Para ser personas libres, hemos de poder mandar en nosotros
mismos. Ello no se consigue si hacemos de la sexualidad un intento de
satisfacción personal para los dos, en el que cada uno se convierte en objeto
de placer para el otro y se evita además el riesgo de la procreación, porque
ello envilece el amor y menoscaba sus posibilidades. El acto sexual no es algo
relacionado únicamente con lo corporal, porque está ligado profundamente con
las dimensiones psicológica y espiritual. Los matrimonios deben capacitarse en
el dominio de la sexualidad desde el inicio de la vida conyugal, pero no como
un simple ejercicio gimnástico, sino como una visión espiritual ordenada a un
bien final, que contribuye a la vitalidad misma de su amor. Además la
contracepción, al hacer estéril la sexualidad, suprime la dimensión de la
fecundidad de la entrega mutua y hace que esta entrega deje de ser total, sin
olvidar además el peligro que la actividad sexual cerrada a la vida se
transforme en un simple intercambio genital y de emociones.
Sin dejar de dar la debida importancia
a los comportamientos conyugales desordenados, los sacerdotes hemos de ayudar a
las personas casadas a detectar las causas más profundas de sus desviaciones
morales, como son, muchas veces, el abandono de la práctica religiosa, el
egoísmo, con su consecuencia práctica de la incapacidad de sacrificarse por el
otro o por los demás, y más frecuentemente de lo que parece, unas concepciones
de la vida impregnadas del materialismo del ambiente. En nuestra sociedad urbana,
con sus muchedumbres solitarias y despersonalizadas, a menudo se pierde la fe
en el sentido de la vida, y muchos se dejan llevar por la comodidad y el
consumismo, buscando como medio más rápido de subir el nivel de vida la
reducción drástica del número de hijos, pues a menos hijos o ninguno, menos hay
que esforzarse y sacrificarse por ellos. La fertilidad humana se ve impedida
por los consumidores de sexo, personas que no creen en el valor de la vida y
carecen por tanto de motivos para procrear. De hecho, tenemos uno de los
niveles más bajos de nacimientos del mundo, aunque en ello también concurren
causas objetivas como el trabajo de la mujer, el piso, el no tener a quien
confiar el hijo. Pero también hay aquéllos que se han comprometido con el amor
auténtico y, movidos por el amor mutuo y por el sentido de la vida, desean
tantos hijos como puedan preparar adecuadamente. El amor es, sobre todo, una
experiencia, y la calidad íntima del amor conyugal repercute en los hijos, que
se desarrollan en lo afectivo mejor cuanto más puro y desinteresado es el amor
de los padres.
La castidad conyugal liga entre sí con
lazo indisoluble las legítimas expresiones del amor conyugal con el servicio a
Dios en la misión de transmitir la vida que proviene de Él. Las relaciones
sexuales están ligadas al afecto y ambos se refuerzan mutuamente.
«Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une
profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas,
según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer.
Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y
procreador, el
acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su
ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad» (Pablo VI,
Encíclica «Humanae Vitae», nº 12).
Lo que constituye el verdadero núcleo y
eje de la pureza matrimonial es la mutua entrega completa y rebosante de
cariño, no siendo la relación conyugal expresión de amor sino cuando se respeta
al otro; respeto que ha de extenderse a su cuerpo en lo que tiene de más
natural; esta relación no es acto pleno de amor si no está abierto a la
fecundidad, tanto más cuanto que el acto de amor en su estructura es un acto
inseminador, porque lo propio del amor es ser fecundo, fecundidad que no se
reduce a la sola procreación, sino que se amplía a todos los frutos de la vida
moral, espiritual y sobrenatural. En definitiva, el matrimonio es más que una
simple unión procreativa; y
la comunidad de vida y amor de los esposos es más que un simple contexto
conveniente para la generación y educación de los hijos: ambos fines tienen
consistencia y dignidad propias, y nunca pueden separarse. En el lenguaje
corporal, el acto conyugal tiene su propio significado: en él se expresa el
amor mutuo y la apertura a la generación, aspectos ambos que pertenecen,
conjuntamente, a la verdad más profunda de ese acto. En el acto conyugal se da
la participación plena de la sexualidad que, en otras manifestaciones del amor
mutuo, tiene siempre un lugar no total.
La doble función unitiva y procreadora
del acto conyugal casto protege la sexualidad humana del gran enemigo de toda
virtud: el egoísmo. La castidad conyugal exige la
apertura al «tú» reclamada por el dinamismo sexual, evitando que la sexualidad
sea sólo un pretexto para buscarse solamente a sí mismo, haciendo del «tú» un
objeto o cosa que produce satisfacción,siendo por tanto mentiroso y egoísta el acto
conyugal sin amor (cf.
HV, 13). Se trata de un verdadero abuso del matrimonio, de un acto en sí malo,
pues éste queda degradado como comunidad de amor al hacerse monólogo en vez de
diálogo.
Pedro Trevijano
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