Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se
hizo como gotas espesas de sangre que caían en
tierra. (Lc 22,44)
-aunque
entienda no más que de cabeza-,
admiro con
espanto la entereza
de no quedarte
en esta noche muerto.
Entiendo que
cayeran chorretones
de sangre por
tu cuerpo tembloroso,
no entiendo
que aguantaras el acoso
de ver pecado
en todos tus rincones.
¿En dónde está
el cordero inmaculado?
¿En dónde la
belleza y la inocencia,
sangre y barro
el rostro demudado?
Ante el Padre;
insufrible presencia
la del Hijo de
Dios empecatado,
llorando en
infinita turbulencia.
II
Se espesa la
inmundicia de la historia
en las fibras
del alma inmaculada,
su ser
virginal, carne empecatada;
no hay rastro
de bien en su memoria.
Por sus labios
desfilan insolencias,
por su mente,
mentiras y temores,
por sus manos,
delitos y violencias,
por su
corazón, odios y rencores.
Un rebozo de
infierno lo reboza,
y hasta lo más
profundo se estremece;
tiembla y
llora, suda sangre, solloza,
el alma
transparente se ennegrece,
y una angustia
de muerte lo destroza.
La tierra
grita, el cielo enmudece.
III
Getsemaní es
no comprender nada.
Getsemaní es
ver al Ser temblando,
es la muerte
de Dios adelantada.
Getsemaní es
el fragor de una guerra,
que libran
voluntades divididas
en dos
naturalezas desunidas.
Es la cruda
venganza de la tierra.
Es la noche
terrible, turbadora,
que, tras la
Primera Eucaristía,
álzase, en
poco más de media hora,
y ahoga, en
insólita agonía,
al Hijo de
Dios que al Padre llora,
al Uno-en-Dios
que implora compañía.
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