«Tened valor: yo he vencido al mundo»
(Jn 16, 33)
Con
estas palabras concluyen los discursos de adiós que Jesús dirige a sus
discípulos en su última cena antes de ser entregado a manos de quienes le iban
a dar muerte. Es un diálogo denso, en el que revela la realidad más
profunda de su relación con el Padre y de la
misión que Él le ha encomendado.
Jesús
está a punto de dejar la tierra y volver al Padre, y sus discípulos se quedarán
en el mundo para continuar su obra. También ellos, como Él, serán odiados,
perseguidos, hasta les darán muerte (cf. 15, 18.20; 16, 2). Su misión será
difícil, como lo ha sido la de Jesús. Él sabe bien las dificultades y
las pruebas que tendrán que afrontar sus amigos: «En el mundo tendréis
luchas», les acaba de decir (16, 33).
Jesús
se dirige a sus apóstoles, reunidos en torno a Él para esa última cena, pero
tiene delante de sí a todas las generaciones de discípulos que lo seguirán a lo
largo de los siglos, incluidos nosotros.
Es
verdad. Aun en medio de las alegrías que jalonan nuestro camino, no
faltan «luchas»: la incertidumbre del futuro, la precariedad del trabajo,
la pobreza y las enfermedades, los sufrimientos que siguen a las catástrofes y a
las guerras, la violencia, tan extendida dentro de nuestras fronteras como
entre naciones. Luego están las tribulaciones que acarrea el ser cristianos: la
lucha cotidiana por mantenerse coherentes con el Evangelio, el sentimiento de
impotencia ante una sociedad que parece indiferente al mensaje de Dios, la
burla o el desprecio, cuando no la persecución explícita de quien no comprende
o se opone a la Iglesia.
Jesús
conoce las tribulaciones porque las ha vivido en primera persona, pero dice:
«Tened valor: yo he vencido al mundo».
Esta
afirmación, tan decidida y convencida, parece una contradicción. ¿Cómo puede afirmar Jesús que ha vencido al mundo cuando
unos momentos después de haber pronunciado estas palabras será prendido,
flagelado, condenado y asesinado del modo más cruel y humillante? Más que haber
vencido, parece haber sido traicionado, rechazado, reducido a
la nada, y por tanto derrotado, clamorosamente.
¿En
qué consiste su victoria? Ciertamente, en la resurrección: la muerte no puede
prolongar su poder sobre Él. Su victoria es tan potente que nos
hace partícipes de ella también a nosotros: se hace presente entre
nosotros y nos lleva consigo a la vida plena, a la nueva creación.
Pero
antes de eso, su victoria ha sido el acto mismo del «amor más grande» con el que ha dado su vida por nosotros. Aquí, en la
derrota, Él triunfa plenamente. Penetrando en los recovecos de la
muerte, nos ha liberado de todo lo que nos oprime y ha
transformado todo lo negativo que tenemos, toda nuestra oscuridad y
nuestro dolor, en un encuentro con Él, Dios, Amor, plenitud.
Cada
vez que pensaba en la victoria de Jesús, Pablo parecía enloquecer de alegría.
Si Él, tal como afirmaba, afrontó toda adversidad –incluso la suprema
adversidad de la muerte– y venció,también nosotros, con Él y en Él, podemos
vencer cualquier dificultad; es más, gracias a su amor,
«salimos victoriosos»: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida […]
ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en
Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38; cf. 1 Co 15,
57).
Entonces
se comprende la invitación de Jesús a no tener ya miedo a nada:
«Tened valor: yo he vencido al mundo».
Esta
palabra de Jesús, que mantendremos viva durante todo el mes, podrá infundirnos confianza
y esperanza. Por muy duras y difíciles que puedan ser las circunstancias en
que nos encontremos, tengamos la certeza de que Jesús ya las ha hecho
suyas y las ha superado.
Aunque
nosotros no tengamos su fuerza interior, lo tenemos a Él, que vive y lucha con nosotros. «Si tú has vencido al
mundo –podremos decirle cuando nos sintamos derrotados por las
dificultades, las pruebas y las tentaciones–, sabrás vencer también
esta “tribulación” mía. A mí, a mi familia, a mis compañeros de trabajo nos
parece un obstáculo insuperable lo que está sucediendo, nos parece que no somos
capaces, pero contigo entre nosotros encontraremos el valor y la fuerza para
afrontar esta adversidad, hasta poder “salir victoriosos”».
No
se trata de tener una visión triunfalista de la vida cristiana, como si todo
fuese fácil y estuviese ya resuelto. Jesús sale victorioso precisamente en el
momento en que vive el drama del sufrimiento, de la injusticia, del abandono y
de la muerte. Su victoria es fruto de afrontar el dolor por amor, de
creer en la vida después de la muerte.
Habrá
veces en que también nosotros, como Jesús y como los mártires, tendremos que
esperar al Cielo para ver la victoria plena del
bien sobre el mal. Con frecuencia nos da miedo hablar del Paraíso, como si
pensar en él fuese una droga para no afrontar con ánimo las dificultades, una
anestesia para mitigar el sufrimiento, un pretexto para no luchar contra las
injusticias. Pero la esperanza del Cielo y la fe en la resurrección son
más bien un impulso potente para afrontar cualquier adversidad,
sostener a los demás en las pruebas, creer que la última palabra la tiene el
amor que vence al odio, la vida que derrota a la muerte.
Así
pues, cada vez que nos tropecemos con cualquier dificultad –personal, de
quienes tenemos cerca o de alguien que hayamos conocido en algún lugar del
mundo–, renovemos la confianza en Jesús, presente en nosotros y entre
nosotros, que ha vencido al mundo, que nos hace partícipes de su misma
victoria, que nos abre de par en par el Paraíso, donde ha ido a prepararnos
un sitio. De este modo tendremos el valor para afrontar cualquier prueba. Todo
lo podremos superar en aquel que nos da la fuerza.
Fabio CIARDI, O.M.I.
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