Excelencias,
Señoras y Señores
Es ya una larga y consolidada tradición que el Papa
encuentre, al comienzo de cada año, al Cuerpo diplomático acreditado ante la
Santa Sede, para manifestar los mejores deseos e intercambiar algunas
reflexiones, que brotan sobre todo de su corazón de pastor, que se interesa por
las alegrías y dolores de la humanidad. Por eso, el encuentro de hoy es un
motivo de gran alegría. Y me permite formularos a vosotros personalmente, a
vuestras familias, a las autoridades y pueblos que representáis mis mejores
deseos de un 2014 lleno de bendiciones y de paz.
Agradezco, en primer lugar, al Decano Jean-Claude Michel,
quien en nombre de todos ha dado voz a las manifestaciones de afecto y estima
que unen vuestras naciones con la Sede Apostólica. Me alegra veros aquí, en tan
gran número, después de haberos encontrado la primera vez pocos días después de
mi elección. Desde entonces se han acreditado muchos nuevos embajadores, a los
que renuevo la bienvenida, a la vez que no puedo dejar de mencionar, entre los
que nos han dejado, al difunto embajador Alejandro Valladares Lanza, durante
varios años Decano del Cuerpo diplomático, y al que el Señor llamó a su
presencia hace algunos meses.
El año que acaba de terminar ha estado especialmente cargado
de acontecimientos no sólo en la vida de la Iglesia, sino también en el ámbito
de las relaciones que la Santa Sede mantiene con los Estados y las
Organizaciones internacionales. Recuerdo, en concreto, el establecimiento de
relaciones diplomáticas con Sudán del Sur, la firma de acuerdos, de base o
específicos, con Cabo Verde, Hungría y Chad, y la ratificación del que se
suscribió con Guinea Ecuatorial en el 2012. También en el ámbito regional ha
crecido la presencia de la Santa Sede, tanto en América central, donde se ha
convertido en Observador Extra-Regional ante el Sistema de la Integración
Centroamericana, como en África, con la acreditación del primer Observador
permanente ante la Comunidad Económica de los Estados del África Occidental.
En el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, dedicado a
la fraternidad como fundamento y camino para la paz, he subrayado que «la
fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia», que «por vocación,
debería contagiar al mundo con su amor» y contribuir a que madure ese espíritu
de servicio y participación que construye la paz.42 Nos lo señala el pesebre,
donde no vemos a la Sagrada Familia sola y aislada del mundo, sino rodeada de
los pastores y los magos, es decir de una comunidad abierta, en la que hay
lugar para todos, pobres y ricos, cercanos y lejanos. Se entienden así las
palabras de mi amado predecesor Benedicto XVI, quien subrayaba cómo «la
gramática familiar es una gramática de paz».
Por desgracia, esto no sucede con frecuencia, porque aumenta
el número de las familias divididas y desgarradas, no sólo por la frágil
conciencia de pertenencia que caracteriza el mundo actual, sino también por las
difíciles condiciones en las que muchas de ellas se ven obligadas a vivir,
hasta el punto de faltarles los mismos medios de subsistencia. Se necesitan,
por tanto, políticas adecuadas que sostengan, favorezcan y consoliden la
familia.
Sucede, además, que los ancianos son considerados como un
peso, mientras que los jóvenes non ven ante ellos perspectivas ciertas para su
vida. Ancianos y jóvenes, por el contrario, son la esperanza de la humanidad.
Los primeros aportan la sabiduría de la experiencia; los segundos nos abren al
futuro, evitando que nos encerremos en nosotros mismos. Es sabio no marginar a
los ancianos en la vida social para mantener viva la memoria de un pueblo.
Igualmente, es bueno invertir en los jóvenes, con iniciativas adecuadas que les
ayuden a encontrar trabajo y a fundar un hogar. ¡No hay que apagar su entusiasmo!
Conservo viva en mi mente la experiencia de la XXVIII Jornada Mundial de la
Juventud de Río de Janeiro. ¡Cuántos jóvenes contentos pude encontrar! ¡Cuánta
esperanza y expectación en sus ojos y en sus oraciones! ¡Cuánta sed de vida y
deseo de abrirse a los demás! La clausura y el aislamiento crean siempre una
atmósfera asfixiante y pesada, que tarde o temprano acaba por entristecer y
ahogar. Se necesita, en cambio, un compromiso común por parte de todos para
favorecer una cultura del encuentro, porque sólo quien es capaz de ir hacia los
otros puede dar fruto, crear vínculos de comunión, irradiar alegría, edificar
la paz.
Por si fuera necesario, lo confirman las imágenes de
destrucción y de muerte que hemos tenido ante los ojos en el año apenas
terminado. Cuánto dolor, cuánta desesperación provoca la clausura en sí mismos,
que adquiere poco a poco el rostro de la envidia, del egoísmo, de la rivalidad,
de la sed de poder y de dinero. A veces, parece que esas realidades estén
destinadas a dominar. La Navidad, en cambio, infunde en nosotros, cristianos,
la certeza de que la última y definitiva palabra pertenece al Príncipe de la
Paz, que cambia «las espadas en arados y las lanzas en podaderas» (cf. Is 2,4)
y transforma el egoísmo en don de sí y la venganza en perdón.
Con esta confianza, deseo mirar al año que nos espera. No
dejo, por tanto, de esperar que se acabe finalmente el conflicto en Siria. La
solicitud por esa querida población y el deseo de que no se agravara la
violencia me llevaron en el mes de septiembre pasado a convocar una jornada de
ayuno y oración. Por vuestro medio, agradezco de corazón a las autoridades
públicas y a las personas de buena voluntad que en vuestros países se asociaron
a esa iniciativa. Se necesita una renovada voluntad política de todos para
poner fin al conflicto. En esa perspectiva, confío en que la Conferencia
«Ginebra 2», convocada para el próximo 22 de enero, marque el comienzo del
deseado camino de pacificación. Al mismo tiempo, es imprescindible que se
respete plenamente el derecho humanitario. No se puede aceptar que se golpee a
la población civil inerme, sobre todo a los niños. Animo, además, a todos a
facilitar y garantizar, de la mejor manera posible, la necesaria y urgente
asistencia a gran parte de la población, sin olvidar el encomiable esfuerzo de
aquellos países, sobre todo el Líbano y Jordania, que con generosidad han
acogido en sus territorios a numerosos prófugos sirios.
Permaneciendo en Oriente Medio, advierto con preocupación
las tensiones que de diversos modos afectan a la Región. Me preocupa
especialmente que continúen las dificultades políticas en Líbano, donde un
clima de renovada colaboración entre las diversas partes de la sociedad civil y
las fuerzas políticas es más que nunca indispensable, para evitar que se
intensifiquen los contrastes que pueden minar la estabilidad del país. Pienso
también en Egipto, que necesita encontrar de nuevo una concordia social, como
también en Iraq, que le cuesta llegar a la deseada paz y estabilidad. Al mismo
tiempo, veo con satisfacción los significativos progresos realizados en el
diálogo entre Irán y el «Grupo 5+1» sobre la cuestión nuclear.
En cualquier lugar, el camino para resolver los problemas
abiertos ha de ser la diplomacia del diálogo. Se trata de la vía maestra ya
indicada con lucidez por el papa Benedicto XV cuando invitaba a los
responsables de las naciones europeas a hacer prevalecer «la fuerza moral del
derecho» sobre la «material de las armas» para poner fin a aquella «inútil
carnicería» que fue la Primera Guerra Mundial, de la que en este año celebramos
el centenario. Es necesario animarse «a ir más allá de la superficie conflictiva»
y mirar a los demás en su dignidad más profunda, para que la unidad prevalezca
sobre el conflicto y sea «posible desarrollar una comunión en las diferencias».
En este sentido, es positivo que se hayan retomado las negociaciones de paz
entre israelitas y palestinos, y deseo que las partes asuman con determinación,
con la ayuda de la Comunidad internacional, decisiones valientes para encontrar
una solución justa y duradera a un conflicto cuyo fin se muestra cada vez más
necesario y urgente. No deja de suscitar preocupación el éxodo de los
cristianos de Oriente Medio y del Norte de África. Ellos desean seguir siendo
parte del conjunto social, político y cultural de los países que han ayudado a
edificar, y aspiran a contribuir al bien común de las sociedades en las que
desean estar plenamente incorporados, como artífices de paz y reconciliación.
También en otras partes de África, los cristianos están
llamados a dar testimonio del amor y la misericordia de Dios. No hay que dejar
nunca de hacer el bien, aún cuando resulte arduo y se sufran actos de
intolerancia, por no decir de verdadera y propia persecución. En grandes áreas
de Nigeria no se detiene la violencia y se sigue derramando mucha sangre
inocente. Mi pensamiento se dirige especialmente a la República Centroafricana,
donde la población sufre a causa de las tensiones que el país atraviesa y que
repetidamente han sembrado destrucción y muerte. Aseguro mi oración por las
víctimas y los numerosos desplazados, obligados a vivir en condiciones de
pobreza, y espero que la implicación de la Comunidad internacional contribuya
al cese de la violencia, al restablecimiento del estado de derecho y a
garantizar el acceso de la ayuda humanitaria también a las zonas más remotas
del país. La Iglesia católica por su parte seguirá asegurando su propia
presencia y colaboración, esforzándose con generosidad para procurar toda ayuda
posible a la población y, sobre todo, para reconstruir un clima de
reconciliación y de paz entre todas las partes de la sociedad. Reconciliación y
paz son una prioridad fundamental también en otras partes del continente
africano. Me refiero especialmente a Malí, donde incluso se observa el positivo
restablecimiento de las estructuras democráticas del país, como también a Sudán
del Sur, donde, por el contrario, la inestabilidad política del último período
ha provocado ya muchos muertos y una nueva emergencia humanitaria.
La Santa Sede sigue con especial atención los
acontecimientos de Asia, donde la Iglesia desea compartir los gozos y
esperanzas de todos los pueblos que componen aquel vasto y noble continente.
Con ocasión del 50 aniversario de las relaciones diplomáticas con la República
de Corea, quisiera implorar de Dios el don de la reconciliación en la
península, con el deseo de que, por el bien de todo el pueblo coreano, las
partes interesadas no se cansen de buscar puntos de encuentro y posibles
soluciones. Asia, en efecto, tiene una larga historia de pacífica convivencia
entre sus diversas partes civiles, étnicas y religiosas. Hay que alentar ese
recíproco respeto, sobre todo frente a algunas señales preocupantes de su
debilitamiento, en particular frente a crecientes actitudes de clausura que,
apoyándose en motivos religiosos, tienden a privar a los cristianos de su
libertad y a poner en peligro la convivencia civil. La Santa Sede, en cambio,
mira con gran esperanza las señales de apertura que provienen de países de gran
tradición religiosa y cultural, con los que desea colaborar en la edificación
del bien común.
La paz además se ve herida por cualquier negación de la
dignidad humana, sobre todo por la imposibilidad de alimentarse de modo
suficiente. No nos pueden dejar indiferentes los rostros de cuantos sufren el
hambre, sobre todo los niños, si pensamos a la cantidad de alimento que se
desperdicia cada día en muchas partes del mundo, inmersas en la que he definido
en varias ocasiones como la «cultura del descarte». Por desgracia, objeto de
descarte no es sólo el alimento o los bienes superfluos, sino con frecuencia
los mismos seres humanos, que vienen «descartados» como si fueran «cosas no
necesarias». Por ejemplo, suscita horror sólo el pensar en los niños que no
podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados como
soldados, violentados o asesinados en los conflictos armados, o hechos objeto
de mercadeo en esa tremenda forma de esclavitud moderna que es la trata de
seres humanos, y que es un delito contra la humanidad.
No podemos ser insensibles al drama de las multitudes
obligadas a huir por la carestía, la violencia o los abusos, especialmente en
el Cuerno de África y en la Región de los Grandes Lagos. Muchos de ellos viven
como prófugos o refugiados en campos donde no vienen considerados como personas
sino como cifras anónimas. Otros, con la esperanza de una vida mejor, emprenden
viajes aventurados, que a menudo terminan trágicamente. Pienso de modo
particular en los numerosos emigrantes que de América Latina se dirigen a los
Estados Unidos, pero sobre todo en los que de África o el Oriente Medio buscan
refugio en Europa.
Permanece todavía viva en mi memoria la breve visita que
realicé a Lampedusa, en julio pasado, para rezar por los numerosos náufragos en
el Mediterráneo. Por desgracia hay una indiferencia generalizada frente a
semejantes tragedias, que es una señal dramática de la pérdida de ese «sentido
de la responsabilidad fraterna», sobre el que se basa toda sociedad civil. En
aquella circunstancia, sin embargo, pude constatar también la acogida y
dedicación de tantas personas. Deseo al pueblo italiano, al que miro con
afecto, también por las raíces comunes que nos unen, que renueve su encomiable
compromiso de solidaridad hacia los más débiles e indefensos y, con el esfuerzo
sincero y unánime de ciudadanos e instituciones, venza las dificultades
actuales, encontrando el clima de constructiva creatividad social que lo ha
caracterizado ampliamente.
En fin, deseo mencionar otra herida a la paz, que surge de
la ávida explotación de los recursos ambientales. Si bien «la naturaleza está a
nuestra disposición», con frecuencia «no la respetamos, no la consideramos un
don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los hermanos,
también de las generaciones futuras». También en este caso hay que apelar a la
responsabilidad de cada uno para que, con espíritu fraterno, se persigan
políticas respetuosas de nuestra tierra, que es la casa de todos nosotros.
Recuerdo un dicho popular que dice: «Dios perdona siempre, nosotros perdonamos
algunas veces, la naturaleza -la creación-, cuando viene maltratada, no perdona
nunca». Por otra parte, hemos visto con nuestros ojos los efectos devastadores
de algunas recientes catástrofes naturales. En particular, deseo recordar una
vez más a las numerosas víctimas y las grandes devastaciones en Filipinas y en
otros países del sureste asiático, provocadas por el tifón Haiyan.
Excelencias, Señoras y Señores:
El Papa Pablo VI afirmaba que la paz «no se reduce a una
ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La
paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios,
que comporta una justicia más perfecta entre los hombres». Éste es el espíritu
que anima la actividad de la Iglesia en cualquier parte del mundo, mediante los
sacerdotes, los misioneros, los fieles laicos, que con gran espíritu de dedicación
se prodigan entre otras cosas en múltiples obras de carácter educativo,
sanitario y asistencial, al servicio de los pobres, los enfermos, los huérfanos
y de quienquiera que esté necesitado de ayuda y consuelo. A partir de esta
«atención amante», la Iglesia coopera con todas las instituciones que se
interesan tanto del bien de los individuos como del común.
Al comienzo de este nuevo año, deseo renovar la
disponibilidad de la Santa Sede, y en particular de la Secretaría de Estado, a
colaborar con vuestros países para favorecer esos vínculos de fraternidad, que
son reverberación del amor de Dios, y fundamento de la concordia y la paz. Que
la bendición del Señor descienda copiosa sobre vosotros, vuestras familias y
vuestros pueblos. Gracias.
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