«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


2 de agosto de 2014

LA COMPASIÓN DE JESÚS EN SUS DISCÍPULOS (Décimo octavo domingo)

REFLEXION DOMINICAL, jesuita Guillermo Ortiz


(RV).- El corazón amante de Cristo no es una pintura de estampita, es un corazón vivo. Y parte de la fuerza poderosa de su pulso es la “compasión”. Jesús no vive en una burbuja -como yo y quizá también vos-. Jesús ve, escucha, siente, percibe, sufre en carne propia las necesidades y sufrimientos de la gente. Y no se queda sentado, como espectador pasivo.

Al discípulo misionero se le despierta la compasión también a él en el Encuentro con Jesús. El padre Pedro Arrupe que fue superior general de los jesuitas, y médico antes de ser jesuita, decía que cuando aparecía un candidato a la Compañía de Jesús, había que examinarlo para ver si era capaz de sentimientos de compasión.
La compasión es un signo de Dios. Y es posible que lo más importante para mi y para vos pase por ahí. Los ‘señores de la guerra’ que hoy lucran con la muerte y destrucción, infectados por el diablo de codicia de dinero y poder, no tienen compasión por nada ni por nadie.

¿Soy capaz de conmoverme ante la necesidad y el sufrimiento, o estoy dormido, anestesiado, drogado por la complacencia en las comodidades y seguridades?, ¿Estas como yo, distraído, distraída en la autocompasión miserable, lamiendo las propias heridas injustas de la vida; o encerrado, encerrada en el yo-mío-para-mi-conmigo del egoísmo?

“No soy de los ‘señores de la guerra’, pero sin darme cuenta, me he convertido en una especie de autista… Encerrado en mi mismo, el egoísmo terminará por asfixiarme…. Lleno de resentimiento, envidia, miedo… Mi contacto con la realidad es mínimo. ¡Quiero salir!, ¡tengo que salir!”

Desde la compasión, lo que Jesús en el evangelio de Mateo (14,13-21) responde cuando los discípulos le piden que despida a la gente para que vayan al pueblo a comprar comida: “denles ustedes mismos de comer”, se podría traducir así: Midan ustedes mismos el hambre de la gente. Tomen conciencia, constaten, sientan en carne propia el sufrimiento, el dolor. Pónganle número y costo repartiendo lo que tenemos. Abran los ojos, miren, vean, toquen al hermano, no busquen que el resuelva solo su propios problemas, háganlos propios, pónganse en el lugar de los otros, salgan de la burbuja. Solo así podrán buscar y conocer el verdadero alimento más sustancioso y que sacia el hambre que la gente tiene de la Palabra de Dios.

Y haciendo esto, movidos por la compasión, aparecen los recursos del amor. Aunque parezca poco, con la levadura del amor la masa para el pan se agranda. Dando lo poco que tengo se sacia el hambre más hondo del corazón que es el deseo de ayudar al otro. Aunque tenga que partirlo para compartirlo, ese pan tiene otro sabor y se gusta de otro modo. Es la alegría del Evangelio, más honda y duradera que la saciedad del estómago.

“No solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”, le responde Jesús a satanás en el desierto. Y en el desierto estos miles de personas tienen el estómago vacío pero el corazón lleno de la Palabra de Dios. Y Jesús que es la Palabra misma de Dios hecha carne, que se hace pan en cada Eucaristía, para alimentar la compasión de los discípulos misioneros, nos hace capaces, con esta compasión suya en nosotros, de vivir el gozo de compartir este pan.

“Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella curo algunos enfermos. Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «… despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos». Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes mismos». Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados». «Tráiganmelos aquí», les dijo. … Tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños” (Cfr. Mateo 14,13-21).

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