Texto completo del Papa antes
del rezo del Ángelus
«¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!
El Evangelio del V Domingo de Cuaresma (cfr. Jn 8,1 -11) es
muy bello: me gusta tanto leerlo y volverlo a leer. Presenta el episodio de la
mujer adúltera, destacando el tema de la misericordia de Dios, que no quiere
nunca la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena se
desarrolla en la explanada del templo. Imagínense allí en el atrio, Jesús está
enseñando a la gente y he aquí que llegan algunos escribas y fariseos arrastran
ante Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en
medio, entre Jesús y la muchedumbre (cfr. 3), entre la misericordia del Hijo de
Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad, ellos no fueron a
donde el Maestro para pedirle su parecer, - era gente mala - sino para tenderle
una trampa. En efecto, si Jesús seguía la severidad de la ley, aprobando la
lapidación de la mujer, perdía su fama de mansedumbre de bondad que tanto
fascinaba al pueblo; si, por el contrario quería ser misericordioso, tenía que
ir contra la ley, que Él mismo había dicho que no quería abolir, sino cumplir
(cfr. Mt 5,17). Y Jesús está allí…
Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le
plantean a Jesús: «¿Tú qué dices?» (v 5). Jesús no responde, calla y cumple un
gesto misterioso: «inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo» (v
6). Quizá estaba dibujando, algunos dicen que escribía los pecados de los
fariseos… quizá… escribía… estaba en otra… De este modo, invita a todos a la
calma, a no actuar movidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios.
Pero ellos, malos, insisten y esperan que Él responda. Parecía que tenían sed
de sangre… Entonces, Jesús levanta la mirada y dice: «El que no tenga pecado,
que arroje la primera piedra». (v 7). Esta respuesta desconcierta a los
acusadores, desarmándolos a todos en el verdadero sentido de la palabra: todos
depusieron las ‘armas’, es decir, las piedras listas para ser tiradas, tanto
aquellas visibles contra la mujer, como aquellas escondidas contra Jesús. Y,
mientras el Señor sigue escribiendo en el suelo, haciendo dibujos, no sé…, los
acusadores se van uno tras otro, comenzando por los más ancianos, con mayor
conciencia de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace tener conciencia de que
también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros y todas esas
cosas que todos sabemos, ¿eh? Y qué bien nos hará tener la valentía de hacer
caer al suelo las piedras que tenemos para tirarlas a los otros, y pensar un
poco en nuestros pecados.
Se quedaron allí sólo la mujer y Jesús: la miseria y
la misericordia, una ante la otra. Y ello, ¿cuántas veces nos sucede
también a nosotros, cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza,
para hacer ver nuestra miseria y pedir perdón? «Mujer ¿dónde están tus
acusadores? (v 10) le dice Jesús. Y basta esta constatación y su mirada llena
de misericordia y de amor, para hacerle sentir a aquella persona – quizá por
primera vez – que tiene una dignidad; que ella no es su pecado, ella tiene una
dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes
y caminar en una senda nueva.
Queridos hermanos y hermanas, aquella mujer nos representa a
todos nosotros, es decir adúlteros ante Dios, traidores de su fidelidad. Y su
experiencia representa la voluntad de Dios hacia cada uno de nosotros: no
nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia, que
salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del
que está hecho todo ser humano (cfr. Gn 2,7), la sentencia de Dios: «No quiero
que tú mueras, sino que tú vivas». Dios no nos enclava en nuestro pecado, no
nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no
identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y
quiere que nosotros también lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se
convierta del mal al bien y ello es posible con su gracia.
Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente en
la misericordia de Dios, para llegar a ser criaturas nuevas.»
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