Después de pensarlo con calma, considero que en
la práctica diaria existe una clave suprema que asegura el triunfo de cualquier
matrimonio: la capacidad de perdonar y pedir perdón.
La clave de las claves.
Después de pensarlo con calma, considero que en la práctica diaria existe una clave suprema que asegura el triunfo de cualquier matrimonio: la capacidad de perdonar y pedir perdón. Y que esa actitud depende en buena medida de la que adoptemos ante los defectos del propio cónyuge: aceptarlos, conforme los vayamos descubriendo, y, si no son ofensa de Dios, esforzarnos por comprenderlos e incluso amarlos.
Y es que, por más que luche por corregir esas faltas, a lo largo de la vida se harán más de una vez presentes, con las molestias que suelen llevar aparejadas y que exigen del otro consorte una decidida e incondicionada resolución de pasarlas por alto cuantas veces fuere necesario.
Hasta el punto de que cabría sostener que el «sí» del día de la boda resultará vano si no se encuentra reforzado y protegido, desde entonces y a lo largo de toda la vida en común, por la decisión de perdonar siempre que la persona amada o bien no advierta el agravio infligido al cónyuge o bien, al percibirlo, se muestre sinceramente arrepentida y luche por corregirse.
Presunción de inocencia.
Para lograrlo, como ha señalado un autor americano, resulta muy conveniente que en cada uno de los miembros del matrimonio reine incontrastada la «presunción de inocencia» respecto al otro. Es decir, el firme convencimiento de que, aunque las apariencias pudieran dar a entender lo contrario, nuestro esposo o esposa nunca realiza nada con la intención de «fastidiarnos».
Si las propias disposiciones hacia el otro son las de hacerle la vida lo más agradable posible, ¿qué nos autoriza a presumir que él o ella habría de actuar con fines menos rectos? Una cosa es el error o el descuido, fácilmente tolerables si se advierten como tales, y otra muy distinta, y rarísima en un matrimonio normalmente constituido, el afán de herir o hacer daño de manera consciente y premeditada, incluso en los momentos de cansancio o aburrimiento o nerviosismo o en las explosiones de mal genio derivadas de esas circunstancias.
Reflexionar a menudo cuando la mar está en calma sobre esta verdad casi obvia facilitará enormemente el disculpar o incluso pasar por alto —¡no advertirlos!— los roces y las tensiones originadas por el tráfago de la existencia cotidiana.
Perdonar, olvidar… para curar.
Tal vez por eso, la disposición habitual de perdonar y solicitar el perdón constituía para San Josemaría Escrivá una de las pruebas más esencialmente significativas del amor entre los esposos… y del mismo amor de Dios, de quien le admiraba más aún que su poder creador y la maravilla de la Encarnación, justo su reiterado y siempre actual afán por perdonar a quienes le ofendemos y, compungidos, volvemos al combate.
Pues bien, a ese Dios que sale a nuestro paso, se nos acerca, nos sana, indulta y olvida, hemos de intentar asemejarnos los esposos. Teniendo en cuenta que el resultado será siempre un incremento de nuestro amor recíproco, porque sólo en ese amor haya su fundamento la capacidad de perdonar… y de olvidar y curar, haciendo desaparecer la afrenta y las huellas que pudiera dejar en nosotros.
A este respecto, me gusta recordar unas palabras de Étienne Gilson: «El Dios de nuestra Iglesia no es sólo un juez que perdona, es un juez que puede perdonar porque es, primero, un médico que cura» … y goza —que Él me excuse la aparente irreverencia— de una colosal «mala memoria».
En realidad, para nosotros los humanos, perdonar y olvidar de veras incluye la máxima eficacia alcanzable: es, en cierto modo, nuestra manera más real de curar, lo que más se acerca a cauterizar definitivamente la herida. De ahí la alusión un tanto bromista a la mala memoria divina, que sin embargo es un recurso de tremenda eficiencia, y nada metafórico, en la vida conyugal.
Al respecto, recuerda Paul Jonhson: «los secretos de un matrimonio bien trabajado son paciencia y perseverancia, tolerancia y dominio de sí, estoicismo y tenacidad, resistencia, disposición a perdonar y, a falta de todo eso, mala memoria: ¡nada menos!». Y comenta Amadeo Aparicio: «No es fácil adquirir una buena mala memoria. El peso de los recuerdos, la dificultad de olvidar ciertas cosas, la actitud rencorosa que, en una discusión, saca todos los trapos a relucir, y el apasionamiento de la polémica que lleva a decir más de lo que uno quisiera, hacen complicado el entendimiento entre ambos. Y es imprescindible ejercitarse en el olvido, sustituyendo los “malos recuerdos” por una voluntad decidida de perdón».
Resumiendo: la firme decisión de perdonar e, incluso antes, de pedir perdón, con todo lo que lleva aparejado de comprensión y olvido, compone una de las actitudes básicas más «rentables» de todo hogar que aspire a cumplir su cometido en este mundo, generando e irradiando hacia quienes lo rodean felicidad y contento.
Lo confirma la reflexión de Josemaría Escrivá en torno a las pequeñas trifulcas que surgen en la convivencia. En tales circunstancias —nos aconseja—, «debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño».
Al estilo de Dios.
Pero ¿por qué perdonar y pedir perdón se muestran tan eficaces en la vida matrimonial y mejoran de manera casi insuperable la calidad personal de los cónyuges, purificando e incrementando su amor recíproco? Por una razón relativamente sencilla y ya insinuada: por cuanto todo ello asimila el afecto mutuo de los esposos al Amor infinito de Dios.
Como acabamos de sugerir, otorgar un perdón sin condiciones puede considerarse como una de las operaciones más caracterizadoras y exclusivas y portentosas del Dios omnipotente y amorosísimo. «Errar es humano, perdonar divino», aseguraba Pope. Por eso perdonar de corazón, sin falsas reservas ni retrancas, olvidando realmente la injuria y, desde este punto de vista, haciéndola desaparecer, acerca infinitamente a Dios a quien perdona y provoca una gratitud también cuasi divina en quien así se siente amado.
Muchas veces se ha comentado que el amor permite ver al ser querido tal como lo ve la divinidad. Ahora bien, parece evidente que Dios observa a las personas con una mirada afabilísima, que pone en primer término cuanto de bueno, de grandioso, Él está produciendo y conservando en cada una. No es que ignore nuestros defectos, pues nos conoce con la máxima perfección; pero los calibra en sus justas dimensiones, más como carencias que como entidades positivas. Y, dentro de la persona, cualquier déficit no representa sino un detalle casi irrelevante frente a la grandeza sublime de su eminente dignidad.
El amor de Dios se dirige, directo y eficaz, como una saeta bien orientada, hacia el núcleo más íntimo del ser humano: y ese meollo, la médula de la persona, es merecedor, por gratuita dádiva divina, de un amor incondicionado… incluso cuando transitoriamente la criatura se vuelve contra su Creador.
Fuente: Arvo.net
La clave de las claves.
Después de pensarlo con calma, considero que en la práctica diaria existe una clave suprema que asegura el triunfo de cualquier matrimonio: la capacidad de perdonar y pedir perdón. Y que esa actitud depende en buena medida de la que adoptemos ante los defectos del propio cónyuge: aceptarlos, conforme los vayamos descubriendo, y, si no son ofensa de Dios, esforzarnos por comprenderlos e incluso amarlos.
Y es que, por más que luche por corregir esas faltas, a lo largo de la vida se harán más de una vez presentes, con las molestias que suelen llevar aparejadas y que exigen del otro consorte una decidida e incondicionada resolución de pasarlas por alto cuantas veces fuere necesario.
Hasta el punto de que cabría sostener que el «sí» del día de la boda resultará vano si no se encuentra reforzado y protegido, desde entonces y a lo largo de toda la vida en común, por la decisión de perdonar siempre que la persona amada o bien no advierta el agravio infligido al cónyuge o bien, al percibirlo, se muestre sinceramente arrepentida y luche por corregirse.
Presunción de inocencia.
Para lograrlo, como ha señalado un autor americano, resulta muy conveniente que en cada uno de los miembros del matrimonio reine incontrastada la «presunción de inocencia» respecto al otro. Es decir, el firme convencimiento de que, aunque las apariencias pudieran dar a entender lo contrario, nuestro esposo o esposa nunca realiza nada con la intención de «fastidiarnos».
Si las propias disposiciones hacia el otro son las de hacerle la vida lo más agradable posible, ¿qué nos autoriza a presumir que él o ella habría de actuar con fines menos rectos? Una cosa es el error o el descuido, fácilmente tolerables si se advierten como tales, y otra muy distinta, y rarísima en un matrimonio normalmente constituido, el afán de herir o hacer daño de manera consciente y premeditada, incluso en los momentos de cansancio o aburrimiento o nerviosismo o en las explosiones de mal genio derivadas de esas circunstancias.
Reflexionar a menudo cuando la mar está en calma sobre esta verdad casi obvia facilitará enormemente el disculpar o incluso pasar por alto —¡no advertirlos!— los roces y las tensiones originadas por el tráfago de la existencia cotidiana.
Perdonar, olvidar… para curar.
Tal vez por eso, la disposición habitual de perdonar y solicitar el perdón constituía para San Josemaría Escrivá una de las pruebas más esencialmente significativas del amor entre los esposos… y del mismo amor de Dios, de quien le admiraba más aún que su poder creador y la maravilla de la Encarnación, justo su reiterado y siempre actual afán por perdonar a quienes le ofendemos y, compungidos, volvemos al combate.
Pues bien, a ese Dios que sale a nuestro paso, se nos acerca, nos sana, indulta y olvida, hemos de intentar asemejarnos los esposos. Teniendo en cuenta que el resultado será siempre un incremento de nuestro amor recíproco, porque sólo en ese amor haya su fundamento la capacidad de perdonar… y de olvidar y curar, haciendo desaparecer la afrenta y las huellas que pudiera dejar en nosotros.
A este respecto, me gusta recordar unas palabras de Étienne Gilson: «El Dios de nuestra Iglesia no es sólo un juez que perdona, es un juez que puede perdonar porque es, primero, un médico que cura» … y goza —que Él me excuse la aparente irreverencia— de una colosal «mala memoria».
En realidad, para nosotros los humanos, perdonar y olvidar de veras incluye la máxima eficacia alcanzable: es, en cierto modo, nuestra manera más real de curar, lo que más se acerca a cauterizar definitivamente la herida. De ahí la alusión un tanto bromista a la mala memoria divina, que sin embargo es un recurso de tremenda eficiencia, y nada metafórico, en la vida conyugal.
Al respecto, recuerda Paul Jonhson: «los secretos de un matrimonio bien trabajado son paciencia y perseverancia, tolerancia y dominio de sí, estoicismo y tenacidad, resistencia, disposición a perdonar y, a falta de todo eso, mala memoria: ¡nada menos!». Y comenta Amadeo Aparicio: «No es fácil adquirir una buena mala memoria. El peso de los recuerdos, la dificultad de olvidar ciertas cosas, la actitud rencorosa que, en una discusión, saca todos los trapos a relucir, y el apasionamiento de la polémica que lleva a decir más de lo que uno quisiera, hacen complicado el entendimiento entre ambos. Y es imprescindible ejercitarse en el olvido, sustituyendo los “malos recuerdos” por una voluntad decidida de perdón».
Resumiendo: la firme decisión de perdonar e, incluso antes, de pedir perdón, con todo lo que lleva aparejado de comprensión y olvido, compone una de las actitudes básicas más «rentables» de todo hogar que aspire a cumplir su cometido en este mundo, generando e irradiando hacia quienes lo rodean felicidad y contento.
Lo confirma la reflexión de Josemaría Escrivá en torno a las pequeñas trifulcas que surgen en la convivencia. En tales circunstancias —nos aconseja—, «debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño».
Al estilo de Dios.
Pero ¿por qué perdonar y pedir perdón se muestran tan eficaces en la vida matrimonial y mejoran de manera casi insuperable la calidad personal de los cónyuges, purificando e incrementando su amor recíproco? Por una razón relativamente sencilla y ya insinuada: por cuanto todo ello asimila el afecto mutuo de los esposos al Amor infinito de Dios.
Como acabamos de sugerir, otorgar un perdón sin condiciones puede considerarse como una de las operaciones más caracterizadoras y exclusivas y portentosas del Dios omnipotente y amorosísimo. «Errar es humano, perdonar divino», aseguraba Pope. Por eso perdonar de corazón, sin falsas reservas ni retrancas, olvidando realmente la injuria y, desde este punto de vista, haciéndola desaparecer, acerca infinitamente a Dios a quien perdona y provoca una gratitud también cuasi divina en quien así se siente amado.
Muchas veces se ha comentado que el amor permite ver al ser querido tal como lo ve la divinidad. Ahora bien, parece evidente que Dios observa a las personas con una mirada afabilísima, que pone en primer término cuanto de bueno, de grandioso, Él está produciendo y conservando en cada una. No es que ignore nuestros defectos, pues nos conoce con la máxima perfección; pero los calibra en sus justas dimensiones, más como carencias que como entidades positivas. Y, dentro de la persona, cualquier déficit no representa sino un detalle casi irrelevante frente a la grandeza sublime de su eminente dignidad.
El amor de Dios se dirige, directo y eficaz, como una saeta bien orientada, hacia el núcleo más íntimo del ser humano: y ese meollo, la médula de la persona, es merecedor, por gratuita dádiva divina, de un amor incondicionado… incluso cuando transitoriamente la criatura se vuelve contra su Creador.
Fuente: Arvo.net
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