Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hemos visto que San Pablo, en la Primera
Carta a los Tesalonicenses, exhorta a permanecer arraigados en la esperanza de
la resurrección (Cfr. 5,4-11), con esa bella palabra “estaremos siempre con el
Señor”. En el mismo contexto, el Apóstol muestra que la esperanza cristiana no
tiene sólo un aspecto personal, individual, sino comunitario, eclesial. Todos
nosotros esperamos. Todos nosotros tenemos esperanza, pero también
comunitariamente.
Por esto, la mirada es enseguida extendida por Pablo a todas
las realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndoles de orar los
unos por los otros y de sostenerse recíprocamente. Ayudarse recíprocamente.
Pero no solo ayudarse en las necesidades, en las tantas necesidades de la vida
cotidiana, sino ayudarnos en la esperanza, sostenernos en la esperanza. Y no es
casualidad que comience justamente haciendo referencia a quienes les es
confiada la responsabilidad y la guía pastoral. Son los primeros en ser llamados
a alimentar la esperanza, y esto no porque sean mejores que los demás, sino en
virtud de un ministerio divino que va más allá de sus propias fuerzas. Por tal
motivo, tienen más que nunca la necesidad del respeto, de la comprensión y del
apoyo benévolo de todos.
La atención luego es puesta en los hermanos con mayor riesgo
de perder la esperanza, de caer en la desesperación. Pero, nosotros siempre
tenemos noticias de gente que cae en la desesperación y hace cosas feas, ¿no?
La des-esperanza los lleva a estas cosas feas. Se refiere a quien está
desanimado, a quien es débil, a quien se siente abatido por el peso de la vida
y de las propias culpas y no logra más levantarse. En estos casos, la cercanía
y el calor de toda la Iglesia debe hacerse todavía más intensa y amorosa, y
deben asumir la forma exquisita de la compasión, que no es tener piedad: la
compasión es padecer con el otro, sufrir con el otro, acercarme a quien sufre…
una palabra, una caricia, pero que salga del corazón, esto es la compasión.
Tienen necesidad de la solidaridad y de la consolación. Esta es más importante
que nunca: la esperanza cristiana no puede prescindir de la caridad genuina y
concreta. El mismo Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Romanos, afirma
con el corazón en la mano: «Nosotros, los que somos fuertes – que tenemos la
fe, la esperanza o no tenemos tantas dificultades – debemos sobrellevar las
flaquezas de los débiles y no complacernos a nosotros mismos» (15,1).
Sobrellevar, sobrellevar las debilidades de los demás. Este testimonio luego no
permanece cerrado dentro de los confines de la comunidad cristiana: resuena con
todo su vigor también fuera, en el contexto social y civil, como una llamada a
no crear muros sino puentes, a no intercambiar el mal con el mal, a vencer el mal
con el bien, la ofensa con el perdón: el cristiano jamás puede decir, me las
pagaras. ¡Jamás! Esto no es un gesto cristiano. La ofensa se vence con el
perdón; para vivir en paz con todos. ¡Esta es la Iglesia! Y esto es lo que obra
la esperanza cristiana, cuando asume los lineamientos fuertes y al mismo tiempo
tiernos del amor. Y el amor es fuerte y tierno. Es bello.
Se comprende entonces que no se aprende a esperar solos.
Nadie aprende a esperar solo. No es posible. La esperanza, para alimentarse,
necesita necesariamente de un “cuerpo”, en el cual los diferentes miembros se
sostengan y se animen recíprocamente. Esto entonces quiere decir que, si
esperamos, es porque muchos de nuestros hermanos y hermanas nos han enseñado a
esperar y han tenido viva nuestra esperanza. Y entre ellos, se distinguen los
pequeños, los pobres, los sencillos, los marginados. Sí, porque no conoce la
esperanza quien se cierra en su propio bienestar: espera solamente en su
bienestar y esto no es esperanza: es seguridad relativa; no conoce la esperanza
quien se cierra en su propia satisfacción, quien se siente siempre bien… Los
que esperan son en cambio aquellos que experimentan cada día la prueba, la
precariedad y el propio límite. Son estos nuestros hermanos los que nos dan el
testimonio más bello, más fuerte, porque permanecen firmes en la confianza en
el Señor, sabiendo que, más allá de la tristeza, de la opresión y de la
inevitabilidad de la muerte, la última palabra será la suya, y será una palabra
de misericordia, de vida y de paz. Quien espera, espera escuchar un día esta
palabra: “Ven, ven a mí, hermano; ven, ven a mí, hermana, por toda la
eternidad”.
Queridos amigos, si – como hemos dicho – la morada natural de
la esperanza es un “cuerpo” solidario, en el caso de la esperanza cristiana
este cuerpo es la Iglesia, mientras que el soplo vital, el alma de esta
esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no se puede tener
esperanza. Es por eso que el Apóstol Pablo nos invita al final a invocarlo
continuamente. Si no es fácil creer, mucho menos lo es esperar. Es más difícil
esperar que creer. Es más difícil. Pero cuando el Espíritu Santo habita en
nuestros corazones, es Él quien nos hace entender que no debemos temer, que el
Señor está cerca y se preocupa por nosotros; y es Él quien modela nuestras
comunidades, en una perene Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la
familia humana. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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