Texto
de las palabras del Papa al dirigir el rezo del Ángelus
Queridos
hermanos y hermanas ¡buenos días!
La
fiesta de hoy de la Inmaculada nos hace contemplar a la Virgen, que, por
individual privilegio, ha sido preservada del pecado original desde su
concepción. Aunque vivía en el mundo marcado por el pecado, no fue tocada: es
nuestra hermana en el sufrimiento, pero no en el mal y ni en el pecado. Más
bien, el mal en ella ha sido batido antes aún de tocarla, porque Dios la ha
llenado de gracia (cfr Lc 1,28). La Inmaculada Concepción
significa que María es la primera salvada de la infinita misericordia del Padre,
tal primicia de la salvación que Dios quiere donar a cada hombre y mujer, en
Cristo. Por esto la Inmaculada se ha convertido en icono sublime de la
misericordia divina que ha vencido el pecado. Y nosotros, hoy, al inicio del
Jubileo de la Misericordia, queremos mirar a este icono con amor confiado y
contemplarla en todo su esplendor, imitándola en la fe.
En la
concepción inmaculada de María estamos invitados a reconocer la aurora del
mundo nuevo, transformado por la obra salvadora del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo. La aurora de la nueva creación actuada por la divina
misericordia. Por esto la Virgen María, nunca contagiada por el pecado está
siempre llena de Dios, es madre de una humanidad nueva.
Celebrar
esta fiesta implica dos cosas: acoger plenamente Dios y su gracia
misericordiosa en nuestra vida; transformarse a su vez en artífices de
misericordia a través de un auténtico camino evangélico. La fiesta de la
Inmaculada se transforma en la fiesta de todos nosotros sí, con nuestros “si”
cotidianos, conseguimos vencer nuestro egoísmo y hacer más feliz la vida de
nuestros hermanos, a donarles esperanza, secando aquellas lágrimas y donando un
poco de alegría. A imitación de María, estamos llamados a transformarnos en
portadores de Cristo y testigos de su amor, mirando en primer lugar a aquellos
que son privilegiados a los ojos de Jesús: «porque tuve hambre, y ustedes me
dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver».
(Mt 25, 35-36).
La
fiesta de hoy de la Inmaculada Concepción tiene un específico mensaje para
comunicarnos: nos recuerda que nuestra vida es un don, todo es misericordia. La
Virgen Santa, primicia de los salvados, modelo de la Iglesia, esposa santa e
inmaculada, amada por el Señor, nos ayude a redescubrir siempre más la
misericordia divina como distintivo de los cristianos. Esa es la
palabra-síntesis del Evangelio. Es el tramo fundamental del rostro de Cristo:
aquel rostro que nosotros reconocemos en los diversos aspectos de su
existencia: cuando va al encuentro de todos, cuando sana a los enfermos, cuando
se sienta en la mesa con los pecadores, y sobre todo cuando, clavado sobre la
cruz, perdona; allí nosotros vemos el rostro de la misericordia divina.
Por
intercesión de María Inmaculada, la misericordia tome posesión de nuestros
corazones y transforme toda nuestra vida.
(Traducción
por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
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