Texto completo de la homilía del Papa
(RV).- En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre
nosotros resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son
las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acrecentaste la
alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de
alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento se ha
incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por fin se ha
realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje contenido en el
misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda;
dejémosla a los escépticos que, interrogando sólo a la razón, no encuentran
nunca la verdad. No hay sitio para la indiferencia, que se apodera del corazón
de quien no sabe querer, porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es
arrojada fuera, porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del
mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados.
La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera
viene a iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del
pecado. Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra
claro el camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo
y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos
quedarnos inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a
nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la
alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia
Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre todos los
caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le
confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las
naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos
silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus
palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos
que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos
enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza
del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra
cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y,
sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí,
comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera
liberación y del rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su
rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre,
brota para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el
compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir
una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de
placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama
a tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal,
capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a menudo duro con
el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido
de la justicia, de la búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante
una cultura de la indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada,
nuestro estilo de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión,
de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que los pastores de Belén, nuestros ojos se
llenen de estupor y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y
que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu
misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).
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