Síntesis
conclusiva del Congreso Internacional de Educación Católica
Con agradecimiento a todos los participantes, y buscando
convocarnos mutuamente a seguir trabajando para que la Educación sea
verdaderamente un bien compartido por todos los niños y jóvenes del mundo,
ofrecemos una síntesis conclusiva de nuestro Congreso Internacional de la
Educación Católica.
Hemos vivido en Roma unos días intensos, en los que hemos
podido renovar nuestra convicción de que la Educación Católica, arraigada en la
profunda relación entre la experiencia de la fe y la misión educativa y
fundamentada en una identidad ligada a sus orígenes y a lo mejor de su
historia, está llamada a dar lo mejor de sí misma como respuesta a las
profundas necesidades de vida, plenitud y sentido del hombre y la mujer de hoy.
Articulamos esta síntesis en cuatro apartados, que no agotan,
por sí mismos, las múltiples aportaciones de este Congreso, pero pueden ayudar
a comprender lo esencial. En cada uno de ellos están bien presentes, como centro,
los destinatarios de nuestra misión educativa: los niños, adolescentes y
jóvenes que Dios pone en nuestro camino.
I-IDENTIDAD Y MISIÓN
Ambas dimensiones están absolutamente unidas. La misión
expresa la identidad, y ésta garantiza la misión. Por eso, el tema central de
la declaración conciliar Gravissimum educationis, así como de la Constitución
apostólica Ex corde Ecclesiae de Juan Pablo II sobre las Universidades
Católicas, tema que ha vuelto a estar en el centro de la reflexión del Congreso
de estos días, es la cuestión de la identidad y de la misión de las
instituciones educativas católicas (escuelas y universidades).
Y nuestro Congreso - pese a que se ha colocado en un
escenario muy distinto respecto al de hace cincuenta años, cuando se publicó
Gravissimum educationis, o tan sólo al de hace veinticinco años, cuando se
publicó Ex corde Ecclesiae – ha vuelto a confirmar la convicción de que existe
un vínculo estrecho entre identidad y misión de nuestras instituciones
educativas (escuelas y universidades católicas). Un vínculo que se fundamenta
en el sentido mismo de la educación católica, expresión de la maternal
solicitud de la Iglesia hacia el hombre: aquel hombre que Cristo desea
encontrar y salvar. Esto es lo que debe acontecer en nuestras Instituciones
educativas, que son lugares decisivos donde se desarrolla gran parte de la
formación humana de las nuevas generaciones.
Por tanto, hoy como en el pasado, la misión educativa
católica brota de la identidad misma de la Iglesia y de las instituciones educativas
cristianas (escuelas y universidades) que se alimentan del mandato de la
evangelización: «id por el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc
16,15ss). Podríamos también decir que la misión constituye la expresión
dinámica y fecunda de la identidad, ya que - como la parábola de los talentos
sugiere - la identidad no es un tesoro que hay que guardar escondiéndolo
celosamente en un lugar seguro, sino que es un patrimonio que hay que
“invertir” y poner a disposición como un don, para que dé fruto.
Y esto basta para reconocer que el significado de la
presencia de las escuelas y de las universidades católicas no ha cambiado
respecto a lo indicado en Gravissimum educationis y en Ex corde Ecclesiae, sino
que es menester comprenderlo y llevarlo a cabo en una actitud de fidelidad
creativa a su específica identidad y misión, y de búsqueda de respuestas
adecuadas a los numerosos retos que hoy la formación plantea.
En esta perspectiva, las instituciones católicas están hoy
llamadas a reflexionar sobre el papel decisivo que la educación católica puede
desempeñar en el contexto de la evangelización y sobre su corresponsabilidad
eclesial en esta tarea, conscientes de que «¡el quehacer educativo es hoy una
misión “clave, clave, clave”!», como ha afirmado Papa Francisco.
Por consiguiente, en lugar de asumir actitudes meramente
reactivas de cerrazón defensiva ante la sociedad secularizada que alimenta
valores como el individualismo competitivo y que legitima, mejor dicho,
acrecienta, las desigualdades y parece desafiar la educación en sus valores más
profundos (la primacía de la persona, el valor de la comunidad, la búsqueda del
bien común, el cuidado de la fragilidad y la inquietud por los últimos, la
cooperación y la solidaridad...), las escuelas y las universidades católicas
están llamadas a asumir actitudes pro-activas para reafirmar el valor de la
persona humana, superando la indiscutible exaltación del provecho y de la
utilidad como medida de todas las opciones, de la eficiencia, de la
competitividad individualista y del éxito a toda costa.
En todo esto, las instituciones educativas católicas
(escuelas y universidades) no pueden ignorar el llamamiento a un compromiso de
formación y de testimonio cultural que va más allá de las instituciones
educativas y que implica la transformación del territorio y la más amplia
comunidad social.
Por ello podemos volver a afirmar con Gravissimum educationis
que las escuelas y las universidades católicas «siendo útiles para cumplir la
misión del pueblo de Dios y para promover el diálogo entre la Iglesia y la
sociedad humana en beneficio de ambos, y conservan su importancia trascendental
también en los momentos actuales» (n. 8).
Esto nos desafía profundamente, porque no siempre somos
conscientes de este reto, o no articulamos adecuadamente la relación entre
identidad y misión. La relación entre ambas es el “alma” de la Educación
Católica. Y esto sólo es posible si es encarnada por personas, instituciones y
comunidades convenidas de ello. La identidad exige un proceso de identificación,
y la misión necesita ser vivida de modo apasionado. Así ha sido siempre, así lo
vivieron nuestros fundadores y fundadoras, así somos llamados a vivirlo hoy,
por el bien de los niños, de los jóvenes y de los pobres.
II-LOS SUJETOS QUE
INTERACTÚAN EN LA EDUCACIÓN CATÓLICA
En el amplio y articulado horizonte de las instituciones
educativas católicas, actúa una pluralidad de sujetos con identidad, funciones
y roles distintos y a la vez complementarios: los estudiantes y sus familias,
los docentes laicos y religiosos, el personal con funciones directivas
(coordinadores, directores, presidentes), los sacerdotes y los obispos.
Lo que caracteriza de manera peculiar la presencia y la
acción de esta pluralidad en una escuela o universidad católica es que forman
una comunidad. Sea Gravissimum educationis que Ex corde Ecclesiae
concuerdan en afirmar que el elemento característico de una institución
educativa católica es «crear un ambiente comunitario escolástico, animado
por el espíritu evangélico de libertad y de caridad» (GE, 8), en que «cada
miembro de la comunidad, a su vez, coadyuva para promover la unidad y
contribuye, según su propia responsabilidad y capacidad, en las decisiones que
tocan a la comunidad misma, así como a mantener y reforzar el carácter católico
de la institución» (Ex corde Ecclesiae, 21).
Podemos afirmar con claridad algunas convicciones
fundamentales que sustentan esta comunidad:
En primer lugar, todos somos llamados a creer en la
Educación Católica, en lo que somos llamados a aportar. Creer no sólo de modo
teórico, sino de modo comprometido, como creemos los creyentes. Creer de modo
que nos entregamos a aquello en lo que creemos. Es decir, contribuir a crear un
“contexto de corresponsabilidad”. El Obispo, el párroco, la Congregación Religiosa,
el docente, el laico responsable, el padre de familia, el alumno, el exalumno…
cada uno sabe que debe aportar, y si no lo hace, el proyecto se debilita.
Por eso, en segundo lugar debemos destacar que todos los sujetos que participan
en la Educación Católica son llamados a crear, sostener y desarrollar la
comunidad cristiana referencial de la Escuela, enriquecida con el carisma
propio de la Congregación en los casos en los que hablemos de este tipo de
instituciones.
Sólo desde esta perspectiva podemos trabajar por la sostenibilidad integral de
la Educación Católica. Ésta no se sostiene sólo porque tenga recursos –si los
tiene- sino porque tiene educadores identificados, porque tiene proyecto claro,
porque tiene capacidad de convocar a otras personas, porque tiene su lugar en
la Iglesia y en la sociedad; en definitiva, tiene horizonte de calidad,
identidad y misión.
Los rasgos esenciales que delinean el perfil de las
comunidades que actúan en las escuelas y universidades católicas pueden
resumirse en los siguientes puntos
Las escuelas y universidades católicas son ante todo
comunidades profesionales que no se reducen simplemente a organizaciones de
trabajo, porque la implicación de los sujetos se funda en los valores que
forman la identidad cristiana y la colaboración profesional exige que el
personal docente y los directivos reflexionen y busquen juntos, colaboren
también por medio del diálogo interdisciplinar, compartan sus prácticas.
Las escuela y universidades son comunidades educativas y no sencillamente
servicios de instrucción y formación: colocan en el centro de su misión el
compromiso a favor de la educación integral de los jóvenes, con el fin de
contribuir en el desarrollo de su potencial humano a nivel cognitivo, afectivo,
social, profesional, ético y espiritual, también por medio de caminos de
formación en la fe, promoviendo la alianza educativa con las familias y
animando a las estudiantes para que sean protagonistas. Siendo
comunidades educativas, se comprometen en promover y custodiar el valor de las
relaciones humanas, que unen a docentes, padres, gestores con lazos de afinidad
de valores y compartiendo el proyecto educativo.
Las escuelas y universidades católicas son comunidades de evangelización porque
se configuran como instrumentos que hacen una experiencia de Iglesia,
participando en la vida de la comunidad cristiana más amplia y colaborando con
la Iglesia local.
La comunidad educativa, además, no es sólo algo que hay que
construir y cualificar entre las paredes de la escuela, sino que se trata
de un sujeto activo ante la realidad externa, el contexto social y cultural.
Las comunidades de las escuelas y universidades católicas se encuentran en un
territorio, y no pueden ser ajenas a la comunidad social más amplia, en
la que son llamadas a actuar como instrumento de mejora, «imbuyendo en las
personas y en la cultura los valores antropológicos que son necesarios para
construir una sociedad solidaria y fraterna (Instrumentum laboris).
Ante todo esto, el Congreso urge a trabajar para incrementar
el protagonismo y la participación de los diferentes miembros de la comunidad
educativa, favoreciendo un papel activo y comprometido de todos ellos en torno
al proyecto y misión de la Escuela o de la Universidad. Especialmente, urge
afianzar, estructurar, canalizar e impulsar la participación del profesorado.
III-LA FORMACIÓN DE LOS
FORMADORES.
Entramos así en el tercero de los grandes núcleos que han
emergido con claridad en este Congreso: la formación de los formadores.
La construcción de la comunidad educativa y, con ella, la
eficaz re-afirmación de la identidad y de la misión específica de la escuela y
de la universidad católica pasa por la formación de los docentes. Se
trata de un compromiso de particular delicadeza e importancia, porque - como ya
afirmaba Gravissimum educationis – «de los maestros depende, sobre todo,
el que la escuela católica pueda llevar a efecto sus propósitos y sus
principios» (n. 8).
Y para poder proponerse como instrumento de educación
integral de la persona, la comunidad de una institución educativa católica ha
de ser constituida por docentes dotados no sólo de la necesaria competencia
profesional que exige autonomía, capacidad de hacer proyectos y evaluarlos,
capacidad de relación, creatividad, abertura a lo nuevo, interés sincero por la
investigación y la experimentación, sino que además sean consciente de su papel
como educadores, de su verdadera identidad y sientan la exigencia de amar el
servicio cultural a favor de la sociedad realizándolo con convicción y
compromiso.
En este renovado compromiso en la formación de los docentes,
va implícito un fecundo llamamiento de fidelidad a la tradición y a la historia
multisecular de las escuelas y de las universidades católicas. La numerosa
muchedumbre de Fundadores y Fundadoras de las instituciones educativas
católicas y de las comunidades o familias religiosas que se han constituido a
su alrededor, han prestado particular atención a la formación de los formadores
dedicando sus mejores energías a esta tarea.
Estamos, sin duda, ante una de las grandes preocupaciones de
la Educación Católica, pero también ante una de sus grandes oportunidades. Los
trabajos previos al Congreso y los fecundos diálogos mantenidos a lo largo de
estos intensos días han puesto de manifiesto que esta formación integral de los
docentes, inspirada en la identidad de la Educación Católica, no siempre esta
adecuadamente preparada ni priorizada. Y nunca debemos olvidar que estamos
hablando de todos los agentes educativos, también del personal de
administración y servicios, de los agentes pastorales, de los educadores
comprometidos en el ámbito extra-curricular, etc.
Hoy, la exigencia de la formación inicial y permanente de los
directivos, de los docentes y de los educadores se advierte con mucha urgencia,
considerando además que en nuestras escuelas y universidades «la misión
educativa (…) se comparte cada vez más con los laicos », cuya presencia -
también como directivos – supera de mucho la del personal religioso. Es
necesaria, pues, una formación que no sólo afiance las competencias
profesionales, sino que sobre todo «haga hincapié en la dimensión
vocacional de la profesión docente», favoreciendo «la madurez de una mentalidad
inspirada en las valores evangélicos», según los rasgos «específicos de la
espiritualidad y de la misión del Instituto».
Somos conscientes de que está emergiendo una etapa nueva que
sólo será portadora de vida y de renovación si está basada en una creciente y
cualificada formación de todos los agentes educativos que hacen posible
nuestras escuelas y universidades, de manera que puedan ser portadores del
tesoro que hemos recibido y del que somos custodios y responsables: la
educación católica de las nuevas generaciones. Los jóvenes necesitan educadores
que sean de verdad testigos, que vivan aquellos valores en los que tratan de
educar.
Por eso, hay que considerar que la finalidad de la formación
consiste en construir y consolidar la comunidad de los educadores para que se
llegue a una misión educativa cada vez más compartida entre personas
consagradas y laicos, y por ello es necesario dar vida a una verdadera
formación compartida, capaz de acoger y armonizar la aportación específica de
unos y otros.
Es cierto que a pesar de las muchas experiencias de verdadera
implicación y estrecha colaboración entre personal laico y religioso, es
preciso convencerse más y decidirse con más ahínco a emprender el camino de la
formación compartida, superando la idea de que la implicación de los laicos sea
es una necesidad ante la disminución del número de consagrados, y promoviendo
en todos una más madura y activa participación en la dinámica eclesial de la
comunión, por medio de la cual a los educadores, consagrados y laicos, se
los reconozca como un don del Espíritu y una riqueza para las instituciones
educativas católicas. Necesitamos avanzar hacia una auténtica “visión
compartida” que dé sentido y garantías a la misión que estamos compartiendo.
IV-LOS GRANDES DESAFÍOS
Nuestro Congreso ha puesto de manifiesto muchos desafíos.
Esto es bueno. La Educación Católica tiene vida, se plantea preguntas, busca
nuevas respuestas. Los grandes desafíos educativos que hoy interpelan las
escuelas y las universidades católicas en el mundo, en una sociedad
multicultural en profunda mutación, pueden reconducirse a una única matriz:
promover un recorrido de educación integral de los jóvenes, confiando su
cuidado y guía a una comunidad educativa de evangelización, donde se exprese de
manera viva y vital la identidad de la institución educativa.
Desde esta matriz unitaria, vamos a tratar de centrarnos en
tres aspectos principales que solicitan un compromiso y que, al mismo tiempo,
desafían la comunidad educativa en su obra de formación y de evangelización:
El desafío de la educación integral, que se refiere a los
pilares de la antropología y de la pedagogía cristianas y se hace concreto en
la promoción del desarrollo personal del estudiante y en la integración del
progreso intelectual con el crecimiento espiritual; en el impulso que se da al
protagonismo del estudiante en la institución educativa y de su recorrido
educativo. En esta perspectiva, las instituciones educativas católicas
(escuelas y universidades) tienen que actuar para que «todo el proceso
educativo esté orientado, en definitiva, al desarrollo integral de la persona»
(Ex corde Ecclesiae, 20):
asegurando oportunidades de crecimiento/aprendizaje en el
respeto de la dignidad y unicidad de cada uno y estimulando a las personas a
que desarrollen los valores y las virtudes necesarias para una vida sana y
gozosa, mediante situaciones educativas formales, informales y no formales;
coordinando y armonizando las varias dimensiones del aprendizaje (cognitivo,
afectivo, social, ético, espiritual, profesional, etc.) en la unidad integrada
de la persona que aprende;
valorando los talentos de cada cual según la lógica de la cooperación y de la
solidaridad, favoreciendo que el sentido comunitario cristiano vaya madurando,
en un clima de familia y de acogida; cuidando la calidad de las relaciones interpersonales, promoviendo el respeto
por las ideas, la apertura al diálogo, la capacidad de interactuar y trabajar
juntos en un espíritu de libertad y compromiso;
El desafío de la formación y la fe, un desafío que toca un
punto específico, intrínsecamente unido a la identidad católica de una
institución educativa que, por su plena subjetividad eclesial, asume la forma
de una comunidad de fe y de aprendizaje. Y este punto específico es el anuncio
del Evangelio, por medio de instrumentos de la enseñanza-aprendizaje y de la
investigación. Este desafío invita a las escuelas y a las universidades
católicas a:
llevar a cabo un atento discernimiento a la hora de
seleccionar y formar a los docentes;
cultivar y seguir con particular solicitud y compromiso la formación de los
laicos que asumirán roles de liderazgo en las instituciones educativas;
promover alianzas educativas con las familias y otros interlocutores de las
comunidades educativas (la iglesia local, la comunidad social, otras
instituciones educativas, culturales, etc. del territorio);
ofrecer un testimonio evangélico comunitario claro y reconocible, que puede
expresarse en explícitas formas y propuestas culturales (allí donde el contexto
lo permita) o en presencia de una fe viva y vital, allí donde hay situaciones
de explícita o implícita hostilidad que convierten el testimonio silencioso en
la única forma posible de misión.
La Educación Católica es una plataforma privilegiada en el
conjunto de la Misión Evangelizadora. Una escuela es una escuela, y una
universidad es una universidad, y sirven a la tarea educativa. Pero una
escuela católica, haciendo escuela desde la perspectiva católica, sirve a la
evangelización. Porque evangeliza la cultura, las relaciones, los valores, la
educación en sí misma. Y porque, del modo en el que sea posible en cada caso,
hace su aportación específica a la formación religiosa y al anuncio de
Jesucristo, de manera especial desde ámbitos extra-académicos. La Educación
Católica sirve a todo tipo de alumnos y familias, y a todos puede ayudar a
acercarse al don de Jesucristo. Y a aquellos que buscan al Señor les puede y
debe acompañar en su proceso de fe.
El desafío de las periferia, de los pobres y de las nuevas
pobrezas que debe seguir siendo un punto de referencia privilegiado y, en
cierta medida, un criterio de orientación compartido por toda la comunidad
profesional y educativa, que tiene la responsabilidad de una escuela o de una
universidad católica. Esto significa que, por su naturaleza y opción, una
institución educativa (escuela o universidad) informa enteramente su propio
servicio cultural (como actividad de enseñanza-aprendizaje y de investigación)
desde la cultura del servicio, «puesto que el saber deber servir a la persona
humana» (Ex corde Ecclesiae, 18). Por ello, quienes se encuentran en
situaciones difíciles, los más pobres, frágiles, necesitados, no deben
percibirse en nuestras instituciones como un estorbo o un obstáculo, sino como
el centro de la atención y de la ternura de la escuela o de la universidad.
Recordemos con devoción las palabras del Concilios Vaticano
II: “El Santo Concilio exhorta encarecidamente a los pastores de la Iglesia y a
todos los fieles a que ayuden, sin escatimar sacrificios, a las escuelas
católicas en el mejor y progresivo cumplimiento de su cometido y, ante todo, en
atender a las necesidades de los pobres, a los que se ven privados de la ayuda
y del afecto de la familia o que no participan del don de la fe”. (GE nº 9)
Las instituciones educativas católicas se sienten, pues,
interpeladas a mantener viva la atención hacia los más débiles marcados por la
pobreza material, por la falta de recursos necesarios para vivir con dignidad;
hacia las personas discapacitadas o que presentan necesidades educativas
especiales y que, por lo tanto, necesitan de un cuidado particular; o hacia
quienes carecen de los medios indispensables para continuar con los estudios,
para matricularse en escuelas y universidades católicas que, por falta de
grandes disponibilidades, se encuentran a veces en dificultad para responder a
estos pedidos, aun queriendo responder.
La Educación Católica nace de hombres y mujeres que supieron
mirar a los niños, a las niñas y a los jóvenes como Dios los mira. De esa
experiencia extraordinaria brotó la fundación de la Educación Católica.
Educamos para contribuir a construir un mundo más justo y fraterno, que se
acerque a los valores del Reino de Dios anunciado por Jesucristo. Por eso
tratamos de que nuestro proyecto educativo (integral, inclusivo, configurado
desde el Evangelio y abierto a todos), encarnado por Instituciones y personas
identificadas y convencidas, crezca y se desarrolle entre los más pobres, entre
las periferias crecientemente abundantes de nuestras diversas e interculturales
sociedades.
Ahora bien la atención y el compromiso de nuestras
instituciones educativas hacia los pobres debe confrontarse con “pobrezas” que
no son relevadas por los índices de medida económicos-sociales y que, sin
embargo, denuncian un empobrecimiento difundido e inquietante de la dimensión
humana, de la calidad también espiritual de la existencia. Estamos antes las
“nuevas pobrezas” que remiten a necesidades, cuya satisfacción llama en causa
la responsabilidad de las instituciones y de la política (salud, higiene,
asistencia, instrucción...); remiten a las necesidades de tipo relacional,
cultural y espiritual, que se desprenden de la caída de los lazos comunitarios,
del enflaquecimiento de las relaciones interpersonales a nivel de afectividad y
solidaridad, hasta la exclusión social. Necesidades que, a menudo, dejan
aflorar una necesidad todavía más radical: encontrar y dar un sentido y un
significado a la propia vida.
En este contexto cultural las escuelas y las universidades
católicas, en particular, están llamadas a comprobar su capacidad de hablar al
corazón del hombre, de volver a proponer la pregunta sobre el sentido de la
vida y de la realidad, que corre el riesgo de ser eliminada. Esta
verificación encierra el compromiso de construir un recorrido formativo que
ponga de relieve el ineludible nexo cultural y existencial que une el sentido
de la vida y la apertura solidaria a los demás, en la perspectiva de la antropología
cristiana. Si, como nos recuerda el papa Francisco, «quien no vive para
servir, no sirve para vivir», el quehacer central de nuestras instituciones
educativas ha de ser crear una conexión circular y estable entre currículo
formativo y servicio solidario.
CONCLUSIÓN
Deseamos terminar esta síntesis del Congreso citando unas
palabras del Papa Francisco, en su audiencia a la plenaria de la Congregación
para la Educación Católica, en febrero de 2014. Escuchémoslas como dirigidas a
todos nosotros: “La educación es una gran obra en construcción, en la que la
Iglesia desde siempre está presente con instituciones y proyectos propios. Hoy
hay que incentivar ulteriormente este compromiso en todos los niveles y renovar
la tarea de todos los sujetos que actúan en ella desde la perspectiva de la
nueva evangelización. En este horizonte, os doy las gracias por todo vuestro
trabajo e invoco, por intercesión de la Virgen María, la constante ayuda del
Espíritu Santo sobre vosotros y sobre vuestras iniciativas”.
Pidamos la bendición del Señor para todos los que hacen
posible la Educación Católica en el mundo, y de modo especial para todos los
niños y jóvenes a los que servimos. Que María Santísima, Madre y Educadora del
Señor, sea nuestra intercesora y mediadora. AMÉN.
(RM-RV)