Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionaremos sobre una cualidad característica de la
vida familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la convivencia,
es decir, la actitud de compartir los bienes de la vida y ser felices de
poderlo hacer. ¡Pero compartir y saber compartir es una virtud preciosa! Su
símbolo, su “ícono”, es la familia reunida alrededor de la mesa doméstica. El
compartir los alimentos – y por lo tanto, además de los alimentos, también los
afectos, los cuentos, los eventos… - es una experiencia fundamental. Cuando hay
una fiesta, un cumpleaños, un aniversario, nos reunimos alrededor de la mesa.
En algunas culturas es habitual hacerlo también por el luto, para estar cercanos
de quien se encuentra en el dolor por la pérdida de un familiar.
La convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud
de las relaciones: si en la familia hay algo que no está bien, o alguna herida
escondida, en la mesa se percibe enseguida. Una familia que no come casi nunca
juntos, o en cuya mesa no se habla pero se ve la televisión, o el smartphone,
es una familia “poco familia”. Cuando los hijos en la mesa están pegados a la
computadora, al móvil, y no se escuchan entre ellos, esto no es familia, es un
jubilado.
El Cristianismo tiene una especial vocación por la
convivencia, todos lo saben. El Señor Jesús enseñaba frecuentemente en la
mesa, y representaba algunas veces el Reino de Dios como un banquete gozoso.
Jesús escogió la comida también para entregar a sus discípulos su testamento
espiritual – lo hizo en la cena – condensado en el gesto memorial de su
Sacrificio: donación de su Cuerpo y de su Sangre como Alimento y Bebida de
salvación, que nutren el amor verdadero y duradero.
En esta perspectiva, podemos bien decir que la familia es “de
casa” a la Misa, propio porque lleva a la Eucaristía la propia experiencia de
convivencia y la abre a la gracia de una convivencia universal, del amor de
Dios por el mundo. Participando en la Eucaristía, la familia es purificada de
la tentación de cerrarse en sí misma, fortalecida en el amor y en la fidelidad,
y extiende los confines de su propia fraternidad según el corazón de Cristo.
En nuestro tiempo, marcado por tantas cerrazones y tantos
muros, la convivencia, generada por la familia y dilatada en la Eucaristía,
se convierte en una oportunidad crucial. La Eucaristía y la familia nutridas
por ella pueden vencer las cerrazones y construir puentes de acogida y de
caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias, capaces de restituir a
la comunidad la levadura dinámica de la convivencia y de hospitalidad
recíproca, es una ¡escuela de inclusión humana que no teme confrontaciones! No
existen pequeños, huérfanos, débiles, indefensos, heridos y desilusionados,
desesperados y abandonados, que la convivencia eucarística de las familias no
pueda nutrir, restaurar, proteger y hospedar.
La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender.
Nosotros mismos hemos conocido, y todavía conocemos, que milagros pueden
suceder cuando una madre tiene una mirada de atención, servicio y cuidado por
los hijos ajenos, además de los propios. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá para
todos los niños del patio! Y además: sabemos bien la fuerza que adquiere un
pueblo cuyos padres están preparados para movilizarse para proteger a sus hijos
de todos, porque consideran a los hijos un bien indivisible, que son felices y
orgullosos de proteger.
Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la
convivencia familiar. Es verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar el modo
de recuperarla; en la mesa se habla, en la mesa se escucha. Nada de silencio,
ese silencio que no es el silencio de las religiosas, es el silencio del
egoísmo: cada uno tiene lo suyo, o la televisión o el ordenador… y no se habla.
No, nada de silencio. Recuperar esta convivencia familiar aunque sea
adaptándola a los tiempos. La convivencia parece que se ha convertido en una
cosa que se compra y se vende, pero así es otra cosa. Y la nutrición no es
siempre el símbolo de un justo compartir de los bienes, capaz de alcanzar a
quien no tiene ni pan ni afectos. En los Países ricos somos estimulados a
gastar en una nutrición excesiva, y luego lo hacemos de nuevo para remediar el
exceso. Y este “negocio” insensato desvía nuestra atención del hambre
verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivencia hay egoísmo, cada
uno piensa en sí mismo. Es tanto así, que la publicidad la ha reducido a un
deseo de galletas y dulces. Mientras tanto, muchos hermanos y hermanas se
quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso! ¿No?
Miremos el misterio del Banquete eucarístico. El Señor
entrega su Cuerpo y derrama su Sangre por todos. De verdad no existe división
que pueda resistir a este Sacrificio de comunión; solo la actitud de falsedad,
de complicidad con el mal puede excluir de ello. Cualquier otra distancia no
puede resistir a la potencia indefensa de este pan partido y de este vino
derramado, Sacramento del único Cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de
las familias cristianas, que precede, sostiene y abraza en el dinamismo de su
hospitalidad las fatigas y las alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la
Eucaristía, que es capaz de crear comunión siempre nueva con la fuerza que
incluye y que salva.
La familia cristiana mostrará así, la amplitud de su
verdadero horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los
hombres, de todos los abandonados y de los excluidos, en todos los pueblos.
Oremos para que esta convivencia familiar pueda crecer y madurar en el tiempo
de gracia del próximo Jubileo de la Misericordia. Gracias.
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