El grave riesgo del fariseísmo
El cristianismo es una religión, donde Dios toma la iniciativa de
ofrecernos su amistad. Es verdad, como dice santo Tomás, que se requiere la
cooperación humana para aceptar ese regalo, pero esta aceptación, como él mismo
añade, no es causa de la gracia que se nos otorga, sino consecuencia y efecto
de ella. “De donde se deduce que todo es gracia” (Suma Teológica II-II)
Ahora bien, cuando todo el esfuerzo
humano se pone en llevar una vida perfecta que nos oriente cada vez más hacia
la perfección, es muy fácil que la persona creyente se vuelva impermeable a la
salvación, y la moral se convierta en un obstáculo para la gracia. No se trata
de una afirmación retórica o exagerada. Si existe algo claro en toda la
revelación -y con mayor fuerza en el evangelio- es que la única condición para
ser depositarios de la gracia es tomar conciencia de nuestra menesterosidad e
impotencia. En el momento en que brota la conciencia de que con nuestro
esfuerzo y buena voluntad superamos las incoherencias y debilidades, nos hacemos
impermeables por completo a la experiencia de la gratuidad. Desde el fondo del
corazón brota de forma imperceptible aquella oración farisaica que imposibilita
la justificación auténtica y verdadera: «Dios mío, te doy gracias porque no soy
como los demás hombres» (Lc 18,11).
El peligro de esta actitud farisaica
no nace directamente de la religión, sino que hunde sus raíces en nuestras
experiencias infantiles más primitivas. Desde pequeños nos han enseñado de
manera constante que el amor y el cariño lo tenemos que merecer con nuestra
buena conducta. De la misma manera que otras múltiples vivencias nos hicieron
descubrir que la transgresión y el mal comportamiento provocan el rechazo, la
condena y el remordimiento interior. Estamos, por tanto, acostumbrados a
recibir el premio del amor como fruto del buen comportamiento. La recompensa se
merece con el esfuerzo y los méritos acumulados. De la misma manera que el malo
pierde todo derecho a sentirse querido.
Es muy fácil que estas vivencias, en
las que nos han educado y que integramos en nuestro psiquismo con toda
naturalidad, se hagan presentes también en nuestras relaciones con Dios. Cuando
por la obediencia a la ley y con el esfuerzo de las buenas obras se cree
merecer el beneplácito de Dios y su amistad; o, por el contrario, cuando se
considera imposible, por la mala conducta, que Él nos ame sin méritos de
nuestra parte, brota de inmediato el fariseísmo.
Las denuncias de Jesús contra los fariseos
Aunque no sepamos muy bien quiénes
eran estos personajes, algo muy claro se deduce de los evangelios. Estaban
convencidos de que su obediencia y docilidad a todas las normas de la ley; el
exacto cumplimiento de todos los preceptos atraían la cercanía y salvación de
Dios, de la que no podían gozar los publicanos y gente de mal vivir. El cariño de Dios quedaba condicionado por la buena
conducta humana para merecer el premio, o castigo, si se daba alguna
transgresión. Su amistad, en cualquier caso, no será nunca un regalo gratuito,
sino una conquista que se merece.
El ejemplo y las palabras de Jesús
constituyeron un verdadero escándalo, porque vino precisamente a romper estos
esquemas éticos y teológicos de la cultura religiosa del judaísmo. Contra estos
doctores de la ley van dirigidas las críticas más fuertes del Evangelio. Es
comprensible, por tanto, que se sintieran desconcertados y condenaran como
demonio y embaucador a una persona que se apartaba por completo de su
espiritualidad, y actuaba con otros criterios muy diferentes. Se acercaba a
todos los pecadores para ofrecerles su perdón y amistad sin ningún requisito
previo; comía y se dejaba tocar por ellos, hasta el punto que el cariño de Dios
no aparece nunca como premio a la virtud. A los únicos que margina y abandona
es precisamente a los fariseos, no porque se niegue a su encuentro, sino porque
el mismo fariseo se cierra e incapacita a este don, desde el momento que lo
considera como un merecimiento y no como una gracia.
La doctrina de Jesús está en plena
coherencia con su práctica. La parábola del publicano y del fariseo (Lc
18,9-14), la del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la de los jornaleros enviados a la
viña (Mt 20,1-16) -por citar sólo los textos más conocidos y simbólicos-
denuncian siempre la misma actitud de fondo. Nos sigue pareciendo
incomprensible que el bueno no alcance la justificación; nos indignamos de que
se celebre una fiesta por el hijo que se ha gastado los bienes con malas
mujeres y no haya habido ningún premio para el que siempre permaneció en su
casa, dócil y obediente; y todavía consideramos como una injusticia que nos
rebela el hecho de pagar con el mismo salario a los que han trabajado sólo una
hora que a los que cargaron con el peso del día y del bochorno. Y es que en
este campo las ecuaciones humanas no tienen nada que ver con las matemáticas de
Dios.
En este contexto hay que entender
las denuncias de Jesús contra el poder, la riqueza y los valores humanos. Su
ambigüedad no reside en la simple utilización, sino en el inminente peligro de
que su empleo y posesión nos lleve a poner nuestra confianza en ellos,
olvidando que su valor solo depende de la gracia.
Al margen de todo perfeccionismo
La moral corre, pues, el peligro de
ofrecer, como ideal de perfección, un esteticismo virtuoso, que deseamos
alcanzar con un gasto enorme de energías. La meta se pone en superar cualquier
deficiencia que impida ese objetivo, para sentirnos en el fondo satisfechos de
cumplir con tal obligación, pero sin tener en cuenta que lo que vale es la
plenitud de una entrega amorosa, a pesar y por encima de las propias
limitaciones. Y es que a fuerza de ser buenos y de tener tantas virtudes, nace
el riesgo de caer insensiblemente en un narcisismo farisaico.
Que la salvación se haya realizado
por el pleno fracaso de Cristo será siempre un misterio incomprensible, pero
cabría un intento de explicación humana por este camino. El Padre no es un sadoquista
que se goce en el sufrimiento o desamparo de su Hijo, ni pretende reparar la
ofensa del ser humano con la sangre y el dolor de una víctima inocente, sino
que ha querido simbolizar de forma impresionante y llamativa esta misma
enseñanza: la salvación se realiza en el más absoluto de los fracasos. Es la
confesión más solemne de que no es el poder humano, del tipo que sea, el que
salva y justifica, sino la gratuidad asombrosa de su amor.
Por eso, no me parece acertada esa
pedagogía en la que se ha educado con tanta frecuencia. Ya vimos los peligros
que provoca un yo ideal hacia el que se orienta todos los esfuerzos para
conseguir el aprecio de los que nos rodean, marginando aquellos otros aspectos
que no interesa conocer. En el ámbito religioso ese objetivo se traducía en la
búsqueda de la más alta perfección. El
"sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt
5,48), obligaba a una tensión constante para superar cualquier tipo de
incoherencia o debilidad, pero sin tener
en cuenta que lo que vale es la plenitud de una entrega amorosa, a pesar y por
encima de las propias limitaciones
Desde esta perspectiva, no creo exagerado
afirmar que uno comienza a ser cristiano, a partir del momento en que abandona
las ganas de ser perfecto. Es decir, cuando el interés principal no queda
absorbido por conseguir una imagen estética, que despierta el narcisismo y
fomenta una cierta satisfacción interior. Convertirse no es hacer un balance de
cuentas para ver si están con números rojos o existe un amplio superávit, sino
jugarse la vida por Aquel que nos amó primero y comprometerse en la realización
de su Reino. Una entrega radical que irá configurando nuestra conducta, sin la
obsesión por tanto perfeccionismo.
La fuerza de la debilidad
Dicho de otra manera, el radicalismo
evangélico no exige estar en el cuadro de honor o sacar buena nota en conducta,
como los niños en el colegio. Es la vida que se entrega con generosidad, como
la de Cristo, en un gesto de cariño y servicio, pero sabiendo que, desde la
propia debilidad es posible un amor muy profundo y auténtico. Aquí no existe
ningún narcisismo latente ni deseo farisaico de pertenecer a una aristocracia
espiritual de la que no todos participan. Es Dios lo que interesa por encima de
todo, aunque la respuesta sea un tanto parcial por las dificultades que aún no
están solucionadas.
La experiencia de la que nos habla
san Pablo (2 Cor 12,7-10) nos recuerda
la verdad bíblica por excelencia: la fuerza y la gracia de Dios ponen su tienda
en la debilidad. El deseo del apóstol por quitarse de encima lo que considera
un obstáculo para el encuentro con Dios, es la reacción humana frente a aquello
que duele, molesta o humilla. Su petición insistente para que lo libre de ese aguijón,
que lo considera como un emisario de Satanás, no encuentra la respuesta
deseada. En cambio, va a comprender en su oración una verdad que tampoco había
asimilado: la fuerza de Dios pone su tienda en la debilidad e impotencia del
ser humano. Su reacción, entonces, se hace consecuente: «Por tanto, con sumo
gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la
fuerza de Cristo» (12,9). Alegrarse en la propia incapacidad y limitaciones es
la única forma de sentirse potente. El Espíritu nos da una visión muy distinta,
que nos libera del apego a la misma perfección.
Tal vez el mayor regalo de su amor
pudiera ser esa herida dolorosa que
nunca cicatriza, a pesar de todos los intentos y remedios empleados, pero que
nos hace caminar por la vida sin ninguna autosuficiencia, cargados con el peso
molesto de una cruz que revela el propio fracaso e incapacidad, pero convertida
en un canto de alabanza: en esa realidad tan limitada se hace presente la fuerza
de Dios. Cuando no se tiene otra cosa que ofrecer, un sollozo de impotencia es
el gesto de amor más auténtico y profundo. En el itinerario hacia Él se experimenta,
entonces, la bienaventuranza evangélica: han de sentirse muy pobres los que
busquen ponerse a su servicio.
Desde el perfeccionismo a la misericordia
Y es que la misma forma de entender
la perfección ha estado más cercana al pensamiento griego o de una mentalidad
esteticista que a las enseñanzas de la revelación. Perfecto es «aquel ser al
que nada le falta en su género». El objetivo se ponía en alcanzar una conducta
donde no hubiera fallos y desajustes para cumplir con todas las tareas,
obligaciones y exigencias que la moral o la espiritualidad ordenaban. La
observancia completa de la ley y las buenas obras eran el mejor signo de haber
conseguido la meta. El «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto» (Mt 5,48) era una traducción que obligaba a mucho, ya que nadie
quedaba satisfecho de haber respondido a semejante invitación.
La idea bíblica, sin embargo, es
algo distinta y mucho más profunda. Es verdad que san Mateo utiliza el adjetivo
perfecto, que no es aplicado a Dios en la Biblia nada más que por este autor y
en una ocasión (5,48). Los exegetas, sin embargo, están de acuerdo en que es
san Lucas quien expresa mejor el ideal evangélico, cuando anima no a la
perfección, sino a ser «compasivos, como
vuestro Padre es compasivo» (6,36). Si, en lugar de habernos educado para la
perfección, se hubiera insistido en la compasión y misericordia, la vida
cristiana se habría vivido con otro talante diferente y más evangélico.
La ética cristiana, por tanto, exige
un despliegue hacia lo sobrenatural, debe penetrar en una atmósfera religiosa,
quedar transformada por una energía superior que descentre al individuo de su
preocupación ética, como objetivo primario, y lo desligue de su afán
perfeccionista. Todo esto no significa, sin embargo, que nuestra moral necesite
una fundamentación exclusivamente religiosa, o que la justificación de una
conducta sólo pueda encontrarse en la palabra de Dios.
Dimensión humana y religiosa de la moral
Según la opinión más generalizada en
la actualidad, los contenidos éticos que aparecen en la Biblia no son revelados
por Dios de una manera directa. Lo que Yahvé manda y quiere en el campo de la
conducta es fundamentalmente lo que el mismo ser humano descubre que debe
realizar a lo largo del tiempo. Así se explican mucho mejor los cambios
evolutivos y hasta los juicios morales contradictorios que con frecuencia
aparecen en la revelación del Antiguo Testamento.
Si la moral revelada cambia y
evoluciona al ritmo de la historia, es porque la inteligencia humana no ha
conocido con plenitud los verdaderos valores desde el comienzo y sus juicios
encierran necesariamente una serie de lagunas e imperfecciones, consecuencias
de su limitación. La forma de manifestar nuestra obediencia no consiste en
someternos a unos mandamientos directamente revelados por Él, sino en la
docilidad a las exigencias e imperativos de la razón, pues ha pretendido
conducirnos por medio de esta llamada interna y personal.
Es más, cuando Jesús aparece en el
evangelio como el modelo por excelencia no es para copiar su conducta, ni
siquiera para escuchar unas pautas de comportamiento concretas y
particularizadas. Sería una ingenuidad asombrosa acercarse a su vida para
reproducir unos gestos o para extraer de sus palabras, mediante la utilización
de unas cuantas citas, orientaciones válidas para solucionar nuestros problemas
éticos y saber cómo actuar. Y esto por dos razones fundamentales, pues Jesús no
ha venido para enseñarnos ningún código completo de moral, ni sus enseñanzas
podrían ser aplicadas a nuestra situación sin una previa hermenéutica.
Lo que Cristo vino a revelar, sobre
todo, fue un estilo de vida radicalizado en el amor, como el núcleo básico y
fundamental de cualquier comportamiento para manifestarse como discípulo suyo
(Jn 15,12-13). Jesús ha sido el hombre para los demás, el que ha sabido hacer
de su existencia un don y una ofrenda permanente a Dios y a los hermanos.
Seguir a Jesús no es andar preocupados tampoco por la propia perfección, sino
caminar tras sus huellas, intentando hacer también de la propia vida una
ofrenda para ponerla al servicio de Dios y de los demás.
Así se comprende mucho mejor cómo la
dimensión humana y religiosa de la moral no son dos fuerzas incompatibles y
enemigas que intentan apoderarse de ella para convertirla, como si se tratara
de una victoria, en una ciencia secular o profana. No hay que elegir una para
dejar en el olvido la otra. Son más bien dos aspectos complementarios de una
misma realidad. Es humana en cuanto que existe la capacidad de descubrirla con
la razón, de hacerla comprensible a otras personas, de justificarla con motivos
que revelan su carácter humanizante. Y se hace religiosa cuando se vive como
respuesta a un Alguien que está más allá del valor, cuando lo que impulsa a su
cumplimiento es el amor a una persona, cuya voz resuena escondida en cualquier
exigencia ética.
E. López Azpitarte
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