«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


11 de septiembre de 2016

EL PAPA FRANCISCO EN EL ÁNGELUS: DIOS NOS ESPERA CON LOS BRAZOSABIERTOS, CON SU GRACIA PODEMOS RENACER

Texto completo de las palabras del Pontífice:

Queridos hermanos y hermanos, ¡buenos días!

La liturgia de hoy nos propone el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, considerado el capítulo de la misericordia, que contiene tres parábolas con las cuales Jesús responde a las murmuraciones de los escribas y de los fariseos. Ellos critican su comportamiento y dicen: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos” (v. 2). Con estos tres relatos Jesús quiere hacer entender que Dios Padre es el primero en tener una actitud acogedora y misericordiosa hacia los pecadores. Dios tiene esta actitud. En la primera parábola Dios es presentado como un pastor que deja las noventa y nueve ovejas para ir a la búsqueda de aquella perdida. En la segunda, es comparado con una mujer que perdió una moneda y la busca hasta que la encuentra. En la tercera parábola Dios es imaginado como un padre que acoge al hijo que se había alejado; la figura del padre desvela el corazón de Dios, de Dios misericordioso manifestado en Jesús.

Un elemento común de estas parábolas es aquel expresado por los verbos que significan alegrarse juntos, festejar. No se habla de estar de luto. Se goza, se festeja. El pastor llama a amigos y vecinos y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido" (v.6); la mujer llama a las amigas y a las vecinas diciendo: "Alégrense conmigo, porque encontré la moneda que se me había perdido" (v. 9); el padre dice al otro hijo: “Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado" (v.32). En las primeras dos parábolas el acento está puesto en la alegría tan incontenible que es necesario compartirla con “amigos y vecinos”. En la tercera parábola, el acento se pone en la fiesta que parte del corazón del padre misericordioso y se expande a toda su casa. ¡Esta fiesta de Dios por aquellos que regresan a Él arrepentidos se entona como nunca con el Año Jubilar que estamos viviendo, como dice el mismo término “Jubileo”! Es decir, júbilo.

Con estas tres parábolas, Jesús nos presenta el rostro verdadero de Dios, un Padre de brazos abiertos, que trata a los pecadores con ternura y compasión. La parábola que más conmueve, - a todos - porque manifiesta el infinito amor de Dios, es aquella del padre que estrecha hacia él y abraza al hijo reencontrado. Y lo que impresiona no es tanto la triste historia de un joven que precipita en la degradación sino sus palabras decisivas: “Ahora mismo iré a la casa de mi padre” (v. 18). El camino de regreso a casa es el camino de la esperanza y de la vida nueva. Dios espera siempre nuestro ponernos en viaje, nos espera con paciencia, nos mira cuando estamos lejanos, nos viene al encuentro, nos abraza, nos besa, nos perdona. ¡Así es Dios! ¡Así es nuestro Padre! Y su perdón cancela el pasado y nos regenera en el amor. Olvida el pasado: y ésta es la debilidad de Dios. Cuando nos abraza y nos perdona, pierde la memoria. ¡No tiene memoria! Olvida el pasado. Cuando nosotros pecadores nos convertimos y nos hacemos encontrar por Dios, no nos esperan reproches y durezas, porque Dios salva, vuelve a recibirnos en casa con alegría y festeja. Jesús mismo en el Evangelio de hoy, dice así: “Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta más que por  99 justos que no tienen necesidad de conversión”. Y les hago una pregunta:

¿Alguna vez han pensado que cada vez que nos acercamos al confesionario, hay alegría y fiesta en el cielo? ¿Han pensado esto? ¡Es hermoso!

Esto nos infunde gran esperanza porque no hay pecado en el que hayamos caído del cual, con la gracia de Dios, no podemos renacer; no hay una persona irrecuperable: ¡nadie es irrecuperable! Porque Dios no deja jamás de querer nuestro bien, ¡aun cuando pecamos!

La Virgen María, Refugio de los pecadores, haga nacer en nuestros corazones la confianza que se encendió en el corazón del hijo pródigo: “Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti” (v. 18). Por este camino, podemos dar alegría a Dios, y su alegría puede volverse su fiesta y la nuestra.


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