Texto completo de la catequesis del Papa traducido del
italiano:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Asamblea del Sínodo de los Obispos que ha concluido hace
poco, ha reflexionado a fondo sobre la vocación y la misión de la familia en la
vida de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Ha sido un evento de gracia.
Al finalizar los Padres sinodales me han entregado el texto de sus
conclusiones. He querido que este texto fuera publicado, para que todos fueran
partícipes del trabajo que nos ha visto empeñados juntos por dos años. No es
este el momento de examinar tales conclusiones, sobre las cuales yo mismo debo
meditar.
Mientras tanto, pero, la vida no se detiene, en particular la
vida de las familias ¡no se detiene! Ustedes, queridas familias, están siempre
en camino. Y continuamente escriben en las páginas de la vida concreta la
belleza del Evangelio de la familia. En un mundo que a veces se convierte en
árido de vida y de amor, ustedes cada día hablan del gran don que son el
matrimonio y la familia.
Hoy quisiera subrayar este aspecto: que la familia es un gran
gimnasio para entrenar al don y al perdón recíproco, la familia es un gran
gimnasio para entrenar al don y al perdón recíproco, sin el cual ningún amor
puede ser duradero. Sin donarse, sin perdonarse, el amor no permanece, no dura.
En la oración que Él mismo nos ha enseñado -es decir, el Padre Nuestro- Jesús
nos hace pedirle al Padre: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden». Y al final comenta: «Si perdonan sus faltas
a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes.
Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes» (Mt
6,12.14-15). No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir
bien, especialmente en familia. Cada día nos faltamos al respeto el uno al
otro. Debemos poner en consideración estos errores, debidos a nuestra
fragilidad y a nuestro egoísmo. Lo que se nos pide es sanar inmediatamente las
heridas que nos hacemos, retejer inmediatamente los hilos que rompemos en la
familia. Si esperamos demasiado, todo se hace más difícil. Y hay un secreto
simple para sanar las heridas y para disolver las acusaciones. Y es este: no
dejar que termine el día sin pedirse perdón, sin hacer la paz entre el marido y
la mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas… ¡entre nuera y
suegra! Si aprendemos a pedirnos inmediatamente perdón y a darnos el perdón
recíproco, sanan las heridas, el matrimonio se robustece, y la familia se
transforma en una casa más sólida, que resiste a los choques de nuestras
pequeñas y grandes maldades. Y para esto no es necesario hacer un gran
discurso, sino que es suficiente una caricia, una caricia y ha terminado todo y
se recomienza, pero no terminar el día en guerra ¿entienden?
Si aprendemos a vivir así en familia, lo hacemos también
fuera, en todas partes que nos encontramos. Es fácil ser escépticos sobre esto.
Muchos -también entre los cristianos- piensan que sea una exageración. Se dice:
si, son bellas palabras, pero es imposible ponerlas en práctica. Pero gracias a
Dios no es así. De hecho es precisamente recibiendo el perdón de Dios que, a su
vez, somos capaces de perdonar a los otros. Por esto Jesús nos hace repetir
estas palabras cada vez que rezamos la oración del Padre Nuestro, es decir cada
día. Es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya lugares,
como la familia, donde se aprenda a perdonar los unos a otros.
El Sínodo ha revivido
nuestra esperanza también en esto: forma parte de la vocación y de la misión de
la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse. La práctica del perdón no
solo salva las familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a
la sociedad a ser menos malvada y menos cruel. Si, cada gesto de perdón repara
la casa de las grietas y refuerza sus muros. La Iglesia, queridas familias,
está siempre a su lado para ayudarlos a construir su casa sobre la roca de la
cual ha hablado Jesús. Y no olvidemos estas palabras que preceden
inmediatamente la parábola de la casa: «No son los que me dicen: “Señor,
Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la
voluntad de mi Padre». Y agrega: «Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor,
¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios en tu
Nombre?” Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí» (cfr Mt 7,21-23). Es
una palabra fuerte, no hay duda, que tiene por objetivo sacudirnos y llamarnos
a la conversión.
Les aseguro, queridas familias, que si serán capaces de
caminar siempre más decididamente sobre el camino de las Bienaventuranzas,
aprendiendo y enseñando a perdonarse recíprocamente, en toda la grande familia
de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio a la fuerza renovadora del
perdón de Dios. Diversamente, haremos predicas también bellas, y quizá
expulsaremos también cualquier demonio, pero al final el Señor ¡no nos
reconocerá como sus discípulos! Porque no hemos tenido la capacidad de perdonar
y de hacernos perdonar por los otros.
De verdad las familias cristianas pueden hacer mucho por la
sociedad de hoy, y también por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo de
la Misericordia las familias redescubran el tesoro del perdón recíproco.
Recemos para que las familias sean siempre más capaces de vivir y de construir
caminos concretos de reconciliación, donde ninguno se sienta abandonado al peso
de sus ofensas.
Y con esta intención, decimos juntos: “Padre nuestro, perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”.
Digámoslo juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Gracias.
(Traducción por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
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