Texto completo del Discurso del Santo Padre en la
Oficina de las Naciones Unidas en Nairobi:
Deseo agradecer la amable invitación y las palabras de
acogida de la Señora Sahle-Work Zewde, Directora General de la Oficina de las
Naciones Unidas en Nairobi, como también del Señor Achim Steiner, Director
Ejecutivo del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, y del
Señor Joan Clos, Director Ejecutivo del Programa ONU–Hábitat. Aprovecho la
ocasión para saludar a todo el personal y a todos los que colaboran con las
instituciones aquí presentes.
De camino hacia esta sala me han invitado a plantar un árbol
en el parque del Centro de las Naciones Unidas. Quise aceptar este gesto
simbólico y sencillo, cargado de significado en tantas culturas.
Plantar un árbol es, en primera instancia, una invitación a
seguir luchando contra fenómenos como la deforestación y la desertificación.
Nos recuerda la importancia de tutelar y administrar responsablemente aquellos
«pulmones del planeta repletos de biodiversidad [como bien lo podemos apreciar
en este continente con] la cuenca fluvial del Congo», lugar esencial «para la
totalidad del planeta y para el futuro de la humanidad». Por eso, es siempre
apreciada y alentada «la tarea de organismos internacionales y de
organizaciones de la sociedad civil que sensibilizan a las poblaciones y
cooperan críticamente, también utilizando legítimos mecanismos de presión, para
que cada gobierno cumpla con su propio e indelegable deber de preservar el
ambiente y los recursos naturales de su país, sin venderse a intereses espurios
locales o internacionales» (Carta enc. Laudato si’, 38).
A su vez, plantar un árbol nos provoca a seguir confiando,
esperando y especialmente comprometiendo nuestras manos para revertir todas las
situaciones de injusticia y deterioro que hoy padecemos.
Dentro de pocos días comenzará en París un importante
encuentro sobre el cambio climático, donde la comunidad internacional como tal,
se enfrentará de nuevo a esta problemática. Sería triste y me atrevo a decir,
hasta catastrófico, que los intereses particulares prevalezcan sobre el bien
común y lleven a manipular la información para proteger sus proyectos.
En este contexto internacional, donde se nos plantea la
disyuntiva que no podemos ignorar de mejorar o destruir el ambiente, cada
iniciativa tomada en este sentido, pequeña o grande, individual o colectiva,
para cuidar la creación indica el camino seguro para esa «generosa y digna
creatividad, que muestra lo mejor del ser humano» (ibíd., 211).
«El clima es un bien común, de todos y para todos; el cambio
climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales,
económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales
desafíos actuales para la humanidad» (ibíd., 23-25) cuya respuesta «debe
incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos
fundamentales de los más postergados» (ibíd., 93). Ya que «el abuso y la
destrucción del ambiente, al mismo tiempo, va acompañado por un imparable
proceso de exclusión» (Discurso a la ONU, 25 septiembre 2015).
La COP21 es un paso importante en el proceso de desarrollo de
un nuevo sistema energético, que dependa al mínimo de los combustibles fósiles,
busque la eficiencia energética y se estructure con el uso de energía con bajo
o nulo contenido de carbono. Estamos ante el gran compromiso político y
económico de replantear y corregir las disfunciones y distorsiones del actual
modelo de desarrollo.
El Acuerdo de París puede dar una señal clara en esta
dirección, siempre que, como ya tuve ocasión de decir ante la Asamblea General
de la ONU, evitemos «toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista
con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras
instituciones sean realmente efectivas» (ibíd.). Por eso, espero que la
COP21 lleve a concluir un acuerdo global y «transformador» basado en los
principios de solidaridad, justicia, equidad y participación, y orientando a la
consecución de tres objetivos, a la vez complejos e interdependientes: el
alivio del impacto del cambio climático, la lucha contra la pobreza y el
respeto de la dignidad humana.
A pesar de muchas dificultades, se está afirmando la
«tendencia a concebir el planeta como patria y la humanidad como pueblo que
habita una casa de todos» (Carta enc. Laudato si’, 164). Ningún
país «puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente
queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra
interdependencia» (Discurso a los movimientos populares, 9 julio 2015).
El problema surge cuando creemos que interdependencia es sinónimo de imposición
o sumisión de unos en función de los intereses de los otros. Del más débil en
función del más fuerte.
Es necesario un diálogo sincero y abierto, con la cooperación
responsable de todos: autoridades políticas, comunidad científica, empresas y
sociedad civil. No faltan ejemplos positivos que nos demuestran cómo una
verdadera colaboración entre la política, la ciencia y la economía es capaz de
lograr importantes resultados.
Somos conscientes, sin embargo, de que los «seres humanos,
capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a
optar por el bien y regenerarse» (Carta enc. Laudato si’, 205).
Esta toma de conciencia profunda nos lleva a esperar que, si la humanidad del
período post-industrial podría ser recordada como una de las más irresponsables
de la historia, «la humanidad de comienzos del siglo XXI [sea] recordada por
haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades» (ibíd.,
165).
Para eso es necesario poner la economía y la política al
servicio de los pueblos donde «el ser humano, en armonía con la naturaleza,
estructura todo el sistema de producción y distribución para que las
capacidades y las necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el
ser social» (Discurso a los movimientos populares, 9 julio 2015). No se
trata de una utopía fantástica, por el contrario, una perspectiva realista que
pone la persona y su dignidad como punto de partida y hacia donde todo tiene
que fluir.
El cambio de rumbo que necesitamos no es posible realizarlo
sin un compromiso sustancial por la educación y la formación. Nada será posible
si las soluciones políticas y técnicas no van acompañadas de un proceso de
educación que promueva nuevos estilos de vida. Un nuevo estilo cultural. Esto
exige una formación destinada a fomentar en niños y niñas, mujeres y hombres, jóvenes
y adultos, la asunción de una cultura del cuidado; cuidado de sí, cuidado del
otro, cuidado del ambiente; en lugar de la cultura de la degradación y del
descarte. Descarte de sí, del otro, del ambiente. La promoción de la
«conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro
compartido por todos [nos] permitiría el desarrollo de nuevas convicciones,
actitudes y formas de vida. [Es] un gran desafío cultural, espiritual y
educativo que supondrá largos procesos de regeneración» (Carta enc. Laudato
si’, 202), que estamos a tiempo de impulsar.
Son muchos los rostros, las historias, las consecuencias
evidentes en miles de personas que la cultura del degrado y del descarte ha
llevado a sacrificar bajo los ídolos de las ganancias y del consumo. Debemos
cuidarnos de un triste signo de la «globalización de la indiferencia, que nos
va “acostumbrando” lentamente al sufrimiento de los otros, como si fuera algo
normal» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Alimentación 2013, 16
octubre 2013, 2), o peor aún, a resignarnos ante las formas extremas y
escandalosas de “descarte” y de exclusión social, como son las nuevas formas de
esclavitud, el tráfico de personas, el trabajo forzado, la prostitución, el
tráfico de órganos. «Es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la
miseria empeorada por la degradación ambiental, que no son reconocidos como
refugiados en las convenciones internacionales y llevan el peso de sus vidas
abandonadas sin protección normativa alguna» (Carta enc. Laudato si’,
25). Son muchas vidas, son muchas historias, son muchos sueños que naufragan en
nuestro presente. No podemos permanecer indiferentes ante esto. No tenemos
derecho.
En paralelo al descuido del ambiente, desde hace tiempo somos
testigos de un rápido proceso de urbanización, que por desgracia conduce con
frecuencia a un «crecimiento desmedido y desordenado de muchas ciudades que se
han hecho insalubres [e …] ineficientes» (ibíd., 44). Y son también
lugares donde se difunden síntomas preocupantes de una trágica rotura de los
vínculos de integración y de comunión social, que lleva al «crecimiento de la
violencia y [al] surgimiento de nuevas formas de agresividad social, [al]
narcotráfico y [al] consumo creciente de drogas entre los más jóvenes, [a] la
pérdida de identidad» (ibíd., 46), al desarraigo y al anonimato social
(cf. ibíd, 149).
Quiero expresar mi aliento a cuantos, a nivel local e
internacional, trabajan para asegurar que el proceso de urbanización se
convierta en un instrumento eficaz para el desarrollo y la integración, a fin
de garantizar a todos, y en especial a las personas que viven en barrios
marginales, condiciones de vida dignas, garantizando los derechos básicos a la
tierra, al techo y al trabajo. Es necesario fomentar iniciativas de
planificación urbana y del cuidado de los espacios públicos que vayan en esta
dirección y contemplen la participación de la gente del lugar, tratando de
contrarrestar las muchas desigualdades y los bolsones de pobreza urbana, no
sólo económicos, sino también y sobre todo sociales y ambientales. La futura
Conferencia Hábitat-III, prevista en Quito para octubre de 2016, podría ser un
momento importante para identificar maneras de responder a estas problemáticas.
Dentro de pocos días, esta ciudad de Nairobi, será sede de la
10ª Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio. En 1967,
frente a un mundo cada vez más interdependiente, y anticipándose en años a la
presente realidad de la globalización, mi predecesor Pablo VI reflexionaba
sobre cómo las relaciones comerciales entre los Estados podrían ser un elemento
fundamental para el desarrollo de los pueblos o, por el contrario, causa de
miseria y de exclusión (cf. Carta enc. Populorum progressio,
56-62). Aun reconociendo lo mucho que se ha trabajado en esta materia, parece
que no se ha llegado todavía a un sistema comercial internacional
equitativo y totalmente al servicio de la lucha contra la pobreza y la
exclusión. Las relaciones comerciales entre los Estados, parte indispensable de
las relaciones entre los pueblos, pueden servir tanto para dañar el ambiente
como para recuperarlo y asegurarlo para las generaciones futuras.
Expreso mi deseo de que las deliberaciones de la próxima
Conferencia de Nairobi no sean un simple equilibrio de intereses contrapuestos,
sino un verdadero servicio al cuidado de la casa común y al desarrollo integral
de las personas, especialmente de los más postergados. En particular, quiero
unirme a las preocupaciones tantas realidades comprometidas en la cooperación
al desarrollo y en la asistencia sanitaria –entre ellos las congregaciones
religiosas que asisten a los más pobres y excluidos–, acerca de los acuerdos
sobre la propiedad intelectual y el acceso a las medicinas y cuidados
esenciales de la salud. Los Tratados de libre comercio regionales sobre la
protección de la propiedad intelectual, en particular en materia farmacéutica y
de biotecnología, no sólo no deben limitar las facultades ya otorgadas a los
Estados por los acuerdos multilaterales, sino que, al contrario, deberían ser
un instrumento para asegurar un mínimo de atención sanitaria y de acceso a los
remedios básicos para todos. Las discusiones multilaterales, a su vez, deben
dar a los países más pobres el tiempo, la elasticidad y las excepciones
necesarias para una adecuación ordenada y no traumática a las normas
comerciales. La interdependencia y la integración de las economías no debe
suponer el más mínimo detrimento de los sistemas de salud y de protección
social existentes; al contrario, deben favorecer su creación y funcionamiento.
Algunos temas sanitarios, como la eliminación de la malaria y la tuberculosis,
la cura de las llamadas enfermedades «huérfanas» y los sectores de la medicina
tropical desatendidos, reclaman una atención política primaria, por encima de
cualquier otro interés comercial o político.
África ofrece al mundo una belleza y una riqueza natural que
nos lleva a alabar al Creador. Este patrimonio africano y de toda la humanidad
sufre un constante riesgo de destrucción, causado por egoísmos humanos de todo
tipo y por el abuso de situaciones de pobreza y exclusión. En el contexto de
las relaciones económicas entre los Estados y los pueblos no se puede dejar de
hablar de los tráficos ilegales que crecen en un ambiente de pobreza y que, a
su vez alimentan la pobreza y la exclusión. El comercio ilegal de diamantes y
piedras preciosas, de metales raros o de alto valor estratégico, de maderas y
material biológico, y de productos animales, como el caso del tráfico de marfil
y la consecuente matanza de elefantes, alimenta la inestabilidad política, el
crimen organizado y el terrorismo. También esta situación es un grito de los
hombres y de la tierra que tiene que ser escuchado por la Comunidad
Internacional.
En mi reciente visita a la sede de la ONU en Nueva York, pude
expresar el deseo y la esperanza de que la obra de las Naciones Unidas y de
todos los desarrollos multilaterales pueda ser «prenda de un futuro seguro y
feliz para las generaciones futuras. Lo será si los representantes de los
Estados sabrán dejar de lado los intereses sectoriales e ideologías, y buscar
sinceramente el servicio al bien común» (Discurso a la ONU, 25
septiembre 2015).
Renuevo una vez más el apoyo de la Comunidad Católica, y el
mío de seguir rezando y colaborando para que los frutos de la cooperación
regional que se expresan hoy en la Unión Africana y en los muchos acuerdos
africanos de comercio, cooperación y desarrollo sean vividos con vigor y
teniendo siempre en cuenta el bien común de los hijos de esta tierra.
La bendición del Altísimo sea con todos y cada uno de ustedes
y sus pueblos. Gracias.
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