Domingo de Resurrección: El sepulcro vacío y la paz por
construir (Juan 20,1-10).
En este domingo, día que le da sentido a nuestra fe, a
nuestra liturgia y a la manera de sentir y vivir la vida, leemos un Evangelio
que termina aún en la pena. Por lo que está viviendo el mundo en estos días,
podría decirse que no hay motivos de alegría. Por eso, les propongo empezar por
el final del relato.
El evangelista Juan, nos dice que los discípulos luego de
haber llegado hasta la tumba de su maestro “volvieron a sus casas” (v 10). No
habían comprendido lo que las Escrituras decían, que Jesús debía resucitar de
entre los muertos. A pesar que el discípulo que amaba Jesús “vio y creyó”, él y
Pedro volvieron cada uno a su casa. No hay qué anunciar ni celebrar.
Simplemente, Jesús no estaba allí.
Los lienzos en el suelo son una evidencia que algo ha pasado;
La muerte deja sus huellas. Lienzos que recuerdan el momento en que envolvieron
el cuerpo inerte de Jesús. Momentos de pena y frustración. El que pensábamos
que era el salvador ha muerto como un delincuente. Aun así, por respeto a lo
que nos permitió soñar, lo hemos sepultado en un tumba nueva, hemos envuelto y
acostado su cuerpo allí. Hemos cerrado la tumba con una piedra; y con ella
queremos cerrar estas páginas tristes de ilusión. Años que hemos acompañado al
maestro por caminos, villas y campos. Todos estos recuerdos y las alegrías
compartidas quedan encerradas con una gran piedra, y nosotros volvemos a
nuestras casas.
Sin embargo, el relato empieza allí, con la piedra movida del
sepulcro que María Magdalena ve. Ella corre a avisar a los discípulos. Corre
sin saber que decir: no ha visto que Jesús no está en la tumba, pero afirma que
se lo han llevado. Esto mueve a Pedro y al otro discípulo a recorrer el mismo
camino del que viene ella, sintiendo en el fondo del corazón el mismo
contradictorio deseo: no ver el cuerpo muerto de Jesús. El evangelista dice que
“corren juntos” (v 4), como juntos han compartido tantas cosas con el maestro.
Corren, cuando con él han caminado, conversado y descansado. Ahora, el más
joven llega antes pero no entra, espera a Pedro. Sabe que a él le corresponde
entrar primero y anunciar la verdad de los hechos. Pero no ocurre así. Es el
discípulo amado, quien mirando los signos de la muerte en el suelo, cree en la
vida. El amor del maestro lo mueve a creer y a construir nuevamente la historia
(2 Co 5,17). Ni uno y ni otro ven a Jesús, pero el amor compartido los hará
nacer de nuevo. La Resurrección de Jesús se vive por sus efectos y esa vida
entregada por todos hace que los efectos sean eternos. Jesús está vivo, no está
en el sepulcro. La piedra nunca más bloqueará la verdad del amor y la fe. La
verdad de la humanidad, llamada a vivir en la esperanza, la solidaridad y la
justicia.
Todo esto ocurrió “mientras todavía estaba oscuro” (v 1)… En
la oscuridad de nuestros días, que como los discípulos no parece que vemos a
Jesús Resucitado, pidamos la gracia para que la pena no nos haga volver a
nuestros miedos y la piedra nos encierre en nosotros mismos. Oremos como el
Beato Pablo VI: "Te necesitamos, Señor, vencedor de la muerte". La
Resurrección de Jesús es anuncio, es luz que ilumina el horizonte de la
humanidad (Rom 8, 29-30). Estamos llamados, como creyentes en Cristo vivo, a
construir una sociedad de paz y por la paz. La violencia y el terror jamás
tendrán la última palabra, porque si Jesús ha resucitado, la paz es el único
camino para vivir. Y así la esperanza resucitará a cada momento, en cada gesto
y en cada generación.
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