BLOG DE LA DELEGACIÓN DIOCESANA PARA EL MATRIMONIO, FAMILIA Y DEFENSA DE LA VIDA DE ALMERÍA
«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).
30 de abril de 2014
"EL ABORTO NO ES UN ACTO MÉDICO", AFIRMA EL COLECTIVO BATAS BLANCAS
Decenas
de médicos y enfermeros de la Sanidad Pública madrileña se manifestaron el
pasado sábado a las puertas del hospital de Maternidad en la calle O’Donnell,
en Madrid (España), para exigir que el feto también sea considerado un paciente
al que hay que proteger y respetar.
El
colectivo Batas Blancas por la Ciencia convocó esta manifestación para
reivindicar la necesidad de atender con los últimos avances científicos, que
“permiten conocer con mucha más precisión hace años las características y
acciones humanas del feto en el proceso de gestación”, según informa Aciprensa.
Dieron
su testimonio algunos ginecólogos que han intervenido en operaciones
intrauterinas, evitando malformaciones o problemas en la gestación e
insistieron en la necesidad de apoyar a las madres embarazadas.
El
colectivo Batas Blancas por la Ciencia emitió un manifiesto que subraya que
“los avances científicos permiten definir al ‘nasciturus’ como un ser humano y
no como un mero ‘ser vivo’, algo que no se sostiene desde el más básico
conocimiento médico”. Por ello estos profesionales de la medicina denunciaron
que “el aborto no es un acto médico” y no debería ejercerse en los centros
sanitarios públicos.
Los
profesionales sanitarios manifestaron su satisfacción con el anteproyecto de
ley del aborto presentado por el Ministerio de Justicia y afirmaron que es “un
paso adelante para evitar las prácticas abortivas, así como la banalización del
debate”.
“A
la hora de debatir sobre esta cuestión es preciso tener en cuenta la realidad
de la formación de la vida humana. Se comete un grave error al valorar la
legalidad o no del aborto sin partir de los últimos conocimientos
profesionales”, declararon los manifestantes.
Precisaron
que “toda mujer tiene derecho a conocer el desarrollo embrionario de su hijo y
el sistema por el que, en caso de que una madre quiera abortar, será
eliminado”.
Fuente: ForumLibertas
EL AISLAMIENTO DE LA SOCIEDAD DESVINCULADA: HACIA LA RUPTURA DE LA FAMILIA
De los
18.217.300 hogares que hay en España, en más de la mitad no hay niños. Eso es lo
que puede deducirse de las cifras publicadas el pasado 10 de abril por el
Instituto Nacional de Estadística (INE) en su Encuesta Continua de Hogares 2013. Además, en 4,4 millones de hogares vive una sola persona.
Los datos del
INE muestran que el número de personas que viven solas en España continúa
aumentando (5,2% desde 2011) y alcanza ya los 4.412.000 hogares, lo que supone
el 24,2% del total, como se puede observar en el gráfico adjunto, reproducido a
partir de los datos del INE.
Además, el 40,9% de estos hogares unipersonales está formado por personas de 65 o más años y la mayoría de estos últimos (el 72,5%) está integrado por mujeres (1.309.500).
Además, el 40,9% de estos hogares unipersonales está formado por personas de 65 o más años y la mayoría de estos últimos (el 72,5%) está integrado por mujeres (1.309.500).
Al mismo
tiempo, los hogares donde solo viven dos personas son un total de
5.547.600, el 30,5% del total, con lo que, a pesar de que en esos hogares
formados por dos personas haya un porcentaje con un adulto y un niño, si se le
suman los formados por una sola persona la afirmación de que en más de la mitad del total de hogares
no hay niños es más que fundamentada. De hecho, el 54,7% de los hogares
españoles están compuestos por tan solo uno o dos miembros.
Los hogares
formados por tres personas son 3.870.300, el 21,2% del total; por cuatro
personas, 3.278.600, el 18%; y cinco o más personas, 1.108.900, el 6,1%.
Son cifras
que se corresponden a los datos sociales y demográficos recogidos hasta 2013,
comparados con los del último Censo de Población y Viviendas de 2011.
Hogares con
menos personas
Respecto a
este último año, el número de hogares ha experimentado un ligero crecimiento
del 0,7 %, que se traduce en 133.600 nuevos hogares. El tamaño medio continúa
descendiendo y se sitúa en 2,53 personas, frente a los 2,58 del último censo.
El núcleo familiar
más frecuente es el de una pareja con hijos que conviven en el hogar. Este
modelo supone el 34,9% de los hogares, ya sean parejas con un hijo (16,4%), dos (15,3%) y tres o
más (3,2%).
Tras las
parejas con hijos, están los hogares unipersonales (24,2%) y después las
parejas sin hijos en casa (21,6%).
Más hogares
monoparentales
Según las
estadísticas del INE, en España hay 1,7 millones de hogares en los que vive una
familia monoparental, es decir, un adulto con uno o más hijos. Representan el 9,4%
de los hogares y han crecido en 14.400 desde el censo de 2011.
Estas
familias están mayoritariamente formadas por una mujer con hijos (1.412.800, el
82,7% del total, frente a 294.900 de padre con hijos). El primer tipo ha
crecido en más de 53.000 desde 2011 y el segundo ha disminuido en 40.000.
En el 42,7%
de los hogares de madres con hijos la madres está viuda, en un 35,7% está
separada o divorciada, en un 12,6% soltera y en el 8% de los casos casada. El
56,4% de los 178.000 hogares de madre soltera con hijos está formado por
mujeres de 40 años o más.
En los
hogares unipersonales, el 57,8% lo son con un hombre soltero viviendo solo.
Mientras que en las casas en los que vive una mujer sola esta suele estar viuda
(48,4%).
Por debajo de
los 25 años la propensión a vivir solo es solo del 1,3%.
Los más
ancianos y los más jóvenes
Cuando solo
hablamos de hogares de personas de 65 años o más, la forma de convivencia más
común es en pareja sin hijos en el hogar (40,7%), seguida de
solas (22,5%) y en pareja con hijos (19,1%)
Entre las
personas de 85 años o más la forma más común es vivir solas (352.900 personas,
lo que supone un 34%), seguida de con otros parientes que no son su pareja ni
hijos.
Al mismo
tiempo, uno de cada tres jóvenes de entre 25 y 34 años (6.353.800) todavía no
se ha independizado. Lo más frecuente, según la nota del INE, es que vivan con
sus dos padres o con alguno de ellos (32,8%), en pareja con hijos (28,2%) y en
pareja sin hijos (19,2%).
La
emancipación es aún menor a edades más tempranas. Uno de cada dos jóvenes de 25
a 29 años sigue viviendo con sus progenitores (48,5%), frente a uno de cada
cinco (20,5%) cuando tienen de 30 a 34 años.
En general,
el escenario que dibujan los datos del INE es el de una sociedad cada vez más
desvinculada y tendente a la ruptura de la familia.
TEXTO COMPLETO DE LA CATEQUESIS DEL PAPA EN LA AUDIENCIA DE ESTE MIÉRCOLES
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber examinado la sabiduría, como el primero de los siete dones del Espíritu Santo, hoy quisiera llamar la atención sobre el segundo don, es decir, el intelecto. No se trata en este caso de la inteligencia humana, de la capacidad intelectual de la que podamos estar más o menos dotados. Es una gracia que solo el Espíritu Santo puede infundir y que suscita en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su diseño de salvación.
Después de haber examinado la sabiduría, como el primero de los siete dones del Espíritu Santo, hoy quisiera llamar la atención sobre el segundo don, es decir, el intelecto. No se trata en este caso de la inteligencia humana, de la capacidad intelectual de la que podamos estar más o menos dotados. Es una gracia que solo el Espíritu Santo puede infundir y que suscita en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su diseño de salvación.
El apóstol Pablo, dirigiéndose a la comunidad de
Corinto, describe bien los efectos de este don. ¿Qué hace este don del
intelecto en nosotros? Y Pablo dice esto: “Lo que el ojo no vio ni el oído oyó,
ni entraron en el corazón del hombre, Dios las ha preparado para los que le
aman. Pero a nosotros Dios nos las ha revelado por medio del Espíritu” (1 Cor
2, 9-10). Esto, obviamente no significa que un cristiano pueda comprender cada
cosa y tener un conocimiento pleno del diseño de Dios: todo esto permanece a la
espera de manifestarse con toda claridad cuando nos encontremos ante Dios y
seamos verdaderamente una cosa sola con Él. Pero, como sugiere la misma
palabra, el intelecto permite “intus legere”, es decir, leer dentro. Y este don
nos hace entender las cosas como las entiende Dios, con la inteligencia de
Dios. Porque uno puede entender una situación con la inteligencia humana, con
prudencia y va bien, pero entender una situación en profundidad como la
entiende Dios es el efecto de este don. Y Jesús ha querido enviarnos el
Espíritu Santo para que nosotros entendamos este don, para que todos nosotros
podamos entender las cosas como Dios las entiende, con la inteligencia de Dios.
¡Es un hermoso regalo el que Dios nos ha hecho a todos nosotros! Es el don con
el que el Espíritu Santo nos introduce en la intimidad con Dios y nos hace
partícipes del diseño de amor que Él tiene para nosotros.
Está claro que el don del intelecto está estrechamente
conectado con la fe. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón e
ilumina nuestra mente, nos hace crecer día tras día en la comprensión de lo que
el Señor nos ha dicho y ha realizado. El mismo Jesús ha dicho a sus discípulos:
“Os enviaré el Espíritu Santo y Él os hará entender todo lo que yo os he
enseñado”. Entender las enseñanzas de Jesús, entender su palabra, entender el
Evangelio, entender la Palabra de Dios. Uno puede leer el Evangelio y entender
algo, pero si leemos el Evangelio con este don del Espíritu Santo podemos
entender la profundidad de las palabras de Dios y esto es un gran don, un gran
don que todos debemos pedir y pedir juntos: dános Señor el don del intelecto.
Hay un episodio en el evangelio de Lucas que expresa muy bien la profundidad y
la fuerza de este don. Tras haber asistido a la muerte en cruz y a la sepultura
de Jesús, dos de sus discípulos, desilusionados y afligidos, se van de
Jerusalén y regresan a su pueblo de nombre Emaús. Mientras están en camino,
Jesús resucitado se pone a su lado y empieza a hablar con ellos, pero sus ojos,
velados por la tristeza y la desesperación, no son capaces de reconocerlo.
Jesús camina con ellos, pero ellos estaban tan tristes y tan desesperados que
no lo reconocen. Pero cuando el Señor les explica las Escrituras, para que
comprendan que Él debía sufrir y morir para después resucitar, sus mentes se
abren y en sus corazones vuelve a encenderse la esperanza (cfr Lc 24,13-27). Y
esto es lo que el Espíritu Santo hace con nosotros. Nos abre la mente, nos la
abre para entender mejor, para entender mejor las cosas de Dios, las cosas
humanas, las situaciones, todas las cosas. Es importante el don del intelecto
para nuestra vida cristiana. Pidamos al Señor que nos dé, que nos dé a todos
nosotros este don, para entender, como entiende Él, las cosas que suceden y
para entender sobre todo la Palabra de Dios en el Evangelio ¡Gracias!
(RED/IV)
27 de abril de 2014
PAPA FRANCISCO EN EL REGINA CAELI
Dos Santos Pontífices que han
contribuido de manera indeleble a la causa del desarrollo de los pueblos y de
la paz, el Papa a la hora del Regina Caeli
Texto completo de la
alocución del Papa Francisco antes de rezar el Regina Caeli
Queridos hermanos y hermanas, antes de concluir esta fiesta de la fe, ¡deseo saludar y darles las gracias a todos ustedes!
Agradezco a los hermanos Cardenales y a los numerosísimos Obispos y sacerdotes de todas partes del mundo. Mi reconocimiento va a las Delegaciones oficiales de tantos países, venidas para rendir homenaje a dos Pontífices que han contribuido de manera indeleble a la causa del desarrollo de los pueblos y de la paz. Un agradecimiento especial va a las Autoridades italianas por su preciosa colaboración.
¡Con gran afecto saludo a los peregrinos de la Diócesis de Bérgamo y de Cracovia! Amadísimos, honren la memoria de dos Santos Papas siguiendo fielmente sus enseñanzas.
Agradezco a todos los que, con gran generosidad han preparado estas jornadas memorables: a la Diócesis de Roma, con el Cardenal Vallini; al Ayuntamiento de Roma, con el Alcalde Ignazio Marino; a las fuerzas del orden y a las diversas Organizaciones; a las Asociaciones y a los numerosos voluntarios. ¡Gracias a todos!
Mi saludo va a todos los peregrinos – aquí en la Plaza de San Pedro, en las acalles adyacentes y en otros lugares de Roma –; así como también a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión; y gracias a los dirigentes y a los agentes de los media, que han dado a tantas personas la posibilidad de participar.
A los enfermos y a los ancianos, hacia los cuales los nuevos Santos estaban cerca de modo especial, llegue mi saludo especial.
Y ahora nos dirigimos en oración a la Virgen María, que San Juan XXIII y San Juan Pablo II han amado como verdaderos hijos suyos.
FUENTE: RV
Queridos hermanos y hermanas, antes de concluir esta fiesta de la fe, ¡deseo saludar y darles las gracias a todos ustedes!
Agradezco a los hermanos Cardenales y a los numerosísimos Obispos y sacerdotes de todas partes del mundo. Mi reconocimiento va a las Delegaciones oficiales de tantos países, venidas para rendir homenaje a dos Pontífices que han contribuido de manera indeleble a la causa del desarrollo de los pueblos y de la paz. Un agradecimiento especial va a las Autoridades italianas por su preciosa colaboración.
¡Con gran afecto saludo a los peregrinos de la Diócesis de Bérgamo y de Cracovia! Amadísimos, honren la memoria de dos Santos Papas siguiendo fielmente sus enseñanzas.
Agradezco a todos los que, con gran generosidad han preparado estas jornadas memorables: a la Diócesis de Roma, con el Cardenal Vallini; al Ayuntamiento de Roma, con el Alcalde Ignazio Marino; a las fuerzas del orden y a las diversas Organizaciones; a las Asociaciones y a los numerosos voluntarios. ¡Gracias a todos!
Mi saludo va a todos los peregrinos – aquí en la Plaza de San Pedro, en las acalles adyacentes y en otros lugares de Roma –; así como también a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión; y gracias a los dirigentes y a los agentes de los media, que han dado a tantas personas la posibilidad de participar.
A los enfermos y a los ancianos, hacia los cuales los nuevos Santos estaban cerca de modo especial, llegue mi saludo especial.
Y ahora nos dirigimos en oración a la Virgen María, que San Juan XXIII y San Juan Pablo II han amado como verdaderos hijos suyos.
FUENTE: RV
EL PAPA EN LA HOMILÍA DE CANONIZACIÓN DE JUAN XXXIII Y JUAN PABLO II
San Juan XXIII y San Juan
Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos
llagadas y su costado traspasado,
Texto de la homilía del Papa Francisco
En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que San Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, como hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2, 24; Cf. Is 53, 5).
San Juan XXIII y San Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (Cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, y obispos y Papas del Siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (Cf. 2, 42-47) que hemos escuchado en la segunda Lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, San Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guiado del Espíritu. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; por eso a mí me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu Santo.
En este servicio al Pueblo de Dios, San Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.
En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que San Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, como hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2, 24; Cf. Is 53, 5).
San Juan XXIII y San Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (Cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, y obispos y Papas del Siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (Cf. 2, 42-47) que hemos escuchado en la segunda Lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, San Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guiado del Espíritu. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; por eso a mí me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu Santo.
En este servicio al Pueblo de Dios, San Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.
FUENTE: RV
24 de abril de 2014
Papa Francisco en la homilía de la mañana: no tener miedo de
Publicado el 24/4/2014
"Esta es una enfermedad de los cristianos. Tenemos miedo de la alegría. Es mejor pensar: 'Sí, sí, Dios existe, pero está allá; Jesús ha resucitado, está allá'. Un poco de distancia. Tenemos miedo de la cercanía de Jesús, porque esto nos da alegría. Y así se explica la existencia de tantos cristianos de funeral, ¿no? Que su vida parece un funeral continuo. Prefieren la tristeza y no la alegría. Se mueven mejor, no en la luz de la alegría, sino en las sombras, como esos animales que sólo logran salir de noche, pero no a la luz del día, porque no ven nada. Como los murciélagos. Y con un poco de sentido del humor podemos decir que hay cristianos murciélagos que prefieren las sombras a la luz de la presencia ...
EL PAPA EN SANTA MARTA: 'EVITEMOS SER CRISTIANOS MURCIÉLAGOS'
Francisco explica que hay fieles que tienen miedo a la Resurrección. Su
vida parece un funeral
Hay cristianos que tienen miedo de la alegría de la Resurrección que Jesús nos quiere donar y su vida parece un funeral, pero el Señor resucitado está siempre con nosotros. Ésta es la enseñanza que el papa Francisco ha extraído del Evangelio de hoy, y que el Pontífice ha explicado en su homilía de la misa celebrada esta mañana en la capilla de la Casa Santa Marta.
La liturgia del día narra la aparición de Cristo resucitado a sus discípulos. Ante el saludo de paz del Señor, los discípulos, en lugar de alegrarse --ha afirmado el Santo Padre-- se quedan “trastornados y llenos de temor”, pensando “que veían un fantasma”. Jesús trata de hacerles entender que lo que ven es real, los invita a tocar su cuerpo, y pide que le den de comer. Los quiere conducir a la “alegría de la Resurrección, a la alegría de su presencia entre ellos”. Pero los discípulos --ha observado el Pontífice-- “no podían creer, porque tenían miedo de la alegría”:
“Esta es una enfermedad de los cristianos. Tenemos miedo de la alegría. Es mejor pensar: ‘Sí, sí, Dios existe, pero está allá; Jesús ha resucitado, está allá’. Un poco de distancia. Tenemos miedo de la cercanía de Jesús, porque esto nos da alegría. Y así se explica la existencia de tantos cristianos de funeral, ¿no? Que su vida parece un funeral continuo. Prefieren la tristeza y no la alegría. Se mueven mejor, no en la luz de la alegría, sino en las sombras, como esos animales que sólo logran salir de noche, pero no a la luz del día, porque no ven nada. Como los murciélagos. Y con un poco de sentido del humor podemos decir que hay cristianos murciélagos que prefieren las sombras a la luz de la presencia del Señor”.
Pero “Jesús, con su Resurrección --ha añadido el Papa-- nos da la alegría: la alegría de ser cristianos; la alegría de seguirlo de cerca; la alegría de ir por el camino de las Bienaventuranzas, la alegría de estar con Él”:
“Y nosotros, tantas veces, o estamos trastornados, cuando nos llega esta alegría, o llenos de miedo, o creemos que vemos un fantasma o pensamos que Jesús es un modo de actuar: ‘Pero nosotros somos cristianos y debemos hacer así. ¿Pero dónde está Jesús? ‘No, Jesús está en el Cielo’. ¿Tú hablas con Jesús? ¿Tú le dices a Jesús: ‘Yo creo que Tú vives, que Tú has resucitado, que Tú estás cerca de mí, que Tú no me abandonas’? La vida cristiana debe ser eso: un diálogo con Jesús, porque --esto es verdad-- Jesús siempre está con nosotros, siempre está con nuestros problemas, con nuestras dificultades, con nuestras obras buenas”.
¡Cuántas veces --ha recordado Francisco al concluir-- nosotros los cristianos “no somos alegres, porque tenemos miedo!”. Cristianos que “han sido vencidos” en la cruz:
“En mi tierra hay un dicho que dice así: ‘Cuando uno se quema con la leche hirviendo, después, cuando ve una vaca, llora’. Y éstos se habían quemado con el drama de la cruz y dijeron: ‘No, detengámonos aquí; Él está en el Cielo; muy bien, ha resucitado, pero que no venga otra vez aquí, porque ya no podemos más’. Pidamos al Señor que haga con todos nosotros lo que ha hecho con los discípulos, que tenían miedo de la alegría: que abra nuestra mente: ‘Entonces, les abrió la mente para comprender las Escrituras’; que abra nuestra mente y que nos haga comprender que Él es una realidad viva, que Él tiene cuerpo, que Él está con nosotros, que nos acompaña y que Él ha vencido. Pidamos al Señor la gracia de no tener miedo de la alegría”.
21 de abril de 2014
El Papa a la hora del Regina Coeli
Que la experiencia de la Resurrección nos haga capaces de irradia el estupor gozoso del Domingo de Pascua en nuestros pensamientos, miradas, actitudes, gestos y palabras,
(RV). En la Octava de
Pascua, conocido como el “Lunes del Ángel”, el Papa Francisco rezó a mediodía
la oración mariana del Regina Coeli, que sustituye en este tiempo pascual la antífona del
Ángelus. En esta ocasión el Santo Padre volvió a formular a cada uno su deseo
de transcurrir en la alegría y en la serenidad el período que prolonga la
alegría de la Resurrección de Cristo.
De hecho explicó que durante toda la semana podemos seguir intercambiándonos la felicitación pascual, como si fuera un único día; porque “es el gran día que hizo el Señor”. Y añadió que el sentimiento dominante que transluce de los relatos evangélicos de la Resurrección es la alegría llena de estupor; a la vez que en la Liturgia revivimos el estado de ánimo de los discípulos por la noticia que las mujeres habían dado: ¡Jesús ha resucitado!
Por esta razón el Obispo de Roma invitó a que dejemos que esta experiencia, impresa en el Evangelio, se imprima también en nuestros corazones y se vea en nuestra vida irradiando el estupor gozoso del Domingo de Pascua en nuestros pensamientos, miradas, actitudes, gestos y palabras, sin que sea un maquillaje; porque es algo que viene desde dentro, de un corazón inmerso en la fuente de esta alegría, como el de María Magdalena, que lloró por la pérdida de su Señor y no creía a sus ojos, viéndolo resucitado.
Francisco añadió que quien experimenta esto se convierte en testigo de la Resurrección, porque en cierto sentido también hemos resucitado nosotros, lo que nos hace capaces de llevar un “rayo” de la luz del Resucitado en las diversas situaciones humanas, tanto en las felices, haciéndolas más bellas y preservándolas del egoísmo; como en las dolorosas, llevando serenidad y esperanza.
Y concluyó con la recomendación de que nos hará bien, esta semana, pensar en la alegría de María, la Madre de Jesús, que experimentó primero un dolor íntimo que le traspasó el alma; y después una alegría tan íntima y profunda, que la ha convertido en fuente de paz, consuelo, esperanza y misericordia.
De hecho explicó que durante toda la semana podemos seguir intercambiándonos la felicitación pascual, como si fuera un único día; porque “es el gran día que hizo el Señor”. Y añadió que el sentimiento dominante que transluce de los relatos evangélicos de la Resurrección es la alegría llena de estupor; a la vez que en la Liturgia revivimos el estado de ánimo de los discípulos por la noticia que las mujeres habían dado: ¡Jesús ha resucitado!
Por esta razón el Obispo de Roma invitó a que dejemos que esta experiencia, impresa en el Evangelio, se imprima también en nuestros corazones y se vea en nuestra vida irradiando el estupor gozoso del Domingo de Pascua en nuestros pensamientos, miradas, actitudes, gestos y palabras, sin que sea un maquillaje; porque es algo que viene desde dentro, de un corazón inmerso en la fuente de esta alegría, como el de María Magdalena, que lloró por la pérdida de su Señor y no creía a sus ojos, viéndolo resucitado.
Francisco añadió que quien experimenta esto se convierte en testigo de la Resurrección, porque en cierto sentido también hemos resucitado nosotros, lo que nos hace capaces de llevar un “rayo” de la luz del Resucitado en las diversas situaciones humanas, tanto en las felices, haciéndolas más bellas y preservándolas del egoísmo; como en las dolorosas, llevando serenidad y esperanza.
Y concluyó con la recomendación de que nos hará bien, esta semana, pensar en la alegría de María, la Madre de Jesús, que experimentó primero un dolor íntimo que le traspasó el alma; y después una alegría tan íntima y profunda, que la ha convertido en fuente de paz, consuelo, esperanza y misericordia.
PAPA FRANCISCO:LA BUENA NUEVA NO ES SÓLO UNA PALABRA, SINO TESTIMONIO DE AMOR GRATUITO Y FIEL
A las 12.00 de este domigo, 20 de abril,
desde la Loggia central de la Basílica Vaticana, el Santo Padre Francisco ha
dirigido a los fieles presentes en la Plaza de San Pedro y a cuantos lo
escuchen por radio y televisión y las nuevas tecnologías de comunicación, el
Mensaje y la felicitación pascual que publicamos a continuación.
Queridos hermanos y hermanas, Feliz y
santa Pascua.
El anuncio del ángel a las mujeres
resuena en la Iglesia esparcida por todo el mundo: «Vosotras no temáis, ya sé
que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí. Ha resucitado... Venid a
ver el sitio donde lo pusieron».
Esta es la culminación del Evangelio,
es la Buena Noticia por excelencia: Jesús, el crucificado, ha resucitado. Este
acontecimiento es la base de nuestra fe y de nuestra esperanza: si Cristo no
hubiera resucitado, el cristianismo perdería su valor; toda la misión de la
Iglesia se quedaría sin brío, pues desde aquí ha comenzado y desde aquí
reemprende siempre de nuevo. El mensaje que los cristianos llevan al mundo es
este: Jesús, el Amor encarnado, murió en la cruz por nuestros pecados, pero
Dios Padre lo resucitó y lo ha constituido Señor de la vida y de la muerte.
En Jesús, el Amor ha vencido al odio, la misericordia al pecado, el bien al
mal, la verdad a la mentira, la vida a la muerte.
Por esto decimos a todos: «Venid y
veréis». En toda
situación humana, marcada por la fragilidad, el pecado y la muerte, la Buena
Nueva no es sólo una palabra, sino un testimonio de amor gratuito y fiel: es
un salir de sí mismo para ir al encuentro del otro, estar al lado de los
heridos por la vida, compartir con quien carece de lo necesario, permanecer
junto al enfermo, al anciano, al excluido... «Venid y veréis»: El amor es más fuerte, el amor da
vida, el amor hace florecer la esperanza en el desierto.
Con esta gozosa certeza, nos dirigimos
hoy a ti, Señor resucitado.
Ayúdanos a buscarte para que todos
podamos encontrarte, saber que tenemos un Padre y no nos sentimos huérfanos;
que podemos amarte y adorarte.
Ayúdanos a derrotar el flagelo del
hambre, agravada por los conflictos y los inmensos derroches de los que a
menudo somos cómplices.
Haz nos disponibles para proteger a los
indefensos, especialmente a los niños, a las mujeres y a los ancianos, a veces
sometidos a la explotación y al abandono.
Haz que podamos curar a los hermanos
afectados por la epidemia de Ébola en Guinea Conakry, Sierra Leona y Liberia,
y a aquellos que padecen tantas otras enfermedades, que también se difunden a
causa de la incuria y de la extrema pobreza.
Consuela a todos los que hoy no pueden
celebrar la Pascua con sus seres queridos, por haber sido injustamente
arrancados de su afecto, como tantas personas, sacerdotes y laicos,
secuestradas en diferentes partes del mundo.
Conforta a quienes han dejado su propia
tierra para emigrar a lugares donde poder esperar en un futuro mejor, vivir su
vida con dignidad y, muchas veces, profesar libremente su fe.
Te rogamos, Jesús glorioso, que cesen
todas las guerras, toda hostilidad pequeña o grande, antigua o reciente.
Te pedimos por Siria: la amada Siria,
que cuantos sufren las consecuencias del conflicto puedan recibir la ayuda
humanitaria necesaria; que las partes en causa dejen de usar la fuerza para
sembrar muerte, sobre todo entre la población inerme, y tengan la audacia de
negociar la paz, tan anhelada desde hace tanto tiempo.
Jesús glorioso, te rogamos que
consueles a las víctimas de la violencia fratricida en Irak y sostengas las
esperanzas que suscitan la reanudación de las negociaciones entre israelíes y
palestinos.
Te invocamos para que se ponga fin a los
enfrentamientos en la República Centroafricana, se detengan los atroces
ataques terroristas en algunas partes de Nigeria y la violencia en Sudán del
Sur.
Y te pedimos por Venezuela, para que los
ánimos se encaminen hacia la reconciliación y la concordia fraterna.
Que port u resurrección, que este año
celebramos junto con las iglesias que siguen el calendario juliano, te pedimos
que ilumines e inspires iniciativas de paz los esfuerzos en Ucrania, para que
todas las partes implicadas, apoyadas por la Comunidad internacional, lleven a
cabo todo esfuerzo para impedir la violencia y construir, con un espíritu de
unidad y diálogo, el futuro del País. Que como hermanos puedan hoy cantar
Xphctoc Boc9pec.
Te rogamos, Señor, por todos los
pueblos de la Tierra: Tú, que has vencido a la muerte, concédenos tu vida,
danos tu paz. "Christus surrexit, venite et videte!" Queridos
hermanos y hermanas, feliz Pascua.
Tras la bendición, el Santo Padre ha
añadido:
Renuevo mi felicitación pascual a todos
los que, llegados desde todas las partes del mundo, os habéis reunido en esta
Plaza. Hago extensiva esta felicitación pascual a cuantos se unen a nosotros a
través de los medios de comunicación social. Llevad a vuestras familias y a
vuestras comunidades la alegre noticia de que Cristo nuestra paz y nuestra
esperanza ha resucitado.
Gracias por vuestra presencia, por
vuestra oración y por vuestro testimonio de fe. Un recuerdo particular y
agradecido por el regalo de las bellísimas flores, que vienen de Holanda.
Buena Pascua a todos.
(20 de abril de 2014) ©
Innovative Media Inc.
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20 de abril de 2014
¡CRISTO HA RESUCITADO!
HA RESUCITADO, NO ESTÁ AQUÍ, VENID Y VERÉIS
Texto completo de la homilía del Santo Padre en la Vigilia Pascual
El
Santo Padre invita a "volver a Galilea", el momento en el que los
ojos de Jesús se cruzaron con los nuestros
El Evangelio de
la resurrección de Jesucristo comienza con el ir de las mujeres hacia el
sepulcro, temprano en la mañana del día después del sábado. Se dirigen a la
tumba, para honrar el cuerpo del Señor, pero la encuentran abierta y vacía.
Un ángel poderoso les dice: «Vosotras no temáis», y les manda llevar la
noticia a los discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y va por delante
de vosotros a Galilea» . Las mujeres se marcharon a toda prisa y, durante el
camino, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «No temáis: id a comunicar
a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». No tengais miedo, no
temais, no temais. Es la voz que anima a abrir el corazón para recibir este
anuncia porque después de la muerte del Maestro, los discípulos se habían
dispersado; su fe se deshizo, todo parecía que había terminado, derrumbadas
las certezas, muertas las esperanzas. Pero entonces, aquel anuncio de las
mujeres, aunque increíble, se presentó como un rayo de luz en la oscuridad.
La noticia se difundió: Jesús ha resucitado, como había dicho... Y también
el mandato de ir a Galilea; las mujeres lo habían oído por dos veces, primero
del ángel, después de Jesús mismo: «Que vayan a Galilea; allí me verán».
No temáis e id a Galilea. Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo
empezó. Volver al lugar de la primera llamada. Volver allí, volver al
lugar de la primera llamada. Jesús pasó por la orilla del lago, mientras los
pescadores estaban arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo dejaron todo y
lo siguieron.
Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de
la victoria. Sin miedo, no temais. Releer todo: la predicación, los milagros,
la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición;
releer todo a partir del final, que es un nuevo comienzo, de este acto supremo
de amor.
También para cada uno de nosotros hay una «Galilea» en el comienzo
del camino con Jesús. «Ir a Galilea» tiene un significado bonito, significa
para nosotros redescubrir nuestro bautismo como fuente viva, sacar energías
nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a
Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la
gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo encender
el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y
hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no
ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y serena.
En la vida del cristiano, después del bautismo, hay otra Galilea,
hay también una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro
personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y participar en su
misión. En este sentido, volver a Galilea significa custodiar en el corazón
la memoria viva de esta llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró
con misericordia, me pidió de seguirlo; ir a Galilea significa recuperar la
memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el
momento en que me hizo sentir que me amaba.
Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál
es mi Galilea? Hacer memoria, ir atrás ¿Dónde está mi Galilea? ¿La recuerdo?
¿La he olvidado? Búscala y la encontrarás, allí te espera el Señor. He andado
por caminos y senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime
cuál es mi Galilea; sabes, yo quiero volver allí para encontrarte y dejarme
abrazar por tu misericordia. No tener miedo, no temer. Volved a Galilea.
El evangelio de Pascua es claro: es necesario volver allí, para ver
a Jesús resucitado, y convertirse en testigos de su resurrección. No es un
volver atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el
fuego que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los
extremos de la tierra.
«Galilea de los gentiles»: horizonte del Resucitado, horizonte de la
Iglesia; deseo intenso de encuentro... ¡Pongámonos en camino!
Fuente: Zenit
Fuente: Zenit
18 de abril de 2014
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA MISA CRISMAL
Queridos
hermanos en el sacerdocio.
En el Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), hacemos memoria del día feliz de la Institución del sacerdocio y del de nuestra propia ordenación sacerdotal. El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal. La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir.
En el Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), hacemos memoria del día feliz de la Institución del sacerdocio y del de nuestra propia ordenación sacerdotal. El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal. La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir.
Ungidos con óleo de alegría para ungir con óleo de
alegría. La alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el
Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea plena” (Jn
15,11). Me gusta pensar la alegría contemplando a Nuestra Señora: María, la “madre
del Evangelio viviente, es manantial de alegría para los pequeños”
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288), y creo que no exageramos si decimos que
el sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don
que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los
hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece
con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más
necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el
más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del
rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por
eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración
de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf.
Lc 1,48). Y desde esa pequeñez asumimos nuestra alegría. Alegría en nuestra
pequeñez.
Encuentro tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una
alegría que nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y
presuntuosos), es una alegría incorruptible y es una alegría misionera que
irradia y atrae a todos, comenzando al revés: por los más lejanos.
Una alegría que nos unge. Es decir: penetró en lo íntimo de nuestro
corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente. Los signos de la
liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la Iglesia
de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición de
manos, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos
sagrados, la participación inmediata en la primera Consagración... La gracia
nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Diría
ungidos hasta los huesos... y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el
eco de esa unción.
Una alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede quitar
ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría incorruptible,
que el Señor prometió, que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede
estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida
pero, en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido
bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada. La recomendación de Pablo a
Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que atices el fuego del don de Dios
que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6).
Una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar
especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación con el
santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría eminentemente
misionera. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar
y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y
evangelizar.
Y como es una alegría que solo fluye cuando el pastor está en medio de su
rebaño (también en el silencio de la oración, el pastor que adora al Padre
está en medio de sus ovejitas) es una “alegría custodiada”
por ese mismo rebaño. Incluso en los momentos de tristeza, en los que todo
parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, esos momentos
apáticos y aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal (y por
los que también yo he pasado), aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz
de custodiar la alegría, es capaz de protegerte, de abrazarte, de ayudarte a
abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.
“Alegría custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres
hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana
fidelidad y la hermana obediencia.
La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la pobreza. El
sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como
es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que
pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a
sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los
sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los
sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la
cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por tanto
alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de Dios
(cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). El sacerdote que pretende encontrar
la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no
encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en
busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue
encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres,
cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que
el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se
vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone
despojo de sí, entraña pobreza.
La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No
principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la
gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada
fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia. Aquí es clave la fecundidad. Los
hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las
familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los
jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los
que socorre... son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y
única amada y serle renovadamente fiel. Es la Iglesia viva, con nombre y
apellido, que el sacerdote pastorea en su parroquia o en la misión que le fue
encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene
que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de
las ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).
La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia.
Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo
el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía, las
licencias ministeriales, la tarea particular... sino también la unión con
Dios Padre, del que desciende toda paternidad. Pero también la obediencia a la
Iglesia en el servicio: disponibilidad y prontitud para servir a todos, siempre
y de la mejor manera, a imagen de “Nuestra Señora de la prontitud” (cf. Lc
1,39: meta spoudes), que acude a servir a su prima y está atenta a la cocina
de Caná, donde falta el vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la
Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven
en la calle, casa de bondad para los enfermos, campamento para los jóvenes,
aula para la catequesis de los pequeños de primera comunión.... Donde el
pueblo de Dios tiene un deseo o una necesidad, allí está el sacerdote que
sabe oír (ob-audire) y siente un mandato amoroso de Cristo que lo envía a
socorrer con misericordia esa necesidad o a alentar esos buenos deseos con
caridad creativa.
El que es llamado sea consciente de que existe en este mundo una alegría
genuina y plena: la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a
él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor
que, compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta
tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso
asociar a muchos a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de
sus sacerdotes, para bien de su pueblo.
En este Jueves Santo le pido al Señor Jesús que haga descubrir a muchos
jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la
audacia feliz de responder con prontitud a su llamado.
En este Jueves Santo le pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los
ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en
medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la
primera misa, el primer bautismo, la primera confesión... Es la alegría de
poder compartir –maravillados– por vez primera como ungidos, el tesoro del
Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus
pedidos, poniéndote la cabeza para que los bendigas, tomándote las manos,
acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos... Cuida Señor en tus
jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la
alegría de quemar la vida por ti.
En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que confirme la alegría
sacerdotal de los que ya tienen varios años de ministerio. Esa alegría que,
sin abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas de los que soportan el peso
del ministerio, esos curas que ya le han tomado el pulso al trabajo, reagrupan
sus fuerzas y se rearman: “cambian el aire”, como dicen los deportistas. Cuida
Señor la profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos. Que
sepan rezar como Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza”
(cf. Ne 8,10).
Por fin, en este Jueves sacerdotal, pido al Señor Jesús que resplandezca la
alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la
Cruz, que mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija
de barro que se va deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado,
sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno (Guardini). Que
sientan, Señor, la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a
los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en
esa esperanza que no defrauda.
GETSEMANÍ
Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se
hizo como gotas espesas de sangre que caían en
tierra. (Lc 22,44)
-aunque
entienda no más que de cabeza-,
admiro con
espanto la entereza
de no quedarte
en esta noche muerto.
Entiendo que
cayeran chorretones
de sangre por
tu cuerpo tembloroso,
no entiendo
que aguantaras el acoso
de ver pecado
en todos tus rincones.
¿En dónde está
el cordero inmaculado?
¿En dónde la
belleza y la inocencia,
sangre y barro
el rostro demudado?
Ante el Padre;
insufrible presencia
la del Hijo de
Dios empecatado,
llorando en
infinita turbulencia.
II
Se espesa la
inmundicia de la historia
en las fibras
del alma inmaculada,
su ser
virginal, carne empecatada;
no hay rastro
de bien en su memoria.
Por sus labios
desfilan insolencias,
por su mente,
mentiras y temores,
por sus manos,
delitos y violencias,
por su
corazón, odios y rencores.
Un rebozo de
infierno lo reboza,
y hasta lo más
profundo se estremece;
tiembla y
llora, suda sangre, solloza,
el alma
transparente se ennegrece,
y una angustia
de muerte lo destroza.
La tierra
grita, el cielo enmudece.
III
Getsemaní es
no comprender nada.
Getsemaní es
ver al Ser temblando,
es la muerte
de Dios adelantada.
Getsemaní es
el fragor de una guerra,
que libran
voluntades divididas
en dos
naturalezas desunidas.
Es la cruda
venganza de la tierra.
Es la noche
terrible, turbadora,
que, tras la
Primera Eucaristía,
álzase, en
poco más de media hora,
y ahoga, en
insólita agonía,
al Hijo de
Dios que al Padre llora,
al Uno-en-Dios
que implora compañía.