Longman arguye, razonablemente, que deberían añadirse los “costes de oportunidad”: el lucro cesante y perjuicios profesionales ocasionados por la maternidad. Si la mujer deja totalmente el trabajo para dedicarse a criar a su hijo, estará renunciando a unos ingresos totales de 823.736 $ [unos 596.000 €, o 100 millones de ptas.]; sumados a la partida anterior, completarían un total de más de un millón de dólares. Habría que añadir aún el coste derivado de la reducción de la pensión de jubilación de la madre (que no habrá podido cotizar durante los 17 años de crianza)


         Ciertamente, el “coste de oportunidad” será inferior si la mujer no interrumpe su actividad profesional. Pero no dejará de existir: se ha comprobado que las madres experimentan, como promedio, una “penalización” salarial (por rendimiento inferior, discriminación empresarial [los empleadores prefieren a trabajadoras sin ataduras], etc.) de entre un 5% y un 9%; a ello habría que sumar la inversión en nannies, guarderías, etc.; el total, durante 17 años, se aproxima a los 100.000 $ [72.000 €, 12 millones de ptas.].

         Las ventajas fiscales, subsidios, etc. que puedan recibir las familias con hijos (que varían mucho de unos países a otros: en España, por ejemplo, son insignificantes) no compensan en ningún caso la enorme inversión realizada por los padres (una inversión que, por supuesto, no es sólo económica: también incluye noches sin dormir, pérdida de libertad, etc.). En lo esencial, el Estado sigue tratando la paternidad como una opción personal más, una cuestión de gustos: unos cifran su felicidad en tener hijos, igual que otros la cifran en viajar, pintar o cultivar un huerto (y se supone que el Estado debe permanecer neutral entre todas esas “concepciones de la vida buena”) Por ejemplo, el sistema de pensiones penaliza de hecho a los padres frente a los childless: la mujer sin hijos (que no habrá tenido que sacrificar su carrera profesional) recibirá en la jubilación una pensión mucho más alta que la mujer que dejó de trabajar y cotizar … para engendrar los hijos que pagarán las pensiones de ambas. Un caso flagrante de free riding.
      La línea divisoria más importante en una sociedad post-industrial ya no es la de clase o raza, sino la reproductiva: padres frente a no padres. El Estado del Bienestar clásico (Bismarck-Beveridge) fue diseñado en una época en que lo importante era atenuar la tensión burguesía-proletariado, compensando las desigualdades de clase, mientras que la reproducción se daba simplemente por supuesta (“niños se tendrán siempre [Kinder hat man so wie so]”, contestó Konrad Adenauer en los 50, cuando alguien comentó que una futura caída de la natalidad podría poner en peligro el sistema de pensiones de la República Federal). La política social clásica ha dejado de ser vital en una época en que ya están garantizadas las oportunidades educativas para todos, en que el proletariado se ha aburguesado y la tensión interclasista ha perdido mordiente. En cambio, se ahonda cada vez más la distancia (en renta, en oportunidades, hasta en consideración social) entre los padres y los no padres. Con la importante diferencia de que la pertenencia a una u otra categorías es electiva: uno no escoge en qué clase social nace, pero sí decide si engendra hijos o no.

  Es precisa una completa reorientación de la función redistributiva del Estado del Bienestar hacia el fomento de la natalidad. Unos padres de clase media merecen más ayuda estatal que unos no-padres de clase baja (que, si tienen ingresos bajos –en una sociedad como la europea, donde la educación es gratuita- es presumiblemente porque no quisieron estudiar o no se esforzaron lo suficiente). Las medidas imaginables son muy variadas, y no es éste el lugar para entrar en una consideración detallada. Reflejemos, a título de ejemplo, una de las propuestas de Phillip Longman: reducir en un tercio las contribuciones de Seguridad Social de los padres casados que tengan un hijo, en dos tercios las de los que tengan dos, y eximir totalmente de contribución a los que tengan tres o más. Llegada la edad de la jubilación, estas personas recibirían una pensión equivalente a la que recibirían si hubiesen estado cotizando con la contribución máxima, siempre que el hijo o hijos hayan al menos obtenido el título de educación secundaria. Este sistema tendría varias ventajas: sólo beneficiaría a los padres que trabajan (es decir, no incentivaría la dependencia respecto a las prestaciones estatales como alternativa al trabajo); promocionaría el matrimonio (la sociedad necesita que las parejas tengan un compromiso fuerte; está comprobado que las parejas casadas tienen más hijos y los educan mejor); no primaría a los padres simplemente por engendrar niños, sino que requeriría de ellos que, además, velasen por su formación (hasta conseguir que, al menos, el niño obtenga el graduado escolar). La pérdida de cotizaciones motivada por las exenciones a los padres podría ser compensada de varias formas: por ejemplo, mediante una reducción general del monto de las pensiones (que dejarían de actualizarse con arreglo a la inflación) que afectaría en menor medida a los padres (pues ellos cobrarían la pensión máxima). Debe tenerse presente que el envejecimiento de la población obligará en todo caso a una reducción de las pensiones: el sistema de Longman discrimina entre padres y childless, obligando a estos últimos a soportar un porcentaje mayor de la reducción (en cambio, la otra medida aplicable –la elevación de la edad de jubilación- no distingue entre ambas categorías).

     La propuesta de Longman es interesante: no requiere un difícilmente financiable aumento de las prestaciones del Estado del Bienestar sino, al contrario, una reducción selectiva de cotizaciones y prestaciones, estructurada en forma tal que beneficie lo más posible a los padres. Las políticas natalistas no tienen por qué implicar “más Estado”. Por ejemplo, reformas liberales como la implantación del co-pago sanitario (o mejor aún: co-pago para los adultos y gratuidad para la atención pediátrica) o el cheque escolar podrían tener un efecto pro-natalidad: al reducir el gasto sanitario y educativo (las escuelas privadas rentabilizan más eficazmente los recursos que las públicas: la implantación del cheque escolar permitiría una reducción importante del presupuesto en educación), harían posible una atenuación de la presión fiscal que podría beneficiar –mediante las discriminaciones y desgravaciones adecuadas- sobre todo a los padres. Lo mismo cabe decir de la liberalización del mercado laboral: parece claro que uno de los factores que contribuyen a la baja natalidad de los países mediterráneos es el alto índice de paro juvenil. Y los Estados Unidos tienen la natalidad más alta de Occidente con “menos Estado” que los países europeos y un mercado mucho más libre (que permite, por ejemplo, horarios más flexibles y hace que las mujeres encuentren más fácilmente un empleo tras un período de maternidad-crianza).

       Causas ideológicas de la baja fertilidad

         Una retribución más justa de la vital aportación que hacen los padres a la sociedad contribuiría, sin duda, a cierta recuperación de la natalidad … Y, sin embargo, es preciso reconocer que los condicionamientos económicos no son quizás los decisivos. Transmitir la vida es lo más trascendente y misterioso que pueden hacer las personas. Es claro que en una decisión tan importante no intervienen sólo consideraciones financieras: influyen también los valores y las creencias sobre el amor, la familia, la posición del hombre en el cosmos, el sentido de la vida y de la muerte …

         Ningún país ha aplicado políticas natalistas tan radicales como la sugerida por Longman (que haría depender la cuantía de las pensiones de jubilación del número de hijos criados). Quizás conseguirían un impacto importante. Sí se ha podido rastrear el efecto de las políticas natalistas “moderadas” (aumento de los subsidios a las madres; medidas de compatibilización familia-trabajo; prolongación de la baja maternal; disponibilidad de guarderías …). Joëlle Sleebos, en un estudio de 2003, llegó a la conclusión de que su incidencia en la natalidad era … muy débil. Países con pocos subsidios (EEUU) tienen tasas de natalidad mucho más altas que países con fuertes subsidios a la maternidad (Alemania, Austria). Anne Hélène Gauthier y Jan Hatzius calcularon en 1997 que un aumento de un 25% en los subsidios familiares se traduce en un incremento de la natalidad de sólo un 0.6% (es decir, 0.07 hijos/mujer).

         Por tanto, será imprescindible dar la batalla por la natalidad, no sólo en el terreno jurídico-económico, sino también en el de los valores y las ideas. Existe una ideología antinatalista compartida, de manera más o menos implícita, por muchos europeos. Muchos de nuestros contemporáneos se abstienen de la procreación, no (sólo) por “egoístas” consideraciones económicas, sino por idealismo: creen sinceramente que así prestan un servicio a la sostenibilidad ambiental y, en definitiva, a la humanidad futura. Ha tenido efectos desastrosos la filosofía ecologista-neomaltusiana a lo Club de Roma, con su mensaje apocalíptico de superpoblación, deterioro medioambiental y agotamiento de los recursos naturales (su encarnación más reciente es la “calentología” de Al Gore). En la Europa que se desliza hacia un envejecimiento fatal, todavía resuenan mensajes como el de John Guillebaud, profesor de Planificación Familiar en el University College de Londres: “la forma más eficaz de ayudar al planeta que tiene a su alcance cualquier británico consiste en tener un hijo menos”. O la militante ecologista que anunció que había abortado y se había ligado las trompas para salvar a los osos polares: “cada persona que nace consume más comida, más agua, más combustibles fósiles, y produce más basura, más polución, más gases de efecto invernadero, contribuyendo a la sobrepoblación”. Como indica Mark Steyn, vistos los raquíticos índices de natalidad europeos, rusos y japoneses, se diría que “gran parte del mundo ha decidido actuar preventivamente contra el cambio climático mediante el suicidio como sociedad”. El ecocentrismo (Earth First!) ha rebajado drásticamente la autoestima de la humanidad: ya no somos los reyes de la creación, sino la especie advenediza que sobreconsume, se reproduce desconsideradamente y rompe los equilibrios naturales. No es de extrañar que algunos radicales deseen desagraviar a Gaia-Pachamama mediante la extinción.

         Otro vector de la “ideología antinatalista” es, sin duda, el feminismo radical. El cual casa bien con el ecocentrismo: si debemos detener a toda costa el peligroso crecimiento de la humanidad, nada mejor que convencer a la mujer de que los roles de esposa y madre son alienantes. Es significativo que, en el primer capítulo de The feminine mystique (Biblia del ultrafeminismo) de Betty Friedan (1963), el célebre ataque contra la familia americana de clase media (a la que la autora describe como “un confortable campo de concentración”) vaya precedido de consideraciones neomaltusianas sobre la “explosión demográfica”. Y Friedan tuvo éxito: advinieron la liberación sexual (con su secuela de volatilidad amorosa e incapacidad para el compromiso duradero), el “derecho al aborto”, el descenso de la nupcialidad, el porcentaje creciente de mujeres que aseguran no necesitar la maternidad para sentirse realizadas (un 40% de las alemanas con título universitario no tienen hijos) …

         La crisis del matrimonio y la familia es, sin duda, uno de los factores que más ha influido en el descenso de la natalidad. El matrimonio es el ecosistema ideal para la vida incipiente: es más fácil adoptar la decisión de tener un hijo con una persona con la que se está comprometido “para siempre” que con un amante ocasional. Junfu Zhang y Xue Song encontraron que, en EEUU, las parejas casadas son cuatro veces más fértiles que las que cohabitan sin casarse (el 61% de las parejas que cohabitan no tienen hijos; entre las casadas, el porcentaje es sólo del 22%). Lo cual no puede sorprender, si tenemos en un matrimonio la mujer se atreve más fácilmente a asumir el coste económico y profesional que presumiblemente comportará la maternidad etc.
     Kohler, Billari y Ortega dan a entender que se ha roto el nexo entre natalidad y nupcialidad, basándose en el dato de que algunos de los países europeos con mejores índices de fertilidad (Francia, Suecia, Noruega …) tienen altos porcentajes de nacimientos fuera del matrimonio. Pueden replicarse varias cosas: que el país más fértil de Europa es la nupcialista Irlanda (2.10 hijos/mujer); que tanto en Francia-UK-Holanda-Escandinavia como en España-Italia sigue siendo cierto que las parejas casadas son más fértiles que las no casadas (el mayor índice de fertilidad total en Francia, etc. podría deberse, por tanto, a otros factores, como la fuerte presencia de inmigrantes); y que presentar a España o Italia como países “nupcialistas” es algo que sólo puede hacerse con importantes matizaciones: también en España crece a toda velocidad la incidencia del divorcio, el porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio, etc.… sin que eso haya servido para que se recupere la natalidad. No cabe afirmar que el matrimonio goce de buena salud en el sur de Europa: la gente se casa tarde (en la treintena: la larga permanencia en el hogar paterno –una constante en los países mediterráneos- es, precisamente, uno de los factores causantes de la baja natalidad), y con la conciencia de que hay una posibilidad sobre dos de que la unión termine en divorcio. Un matrimonio fácilmente disoluble es poco más “asegurador” para la mujer que la cohabitación. El temor al divorcio (a encontrarse de pronto solas criando niños) es una de las razones por las que las mujeres no se atreven a tener más hijos.
       Junto al ecologismo antihumanista y el feminismo antifamiliarista, diría que la “ideología” que más ha dañado a la procreación es el que podríamos llamar “epicureísmo presentista”. Su principio único es “pásalo lo mejor posible mientras puedas”. Su norte es la felicidad individual de pequeño formato, poco compatible con ataduras irreversibles como la paternidad o el emparejamiento vitalicio. Gana terreno a medida que declinan las concepciones religiosas del bien y de la salvación, así como las “grandes causas” colectivas que funcionaron como sus sucedáneos laicos (la nación, la revolución comunista …). Fenecidos los grandes relatos (religiosos o históricos), sólo queda el pequeño relato de la diversión individual. Cambiar pañales -o soportar a un adolescente rebelde- no es divertido.
   Cuando el credo occidental se reduce a “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, es lógico que los niños salgan de la escena. No importa lo que le ocurra a la sociedad dentro de 50 años: yo ya no estaré aquí para sufrir las consecuencias. Algunos culpan al capitalismo y su cuerno de la abundancia de favorecer este egoísmo presentista. Otros acusan al Estado del Bienestar socialdemócrata, que desresponsabiliza a los ciudadanos, convirtiéndolos en niños mimados que sólo saben reclamar más y más “derechos”, sin pararse a pensar quién y cómo los financiará.  Los niños mimados tienden a ser egoístas. Es la tesis de Mark Steyn, quien considera que el europeo medio quizás intuye que el sistema de bienestar (pensiones, sanidad, etc.) no es sostenible a largo plazo … pero, lejos de plantearse en serio los sacrificios pertinentes (tener más hijos, aceptar recortes de las prestaciones, jubilarse más tarde, etc.), exige que se le dé lo suyo, y “después de mí, el diluvio”. Fiat ius meum, pereat mundus. La hostilidad mostrada hasta ahora por la ciudadanía europea ante cualquier medida de ahorro que afecte al “gasto social” o los “derechos adquiridos” (disturbios en Gran Bretaña por la subida de las tasas de matrícula y en Francia por el retraso de la edad de jubilación [¡tan sólo a 62 años!], oposición sindical en España a cualquier medida de flexibilización del mercado laboral …) parece abonar esta interpretación. Todo lo cual vuelve aun más dramático el problema demográfico. No sólo no parecen dispuestos los europeos a tener más hijos: tampoco están preparados para asumir los contundentes recortes de prestaciones estatales que el envejecimiento de la población inevitablemente traerá consigo.
        Egoísmo, irresponsabilidad, horizonte corto … Pero, ¿por qué tendría que manejar un horizonte más largo quien está convencido de que nuestra especie no es sino un capricho de la química del carbono, que nuestros pensamientos y sentimientos no son sino fenómenos neuroeléctricos, y que nada del individuo sobrevive a su muerte física? Para cada uno de nosotros –piensa el materialista- el mundo termina dentro de 10, 30, como mucho 60 años: ¿qué sentido tiene preocuparse por lo que vaya a ocurrir después (sobre todo, si uno ha tenido la precaución de no engendrar hijos por cuyo porvenir inquietarse)?
        Con el declive creciente de la religión (en Europa, que no en el resto del mundo) descrédito de sus sucedáneos seculares (en los dos primeros tercios del siglo XX todavía muchos europeos creían que era preciso tener hijos “por la patria” o “por el socialismo”: ahora ya no), probablemente la filosofía implícita del hombre de nuestra época viene a ser: “he sido arrojado por azar a una existencia en la que me descubro atrapado, y que carece de todo sentido o finalidad; ya que estoy aquí, intentaré sufrir lo menos posible durante los años que me toquen, llevarme bien con los demás, etc. … pero nada de sacrificarme por grandes empresas a largo plazo, ni de esfuerzos cuyo fruto no me vaya a dar tiempo a cosechar”. Alguien que interpreta así la vida no sentirá ninguna urgencia por multiplicarla. ¿Seguro que hacemos un favor a nuestros hijos trayéndolos al ser? El filósofo David Benatar se ha atrevido a explicitar lo que muchos europeos piensan ya secretamente, en un libro cuyo título es Mejor no haber sido nunca: El daño de la existencia. Básicamente, está de acuerdo con Schopenhauer y Cioran en que la vida humana es sobre todo frustración: deseo insatisfecho, carencia, tensión constante hacia objetivos que, una vez alcanzados, decepcionan (la “melancolía del cumplimiento” de que habló Hegel); el saldo emocional de la vida es claramente deficitario: existe una asimetría placer-dolor; los contados momentos de plenitud no compensan los innumerables de frustración, temor, decepción, tedio, hastío … “Si contempláramos nuestra vida objetivamente –comenta Peter Singer en su reseña sobre Better Never to Have Been- veríamos que no es algo que debamos infligir a otros”. Singer tiene la valentía de llevar la argumentación hasta el último paso: “Entonces, ¿por qué no nos convertimos voluntariamente en la última generación sobre la Tierra? Si nos pusiéramos de acuerdo todos para esterilizarnos, no serían precisos sacrificios. ¡Podríamos estar de fiesta hasta la extinción!”. No estaríamos violando los derechos de nadie, pues “las generaciones venideras” aún no existen. En todo caso, estaríamos haciéndoles un favor.
        La crisis demográfica europea, por tanto, es probablemente la expresión de un cansancio civilizacional y de un nihilismo larvado: para desear transmitir la vida, es preciso creer que ésta tiene un significado. La batalla cultural por la natalidad tendrá que descender hasta ese nivel fundamentalísimo: conseguir que los europeos vuelvan a creer en algo que les trascienda y proporcione sentido. Alemania lo está intentando con el patriotismo (campaña Du bist Deutschland: anuncios que ensalzan la belleza de la procreación y la vida de familia, recordando al final que cada niño “es [el futuro de] Alemania”). Los creyentes debemos intentarlo con la religión (hay tímidos indicios de recuperación de la inquietud religiosa en Europa: por cierto, es comprobable estadísticamente que los creyentes tienen más hijos que los ateos). Los agnósticos deberían mirar de las parejas de hecho al de los matrimonios, se está emitiendo un mensaje con simpatía nuestros esfuerzos (en lugar de con hostilidad: sirvan de botón de muestra los virulentos ataques de la prensa “progresista” contra la reciente JMJ en Madrid, donde 2 millones de jóvenes se habían reunido para proclamar, entre otras cosas, su convicción de que la vida tiene sentido y merece ser transmitida).

         En definitiva, Europa necesita una ofensiva cultural (a favor del sentido de la vida, contra el aborto, a favor del matrimonio y la familia, etc.) similar a la que el movimiento conservador norteamericano ha puesto en práctica en los EEUU desde hace 30 años. Esta ofensiva debería partir de la propia sociedad civil (los creadores de opinión: los novelistas, los docentes, los periodistas, los cineastas [películas como ¡Qué bello es vivir! o Family man pueden conseguir más que muchas leyes]). Pero el Estado puede colaborar: la legislación envía mensajes morales a la población. Por ejemplo, si se cuasi-equipara el tratamiento jurídico anti-familia: “casarse es anticuado; las leyes os prometen las mismas ventajas sin necesidad de “atarse” para toda la vida”. Si se rodea a la pareja casada del máximo de privilegios legales y económicos, se está transmitiendo una llamada de signo inverso: “casarse y tener hijos no es una antigualla rancia y castrante, sino algo digno, noble, merecedor de reconocimiento”. Probablemente, lo que necesitan los “últimos padres” no es tanto estímulo económico como reconocimiento cultural: prestigio, gratitud, revalorización de la función parental.
Francisco José Contreras [Fragmento del artículo: “El invierno demográfico europeo”, Cuadernos de Pensamiento Político (FAES), nº33, enero 2012, pp. 103-134]






3 de octubre de 2013

VARÓN Y MUJER: ¿NATURALEZA O CULTURA?

        Si damos una mirada a los últimos siglos de nuestra historia, comprobamos que el movimiento feminista ha cambiado profundamente nuestra convivencia, tanto en la familia como en la sociedad. Estos cambios parecían, al principio, justos y necesarios; más tarde, se los ha caracterizado –con creciente preocupación– como dañinos y exagerados; y, en la actualidad, son (y quieren ser) plenamente destructivos. Para ilustrar esta afirmación, describiré brevemente las tres grandes etapas, en las que se desarrolla el proceso de “liberación” de la mujer. Estas tres etapas muestran un cierto desarrollo cronológico de ideas y hechos, en Occidente. Sin embargo, no están estrictamente separadas en la realidad, sino que se encuentran intercaladas y mezcladas en muchos países. Vivimos en sociedades multiculturales, en las que se pueden observar simultáneamente los fenómenos más contradictorios.
          I. Tres etapas de la “emancipación femenina”
         Nuestro recorrido comienza hacia finales del siglo XVIII y nos lleva hasta la actualidad. No vamos a detenernos en todos los detalles de este largo camino, sino que nos concentraremos en los acontecimientos más representativos de cada etapa.
  1. Los movimientos en favor de los derechos de la mujer.
Al irrumpir la Revolución Francesa, algunas mujeres “inteligentes” se dieron cuenta de que los derechos humanos tan ensalzados beneficiaban tan sólo a los varones. Por tal razón, Olympe Marie de Gouges redactó, en septiembre de 1791, la famosa “Declaración de los derechos de la mujer”, entregada a la Asamblea Nacional para su aprobación. Detrás de ella, había un gran número de mujeres organizadas en asociaciones femeninas. Se definían a sí mismas como seres humanos y ciudadanas, y proclamaban sus reivindicaciones políticas y económicas.
Es interesante, por ejemplo, el artículo VII de esta declaración: “Para las mujeres no existe ningún régimen especial: se les puede acusar y meter en prisión, si así lo prevé la ley. Las mujeres están sometidas de la misma manera que los varones a las idénticas leyes penales.” El artículo X es aún más preciso: “La mujer tiene el derecho a subir al patíbulo.” Las mujeres no querían seguir sin voz ni voto, preferían que se les castigara e incluso padecer la muerte, antes de ser consideradas como niñas sin responsabilidad.
       Desgraciadamente, Olympe de Gouges fue degollada, y junto con ella otras muchas mujeres famosas. A las sobrevivientes se les prohibió reunirse bajo pena de cárcel, y sus asociaciones fueron disueltas a la fuerza. Su misión, por lo pronto, parecía haber fracasado.
 Pero las mujeres no se resignaron. En Inglaterra fundaron el llamado “movimiento contra la esclavitud”. Partían de la base de que también se les tenía que conceder los derechos de sufragio y ciudadanía, igual que se había hecho con los antiguos esclavos. Una de las protagonistas exclamó: “Todo el sexo femenino ha sido despojado de su dignidad. Se le pone a una misma altura con las flores cuyo cometido es sólo el de adornar la tierra.” 
En Alemania, la cuestión de la mujer se planteó más bien en el plano educativo. Se reconoció paulatinamente la necesidad de dar formación también a las jóvenes. Pues la educación no sólo es importante para avanzar más tarde en una profesión fuera del hogar, sino también para el pleno despliegue de la propia personalidad. Cuando una persona aprende a reflexionar por sí misma, también logra ser interiormente libre, no depender de la opinión pública, ni de los medios de comunicación; adquiere madurez humana y se encuentra en mejores condiciones de superar sus propios problemas vitales y los variables estados de ánimo.
Hedwig Dohm (1883-1919), una de las representantes más célebres de ese movimiento, se preguntó lo que hubiese sucedido si el escritor Friedrich Schiller hubiese nacido mujer. Probablemente, sus talentos no se hubiesen podido desarrollar, o acaso sólo después de grandes esfuerzos. Hedwig Dohm considera el interrogante acerca de si las mujeres deben, pueden o han de estudiar tan superficial como si se preguntase si está permitido al hombre desarrollar sus facultades, o si debe usar sus piernas para caminar.
      No vamos a referirnos todas las luchas feministas con sus logros y recaídas. A partir de principios del siglo XX las mujeres consiguieron, por fin, ser admitidas, de modo oficial, en la enseñanza superior y en las universidades, y alcanzaron la igualdad política –al menos según la ley– en todos los países del continente europeo. Con ello, los movimientos en favor de los derechos de la mujer habían conseguido en Occidente sus metas primordiales, y se observa, a continuación, un cierto “período de calma”.
2. El feminismo radical
A partir de la mitad del mismo siglo XX, una parte de las feministas ya no aspiraban simplemente a una equiparación de derechos jurídicos y sociales entre el varón y la mujer, sino a una igualdad funcional de los sexos. Comenzaron a exigir la eliminación del tradicional reparto de papeles entre varón y mujer –que les parecía arbitrario–, y a rechazar la maternidad, el matrimonio y la familia. Se basan fuertemente en la filósofa existencialista Simone de Beauvoir (1908 - 1986), cuya voluminosa obra “Le Deuxième Sexe” (1949) fue un éxito mundial. Beauvoir previene contra la “trampa de la maternidad”, que sería utilizada en forma egoísta por los varones para privar a sus esposas de su independencia. En consecuencia, una mujer moderna debería liberarse de las “ataduras de su naturaleza” y de las funciones maternales. Se recomiendan, por ejemplo, relaciones lesbianas, la práctica del aborto y el traspaso de la educación de los hijos a la sociedad. Shulamith Firestone exige en su obra “The Dialectic Sex” la liberación de la mujer de la “tiranía de la procreación” a cualquier precio, y resume el sentir general de sus compañeras: “Quiero decirlo con toda claridad: El embarazo es una atrocidad.”
        En las décadas siguientes, otras feministas descubrieron que el deseo de “ser como el varón” –aparte de manifestar un cierto complejo de inferioridad– lleva, con frecuencia, a tensiones y frustraciones. Ensalzaron, por tanto, el otro extremo: para llegar a la plena realización, la mujer no tiene que comportarse como el varón, sino que ha de ser completamente femenina, “plenamente mujer”. En adelante, ya no se veía en la equiparación de la mujer con la naturaleza, con el cuerpo, con la emoción y la sensualidad un prejuicio masculino condenable. Al contrario, todo lo emocional, vital y sensual fue estimado como una esperanza para un futuro mejor. Se celebró la “nueva feminidad” y la “nueva maternidad” como funciones meramente biológicas. Y se sostuvo que las mujeres deberían liberar la tierra, y lo harán, porque viven en mayor armonía con la naturaleza.
     Se puede ver en este fenómeno una reacción a los esfuerzos extraordinarios, que ha exigido una emancipación concebida únicamente como un amoldarse a valores considerados como masculinos. Después de que la racionalidad y el ansia de poder “masculinos” han llevado a la humanidad al borde del abismo ecológico y al peligro de una destrucción nuclear –así se dice–, ha llegado el tiempo de la mujer. La salvación sólo puede esperarse de lo ilógico y de lo emocional, de lo suave y lo tierno, tal y como lo personifica la mujer.
       Es obvio, que estas tesis también impiden a la mujer el pleno desarrollo propio. Aparte de considerarla, otra vez, como carente de inteligencia, se la idealiza, incluso se la glorifica, como si fuera un animal sano y santo. Se trata de un desprecio grande que se refiere, por una parte, al varón y aquello que se considera como masculino y, por la otra, a la misma mujer “liberada”, todo esto envuelto en un misticismo, que no ayuda a nadie en la vida cotidiana.
3. La ideología de género
Mientras perduran estas discusiones, hemos llegado a una situación completamente nueva. La actual meta ya no consiste únicamente en emanciparse del predominio masculino, ni tampoco se expresa solamente en liberarse de las funciones concretas femeninas y maternales, que se ha querido conseguir –como hemos visto– a través de dos vías contrarias: reprimiéndolas o exagerándolas hasta llegar a pretensiones irreales.
         Hoy se intenta realizar un paso todavía mucho más radical: se pretende eliminar la misma naturaleza, cambiar el propio cuerpo, llamado cyborg: el neologismo se forma a partir de las palabras inglesas cyber(netics) organism (organismo cibernético), y se utiliza para designar un individuo medio orgánico y medio mecánico, generalmente con el afán de mejorar –a través de modernas tecnologías– las capacidades de su organismo. Es evidente que, de este modo, el “feminismo” (en sentido propio) está llegando a su fin, porque la liberación deseada comprende indiscriminadamente tanto a mujeres como a varones. Mientras muchas mujeres pretenden nuevamente deshacerse –con más ímpetu que nunca– del matrimonio y de la maternidad, los medios de comunicación nos cuentan los sueños fantásticos de unos varones, que quieren disponerse a intervenciones quirúrgicas (implantarse un útero, etc.) para poder hacer la experiencia de dar a luz.
          En consecuencia, algunos prefieren hablar de género (gender) en vez de sexo. No se trata sólo de un cambio de palabras. Detrás de esta modificación terminológica está la ideología posfeminista de gender que se divulga a partir de la década del sesenta del siglo pasado. Según esta ideología, la masculinidad y la feminidad no estarían determinadas fundamentalmente por la biología, sino más bien por la cultura. Mientras el término sexo hace referencia a la naturaleza e implica dos posibilidades (varón y mujer), el término género proviene del campo de la lingüística donde se aprecian tres variaciones: masculino, femenino y neutro. Por lo tanto, las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían a una naturaleza “dada”, sino que serían meras construcciones culturales “hechas” según los roles y estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos (“roles socialmente construidos”).
         Estas mismas ideas se encuentran resumidas en la llamada “Teoría Queer”, que destacadas feministas norteamericanas –como Judith Butler16, Jane Flax o Donna Hareway difunden con éxito por todo el mundo. El nombre de la teoría proviene del adjetivo inglés queer (= raro, anómalo), que fue utilizado durante algún tiempo como eufemismo para nombrar a las personas homosexuales. La “Teoría Queer” rechaza la clasificación de los individuos en categorías universales como “varón” o “mujer”, “heterosexual” o “homosexual”, y sostiene que todas las llamadas “identidades sociales” (no sexuales) sean igualmente anómalas.
Algunos apoyan la existencia de cuatro, cinco o seis géneros según diversas consideraciones: heterosexual masculino, heterosexual femenino, homosexual, lesbiana, bisexual e indiferenciado. De este modo, la masculinidad y la feminidad –a nivel físico y psíquico– no aparecen en modo alguno como los únicos derivados naturales de la dicotomía sexual biológica. Cualquier actividad sexual resultaría justificable. La “heterosexualidad”, lejos de ser “obligatoria”, no significaría más que uno de los casos posibles de práctica sexual. Ni siquiera tendría porqué ser preferido para la procreación. Y como la identidad genérica (el gender) podría adaptarse indefinidamente a nuevos y diferentes propósitos, correspondería a cada individuo elegir libremente el tipo de género al que le gustaría pertenecer, en las diversas situaciones y etapas de su vida.
Para llegar a una aceptación universal de estas ideas, los promotores del feminismo radical de género intentan conseguir un gradual cambio en la cultura, la llamada “de-construcción” de la sociedad, empezando con la familia y la educación de los hijos. Utilizan un lenguaje ambiguo que hace parecer razonables los nuevos presupuestos éticos. La meta consiste en “re-construir” un mundo nuevo y arbitrario que incluye, junto al masculino y al femenino, también otros géneros en el modo de configurar la vida humana y las relaciones interpersonales.
Tales pretensiones han encontrado un ambiente favorable en la antropología individualista del neoliberalismo radical. Se apoyan, por un lado, en diversas teorías marxistas y estructuralistas,20 y por el otro, en los postulados de algunos representantes de la “revolución sexual”, como Wilhelm Reich (1897-1957) y Herbert Marcuse (1898-1979) que invitaban a experimentar todo tipo de situaciones sexuales. También Virginia Woolf (1882-1941), con su obra “Orlando” (1928), puede considerarse un precedente influyente: el protagonista de aquella novela es un joven caballero del siglo XVI, que vive, cambiando de sexo, múltiples aventuras amorosas durante varios cientos de años.
       Más directamente aún, se ve el influjo de la ya mencionada francesa Simone de Beauvoir que –sin poder ser plenamente consciente del alcance de sus palabras– anunció ya en 1949 su conocido aforismo: “¡No naces mujer, te hacen mujer!,”  más tarde completado por la lógica conclusión: “¡No se nace varón, te hacen varón! Tampoco la condición de varón es una realidad dada desde un principio.” Como los protagonistas de la ideología de género sabían estimular convenientemente el morbo del gran público, no es sorprendente que los medios de comunicación pronto comenzaran a informar –con abundantes detalles– sobre los acontecimientos más curiosos. Así, por ejemplo, podíamos enterarnos de que Roberta Close, elegida como “la mujer más guapa de nuestro planeta” en los años ochenta del siglo pasado, ha nacido como Luis Roberto Gambino Moreira, en Brasil. Y prácticamente en todo el mundo se conoce el rostro transexual y sintético, que ha conseguido tener el popstar Michael Jackson a través de múltiples intervenciones quirúrgicas. ¡“My body is my art”! (“Mi cuerpo es mi arte”), es una de las tesis que utilizan los propagandistas de la ideología de género, considerando al cuerpo como lugar de libre experimentación.
II. Una reflexión crítica sobre la ideología de género
¿Qué pensar sobre estas teorías, cuyas consecuencias se pueden apreciar claramente en múltiples ámbitos de nuestra existencia, por ejemplo, en la política y en la medicina, en la psicología y, de modo especialmente destructivo, en la educación? ¿Puede aceptarse que no exista ninguna naturaleza “dada”, que todo sea expresión de nuestra libre voluntad, y que incluso la biología no sea más que cultura?
         Con un mínimo de experiencia y de sentido común, es fácil detectar que esta ideología no puede ser un camino hacia la felicidad. En efecto, reactiva –sin decirlo y, quizás, incluso sin quererlo– la vieja equivocación del maniqueísmo, porque se muestra hostil al cuerpo al que manipula profunda y arbitrariamente. Es evidente que no todo es naturaleza, ni todo es cultura. Pero si el hombre no acepta su corporeidad –con todo lo que implica–, entonces no se acepta a sí mismo y terminará en un desequilibrio emocional, psíquico y espiritual, como veremos a continuación.
1. La necesidad de aceptar la propia corporeidad
Hace algún tiempo, la prensa internacional recordó un terrible experimento médico de los años setenta, que ha fracasado completamente. En aquel entonces, el psiquíatra americano John Money pretendió demostrar la teoría de que el sexo depende más que nada de la forma en que una persona es educada. Sus “conejillos” fueron los gemelos Bruce y Brian Reimer. Como Bruce había tenido un accidente después de nacer, el doctor Money aprovechó la ocasión para transformar su cuerpo –a través de una cirugía plástica– en un cuerpo aparentemente femenino. A la vez dijo a los padres que debían criar al bebé como si fuera una nena y mantener todo el episodio en estricto secreto. Bruce pasó a ser Brenda; su hermano Brian sirvió de sujeto control.
Aunque los padres siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, las cosas no marchaban como estaba previsto: a Brenda no le gustaban los vestidos, no era bien aceptada en la escuela, y pronto manifestó “tendencias lesbianas”, a pesar de las hormonas que le obligaron tomar. Cuando tuvo trece años, su padre no vio más remedio que confesarle lo que había ocurrido. Entonces, Brenda decidió someterse a otro proceso quirúrgico y vivir como chico. Se llamó David en adelante; recordó las frecuentes sesiones terapéuticas con Money durante toda su vida como una tortura, que le habían provocado heridas profundas y siempre abiertas. En 2004, se suicidó.
           Se trata de un ejemplo emblemático: la naturaleza reclama sus derechos. En cierto sentido, el hombre es verdaderamente su cuerpo. No se reduce a poseerlo o habitarlo. Existe en el mundo no solamente “a través de su cuerpo” (Merleau-Ponty), sino “siendo su cuerpo” (Congar). Por su constitución intrínseca, es su cuerpo y, a la vez, lo sobrepasa.

      En la persona humana, el sexo y el género –el fundamento biológico y la expresión cultural–, ciertamente, no son idénticos, pero tampoco son completamente independientes. Para llegar a establecer una relación correcta entre ambos, conviene considerar previamente el proceso en el que se forma la identidad como varón o mujer. Los especialistas señalan tres aspectos de este proceso que, en el caso normal, se entrelazan armónicamente: el sexo biológico, el sexo psicológico y el sexo social.

            El sexo biológico describe la corporeidad de una persona. Se suelen distinguir diversos factores. El “sexo genético” (o “cromosómico”) –determinado por los cromosomas XX en la mujer, o XY en el varón– se establece en el momento de la fecundación y se traduce en el “sexo gonadal” que es responsable de la actividad hormonal. El “sexo gonadal”, a su vez, influye sobre el “sexo somático” (o “fenotípico”) que determina la estructura de los órganos reproductores internos y externos. Conviene considerar el hecho de que estas bases biológicas intervienen profundamente en todo el organismo, de modo que, por ejemplo, cada célula de un cuerpo femenino es distinta a cada célula de un cuerpo masculino. La ciencia médica indica incluso diferencias estructurales y funcionales entre un cerebro masculino y otro femenino.

      El sexo psicológico se refiere a las vivencias psíquicas de una persona como varón o como mujer. Consiste, en concreto, en la conciencia de pertenecer a un determinado sexo. Esta conciencia se forma, en un primer momento, alrededor de los 2 o 3 años y suele coincidir con el sexo biológico. Puede estar afectada hondamente por la educación y el ambiente en el que se mueve el niño.

        El sexo sociológico (o civil) es el sexo asignado a una persona en el momento del nacimiento. Expresa cómo es percibida por las personas a su alrededor. Señala la actuación específica de un varón o de una mujer. En general, se le entiende como el resultado de procesos histórico-culturales. Se refiere a las funciones y roles (y los estereotipos) que en cada sociedad se asignan a los diversos grupos de personas.

         Estos tres aspectos no deben entenderse como aislados unos de otros. Por el contrario, se integran en un proceso más amplio que consiste en la formación de la propia identidad. Una persona adquiere progresivamente, durante la infancia y la adolescencia, la conciencia de ser “ella misma”. Descubre su identidad y, dentro de ella, cada vez más hondamente, la dimensión sexual del propio ser. Adquiere gradualmente una identidad sexual (se da cuenta de los factores biopsíquicos del propio sexo, y de la diferencia respecto al otro sexo) y una identidad genérica (descubre los factores psícosociales y culturales del papel que las mujeres o varones desempeñan en la sociedad). En un correcto y armónico proceso de integración, ambas dimensiones se corresponden y complementan.

        Considerando sin prejuicios los datos fisiológicos y psíquicos, no es difícil admitir que la naturaleza masculina y la femenina se expresan de manera diferente, aunque no hay ni la más mínima duda en que tanto el varón como la mujer tienen el mismo valor, la misma dignidad, y deberían tener las mismas oportunidades para influir en la sociedad en que viven. Sin embargo, la diferencia originaria entre ellos no es ni irrelevante ni adicional, y tampoco es un mero producto social. No es una condición que igualmente podría faltar, y tampoco es una realidad que se pueda limitar sólo al plano corporal. El varón y la mujer se complementan en su correspondiente y específica naturaleza corporal, psíquica y espiritual. Ambos poseen valiosas cualidades que les son propias, y cada uno es, en su propio ámbito, superior al otro.
2. La importancia de aceptar las diferencias sexuales
Afirmar que los sexos se distinguen, no significa discriminación, sino todo lo contrario. Si exigimos la igualdad como condición previa para la justicia cometemos un grave error. La mujer no es un varón de calidad inferior, las diferencias no expresan minusvalía. Antes bien, debemos conseguir la equivalencia de lo diferente. La capacidad de reconocer diferencias es la regla que indica el grado de inteligencia y de cultura de un ser humano. Según un antiguo proverbio chino, “la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente.” No es una armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos, la que hace interesante la vida y la enriquece.
Por supuesto, no existe el varón o la mujer por antonomasia, pero sí se diferencian en la distribución de ciertas facultades. Aunque no se pueda constatar ningún rasgo psicológico o espiritual atribuible a uno solo de los sexos, hay características que se presentan con una frecuencia especial y de manera pronunciada en los varones, y otras en las mujeres. Es una tarea sumamente difícil distinguir en este campo. Quizá nunca será posible decidir con exactitud científica lo que es “típicamente masculino” y aquello que es “típicamente femenino”, pues la naturaleza y la cultura, los dos grandes moldeadores, están entrelazadas desde el principio muy estrechamente. Pero el hecho de que varón y mujer experimenten el mundo de forma diferente, solucionen tareas de manera distinta, sientan, planeen y reaccionen de un modo desigual, es algo que cualquiera puede percibir y reconocer, sin necesidad de ninguna ciencia. En lo que sigue veremos resumidamente algunos datos que suelen lanzarse en los debates pertinentes.
Con frecuencia se alude a la mayor fuerza física que generalmente tienen los varones, mientras que las mujeres poseen más fuerza espiritual, más resistencia interior. Suelen ser capaces de soportar una mayor carga psíquica que sus maridos y sus compañeros de trabajo, resistir mejor situaciones de estrés y disponer de más flexibilidad para la adaptación a situaciones nuevas.
Parece, además, bastante evidente que, al menos hasta ahora, los varones parecían ser más agresivos que las mujeres. En cambio, esto no significa para nada que el sexo femenino sólo sea Con frecuencia se alude a la mayor fuerza física que generalmente tienen los varones, mientras que las mujeres poseen más fuerza espiritual, más resistencia interior. Suelen ser capaces de soportar una mayor carga psíquica que sus maridos y sus compañeros de trabajo, resistir mejor situaciones de estrés y disponer de más flexibilidad para la adaptación a situaciones nuevas.
 Parece, además, bastante evidente que, al menos hasta ahora, los varones parecían ser más agresivos que las mujeres. En cambio, esto no significa para nada que el sexo femenino sólo sea suave y dulce, sino simplemente que los cauces de la agresividad son diferentes. Las mujeres prefieren discutir verbalmente, empleando cotilleos y chismes, mientras que a los varones les asusta menos la agresión física.
Las mujeres suelen pensar, sentir y planear de una manera más integral que los varones. Por eso se muestran más seguras psíquicamente, más constantes, capaces de apoyar a las personas que les rodean. A menudo salvan a los demás de vivir desintegrados entre el intelecto y las pasiones.
        Finalmente, casi todo el mundo está de acuerdo en que es más fácil adivinar las intenciones de un varón que las de una mujer. Las mujeres tienden a un comportamiento más complicado que puede ser sumamente oscuro. Por eso a veces se ha hablado del “enigma” o del “misterio” que supone la mujer.
3. El desafío de aceptar los propios talentos
El varón y la mujer no se distinguen por supuesto a nivel de sus cualidades intelectuales o morales, pero sí en un aspecto mucho más fundamental y ontológico: en la posibilidad de ser padre o madre. Es esta indiscutiblemente, la última razón de la diferencia entre los sexos. Sin embargo, no podemos reducir la maternidad al terreno fisiológico. Numerosos pensadores, a lo largo de los tiempos, recuerdan la maternidad espiritual, concepto que tiene muy poca o ninguna relación con lo sumamente suave, lo sentimental y delicado que se ensalza en la literatura ecológica.
La auténtica maternidad espiritual puede indicar proximidad a las personas, realismo, intuición, sensibilidad frente a las necesidades psíquicas de los demás, y también mucha fuerza interior. Indica, expresándonos con cautela, una capacidad especial de la mujer para mostrar el amor de un modo concreto, un talento especial para reconocer y destacar al individuo dentro de la masa.
Pero sabemos muy bien que no todas las mujeres son suaves y abnegadas. No todas ellas muestran su talento hacia la solidaridad. No es raro que, en determinados casos, un varón tenga más sensibilidad para acoger, para atender que la mayoría de las mujeres. Y puede ser más pacífico que su esposa.
En este sentido, conviene recordar que los valores femeninos son valores humanos. Tenemos que distinguir entre “mujer” y los valores que parecen ser más propios a ella, y “varón” y los valores que parecen ser más propios a él. Es decir, cada persona puede y debe desarrollar también los llamados talentos del sexo opuesto aunque, de ordinario, le puede costar un poco más. Por ejemplo, una mujer madura y realizada, no sólo es tierna y comprensiva; también es fuerte y valiente. Y un varón maduro no sólo es valiente, también es comprensivo y humilde, acogedor.
Por cierto, donde hay un especial talento femenino debe haber también un correspondiente talento masculino. ¿Cuál es la fuerza específica del varón? Éste tiene por naturaleza una mayor distancia respecto a la vida concreta. Se encuentra siempre “fuera” del proceso de la gestación y del nacimiento, y sólo puede tener parte en ellos a través de su mujer. Precisamente esa mayor distancia le puede facilitar una acción más serena para proteger la vida, y asegurar su futuro. Puede conducirle a ser un verdadero padre, no sólo en la dimensión física, sino también en sentido espiritual; a ser un amigo imperturbable, seguro y de confianza. Pero puede llevarle también, por otro lado, a un cierto desinterés por las cosas concretas y cotidianas, lo que, desgraciadamente, se ha favorecido, en épocas pasadas, por una educación unilateral.
      Aparte del sexo existen, sin duda, otros muchos factores responsables de la estructura de nuestra personalidad. Cada uno tiene su propia manera irrepetible de ser varón o mujer. En consecuencia, es una tarea importante descubrir la propia individualidad, con sus posibilidades y sus límites, sus puntos fuertes y débiles. Cada persona tiene una misión original en este mundo. Está llamada a hacer algo grande de su vida, y sólo lo conseguirá si cumple una tarea previa: vivir en paz con la propia naturaleza.
Jutta Burggraf