Santidades, Ilustres Representantes de las Iglesias, de las
Comunidades cristianas y de las Religiones, queridos hermanos y hermanas:
Los saludo con gran respeto y afecto, y les agradezco su
presencia. Hemos venido a Asís como peregrinos en busca de paz. Llevamos dentro
de nosotros y ponemos ante Dios las esperanzas y las angustias de muchos
pueblos y personas. Tenemos sed de paz, queremos ser testigos de la paz,
tenemos sobre todo necesidad de orar por la paz, porque la paz es un don de
Dios y a nosotros nos corresponde invocarla, acogerla y construirla cada día
con su ayuda.
«Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9).
Muchos de ustedes han recorrido un largo camino para llegar a este lugar
bendito. Salir, ponerse en camino, encontrarse juntos, trabajar por la paz: no
sólo son movimientos físicos, sino sobre todo del espíritu, son respuestas
espirituales concretas para superar la cerrazón abriéndose a Dios y a los
hermanos. Dios nos lo pide, exhortándonos a afrontar la gran enfermedad de
nuestro tiempo: la indiferencia. Es un virus que paraliza, que vuelve inertes e
insensibles, una enfermedad que ataca el centro mismo de la religiosidad,
provocando un nuevo y triste paganismo: el paganismo de la indiferencia.
No podemos permanecer indiferentes. Hoy el mundo tiene una
ardiente sed de paz. En muchos países se sufre por las guerras, con frecuencia
olvidadas, pero que son siempre causa de sufrimiento y de pobreza. En Lesbos,
con el querido Hermano y Patriarca ecuménico Bartolomé, he visto en los ojos de
los refugiados el dolor de la guerra, la angustia de pueblos sedientos de paz.
Pienso en las familias, cuyas vidas han sido alteradas; en los niños, que en su
vida sólo han conocido la violencia; en los ancianos, obligados a abandonar sus
tierras: todos ellos tienen una gran sed de paz. No queremos que estas
tragedias caigan en el olvido. Juntos deseamos dar voz a los que sufren, a los
que no tienen voz y no son escuchados. Ellos saben bien, a menudo mejor que los
poderosos, que no hay futuro en la guerra y que la violencia de las armas
destruye la alegría de la vida.
Nosotros no tenemos armas. Pero creemos en la fuerza mansa y
humilde de la oración. En esta jornada, la sed de paz se ha transformado en una
invocación a Dios, para que cesen las guerras, el terrorismo y la violencia. La
paz que invocamos desde Asís no es una simple protesta contra la guerra, ni
siquiera «el resultado de negociaciones, compromisos políticos o acuerdos
económicos, sino resultado de la oración» (JUAN PABLO II, Discurso, Basílica de
Santa María de los Ángeles, 27 octubre 1986: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española [2 noviembre 1986, 1]). Buscamos en Dios, fuente de la
comunión, el agua clara de la paz, que anhela la humanidad: ella no puede
brotar de los desiertos del orgullo y de los intereses particulares, de las
tierras áridas del beneficio a cualquier precio y del comercio de las armas.
Nuestras tradiciones religiosas son diversas. Pero la
diferencia no es para nosotros motivo de conflicto, de polémica o de frío
desapego. Hoy no hemos orado los unos contra los otros, como por desgracia ha
sucedido algunas veces en la historia. Por el contrario, sin sincretismos y sin
relativismos, hemos rezado los unos con los otros, los unos por los otros. San
Juan Pablo II dijo en este mismo lugar: «Acaso más que nunca en la historia ha
sido puesto en evidencia ante todos el vínculo intrínseco que existe entre una
actitud religiosa auténtica y el gran bien de la paz» (ID., Discurso, Plaza de
la Basílica inferior de San Francisco, 27 octubre 1986: l.c., 11). Continuando
el camino iniciado hace treinta años en Asís, donde está viva la memoria de
aquel hombre de Dios y de paz que fue san Francisco, «reunidos aquí una vez
más, afirmamos que quien utiliza la religión para fomentar la violencia
contradice su inspiración más auténtica y profunda» (ID., Discurso a los
representantes de las Religiones, Asís, 24 enero 2001), que ninguna forma de
violencia representa «la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su
deformación y contribuye a su destrucción» (BENEDICTO XVI, Intervención en la
Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo,
Asís, 27 octubre 2011). No nos cansamos de repetir que nunca se puede usar el
nombre de Dios para justificar la violencia. Sólo la paz es santa y no la
guerra.
Hoy hemos implorado el don santo de la paz. Hemos orado para
que las conciencias se movilicen y defiendan la sacralidad de la vida humana,
promuevan la paz entre los pueblos y cuiden la creación, nuestra casa común. La
oración y la colaboración concreta nos ayudan a no quedar encerrados en la
lógica del conflicto y a rechazar las actitudes rebeldes de los que sólo saben
protestar y enfadarse. La oración y la voluntad de colaborar nos comprometen a
buscar una paz verdadera, no ilusoria: no la tranquilidad de quien esquiva las
dificultades y mira hacia otro lado, cuando no se tocan sus intereses; no el
cinismo de quien se lava las manos cuando los problemas no son suyos; no el
enfoque virtual de quien juzga todo y a todos desde el teclado de un ordenador,
sin abrir los ojos a las necesidades de los hermanos ni ensuciarse las manos
para ayudar a quien tiene necesidad. Nuestro camino es el de sumergirnos en las
situaciones y poner en el primer lugar a los que sufren; el de afrontar los
conflictos y sanarlos desde dentro; el de recorrer con coherencia el camino del
bien, rechazando los atajos del mal; el de poner en marcha pacientemente
procesos de paz, con la ayuda de Dios y con la buena voluntad.
Paz, un hilo de esperanza, que une la tierra con el cielo,
una palabra tan sencilla y difícil al mismo tiempo. Paz quiere decir Perdón
que, fruto de la conversión y de la oración, nace de dentro y, en nombre de
Dios, hace que se puedan sanar las heridas del pasado. Paz significa Acogida,
disponibilidad para el diálogo, superación de la cerrazón, que no son
estrategias de seguridad, sino puentes sobre el vacío. Paz quiere decir
Colaboración, intercambio vivo y concreto con el otro, que es un don y no un
problema, un hermano con quien tratar de construir un mundo mejor. Paz
significa Educación: una llamada a aprender cada día el difícil arte de la
comunión, a adquirir la cultura del encuentro, purificando la conciencia de
toda tentación de violencia y de rigidez, contrarias al nombre de Dios y a la
dignidad del hombre.
Aquí, nosotros, unidos y en paz, creemos y esperamos en un
mundo fraterno. Deseamos que los hombres y las mujeres de religiones
diferentes, allá donde se encuentren, se reúnan y susciten concordia,
especialmente donde hay conflictos. Nuestro futuro es el de vivir juntos. Por
eso, estamos llamados a liberarnos de las pesadas cargas de la desconfianza, de
los fundamentalismos y del odio. Que los creyentes sean artesanos de paz
invocando a Dios y trabajando por los hombres. Y nosotros, como Responsables
religiosos, estamos llamados a ser sólidos puentes de diálogo, mediadores
creativos de paz. Nos dirigimos también a quienes tienen la más alta
responsabilidad al servicio de los pueblos, a los Líderes de las Naciones, para
que no se cansen de buscar y promover caminos de paz, mirando más allá de los
intereses particulares y del momento: que no quede sin respuesta la llamada de
Dios a las conciencias, el grito de paz de los pobres y las buenas esperanzas
de las jóvenes generaciones. Aquí, hace treinta años, san Juan Pablo II dijo:
«La paz es una cantera abierta a todos y no solamente a los especialistas,
sabios y estrategas. La paz es una responsabilidad universal» (Discurso, Plaza
de la Basílica inferior de San Francisco, 27 octubre 1986: l.c., 11). Asumamos
esta responsabilidad, reafirmemos hoy nuestro sí a ser, todos juntos,
constructores de la paz que Dios quiere y de la que la humanidad está sedienta.
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