No esclavos, sino hermanos
1. Al
comienzo de un nuevo año, que recibimos como una gracia y un don de Dios a la
humanidad, deseo dirigir a cada hombre y mujer, así como a los pueblos y
naciones del mundo, a los jefes de Estado y de Gobierno, y a los líderes de las
diferentes religiones, mis mejores deseos de paz, que acompaño con mis
oraciones por el fin de las guerras, los conflictos y los muchos sufrimientos
causados por el hombre o por antiguas y nuevas epidemias, así como por los
devastadores efectos de los desastres naturales. Rezo de modo especial para
que, respondiendo a nuestra común vocación de colaborar con Dios y con todos
los hombres de buena voluntad en la promoción de la concordia y la paz en el
mundo, resistamos a la tentación de comportarnos de un modo indigno de nuestra
humanidad.
En el mensaje para el 1º de enero pasado, señalé que del «deseo de una vida
plena… forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la
comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes,
sino hermanos a los que acoger y querer». Siendo el hombre un ser
relacional, destinado a realizarse en un contexto de relaciones interpersonales
inspiradas por la justicia y la caridad, es esencial que para su desarrollo se
reconozca y respete su dignidad, libertad y autonomía. Por desgracia, el
flagelo cada vez más generalizado de la explotación del hombre por parte del
hombre daña seriamente la vida de comunión y la llamada a estrechar relaciones
interpersonales marcadas por el respeto, la justicia y la caridad. Este
fenómeno abominable, que pisotea los derechos fundamentales de los demás y
aniquila su libertad y dignidad, adquiere múltiples formas sobre las que deseo
hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra de Dios,
consideremos a todos los hombres «no esclavos, sino hermanos».
A la escucha del proyecto de Dios sobre la
humanidad
2. El
tema que he elegido para este mensaje recuerda la carta de san Pablo a Filemón,
en la que le pide que reciba a Onésimo, antiguo esclavo de Filemón y que
después se hizo cristiano, mereciendo por eso, según Pablo, que sea considerado
como un hermano. Así escribe el Apóstol de las gentes: «Quizá se
apartó de ti por breve tiempo para que lo recobres ahora para siempre; y no
como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido» (Flm 15-16).
Onésimo se convirtió en hermano de Filemón al hacerse
cristiano. Así, la conversión a Cristo, el comienzo de una vida dediscipulado
en Cristo, constituye un nuevo nacimiento (cf. 2
Co 5,17; 1 P 1,3) que regenera la fraternidad como
vínculo fundante de la vida familiar y base de la vida social.
En el libro del Génesis, leemos que Dios creó al hombre, varón y hembra, y los bendijo, para que crecieran y se
multiplicaran (cf. 1,27-28): Hizo que Adán y Eva fueran padres, los cuales,
cumpliendo la bendición de Dios de ser fecundos y multiplicarse, concibieron la
primera fraternidad, la de Caín y Abel. Caín y Abel eran hermanos,
porque vienen del mismo vientre, y por lo tanto tienen el mismo origen,
naturaleza y dignidad de sus padres, creados a imagen y semejanza de Dios.
Pero la fraternidad expresa también la multiplicidad y
diferencia que hay entre los hermanos, si bien unidos por el nacimiento y por
la misma naturaleza y dignidad. Como hermanos y hermanas,
todas las personas están por naturaleza relacionadas con las demás, de las que
se diferencian pero con las que comparten el mismo origen, naturaleza y dignidad.
Gracias a ello la fraternidad crea la red de
relaciones fundamentales para la construcción de la familia humana creada por
Dios.
Por desgracia, entre la primera creación que
narra el libro del Génesis y elnuevo nacimiento en
Cristo, que hace de los creyentes hermanos y hermanas del «primogénito entre
muchos hermanos» (Rm 8,29), se encuentra la
realidad negativa del pecado, que muchas veces interrumpe la fraternidad
creatural y deforma continuamente la belleza y nobleza del ser hermanos y hermanas de la misma familia
humana. Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia
cometiendo el primer fratricidio. «El asesinato de Abel por parte de Caín deja
constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su
historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia
la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir
unidos, preocupándose los unos de los otros».
También en la historia de la familia de Noé y sus
hijos (cf. Gn 9,18-27), la maldad de Cam
contra su padre es lo que empuja a Noé a maldecir al hijo irreverente y
bendecir a los demás, que sí lo honraban, dando lugar a una desigualdad entre
hermanos nacidos del mismo vientre.
En la historia de los orígenes de la familia
humana, el pecado de la separación de Dios, de la figura del padre y del
hermano, se convierte en una expresión del rechazo de la comunión traduciéndose
en la cultura de la esclavitud (cf. Gn9,25-27), con las
consecuencias que ello conlleva y que se perpetúan de generación en generación:
rechazo del otro, maltrato de las personas, violación de la dignidad y los
derechos fundamentales, la institucionalización de la desigualdad. De ahí la
necesidad de convertirse continuamente a la Alianza, consumada por la oblación
de Cristo en la cruz, seguros de que «donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia... por Jesucristo» (Rm5,20.21). Él, el Hijo amado (cf. Mt 3,17), vino
a revelar el amor del Padre por la humanidad. El que escucha el evangelio, y
responde a la llamada a la conversión, llega a ser en Jesús «hermano y hermana, y madre» (Mt 12,50)
y, por tanto, hijo adoptivo de su Padre (cf. Ef 1,5).
No se llega a ser cristiano, hijo del Padre y
hermano en Cristo, por una disposición divina autoritativa, sin el concurso de
la libertad personal, es decir, sin convertirse libremente a
Cristo. El ser hijo de Dios responde al imperativo de la conversión:
«Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el
Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo»
(Hch 2,38). Todos los que respondieron con la fe y
la vida a esta predicación de Pedro entraron en la fraternidad de la primera comunidad cristiana (cf. 1 P 2,17; Hch 1,15.16;
6,3; 15,23): judíos y griegos, esclavos y hombres libres (cf. 1 Co 12,13; Ga 3,28), cuya
diversidad de origen y condición social no disminuye la dignidad de cada uno,
ni excluye a nadie de la pertenencia al Pueblo de Dios. Por ello, la comunidad
cristiana es el lugar de la comunión vivida en el amor entre los hermanos (cf. Rm 12,10; 1 Ts 4,9; Hb13,1; 1 P 1,22; 2 P 1,7).
Todo esto demuestra cómo la Buena Nueva de
Jesucristo, por la que Dios hace «nuevas todas las cosas» (Ap 21,5), también es capaz de
redimir las relaciones entre los hombres, incluida aquella entre un esclavo y
su amo, destacando lo que ambos tienen en común: la filiación adoptiva y el
vínculo de fraternidad en Cristo. El mismo Jesús dijo a sus discípulos: «Ya no
os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os
llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn15,15).
Múltiples rostros de la esclavitud de entonces y
de ahora
3. Desde tiempos inmemoriales, las diferentes sociedades humanas conocen el
fenómeno del sometimiento del hombre por parte del hombre. Ha habido períodos
en la historia humana en que la institución de la esclavitud estaba
generalmente aceptada y regulada por el derecho. Éste establecía quién nacía
libre, y quién, en cambio, nacía esclavo, y en qué condiciones la persona
nacida libre podía perder su libertad u obtenerla de nuevo. En otras palabras,
el mismo derecho admitía que algunas personas podían o debían ser consideradas
propiedad de otra persona, la cual podía disponer libremente de ellas; el
esclavo podía ser vendido y comprado, cedido y adquirido como una mercancía.
Hoy, como resultado de un desarrollo positivo de la conciencia de la humanidad,
la esclavitud, crimen de lesa humanidad, está oficialmente abolida en el
mundo. El derecho de toda persona a no ser sometida a esclavitud ni a
servidumbre está reconocido en el derecho internacional como norma inderogable.
Sin embargo, a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado diversos
acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y ha dispuesto
varias estrategias para combatir este fenómeno, todavía hay millones de
personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades– privados de su libertad
y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud.
Me refiero a tantos trabajadores y trabajadoras, incluso menores, oprimidos de
manera formal o informal en todos los sectores, desde el trabajo doméstico al
de la agricultura, de la industria manufacturera a la minería, tanto en los
países donde la legislación laboral no cumple con las mínimas normas y
estándares internacionales, como, aunque de manera ilegal, en aquellos cuya
legislación protege a los trabajadores.
Pienso también en las condiciones de vida de muchos emigrantes que, en su dramático viaje,
sufren el hambre, se ven privados de la libertad, despojados de sus bienes o de
los que se abusa física y sexualmente. En aquellos que, una vez llegados a su
destino después de un viaje durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos
en condiciones a veces inhumanas. Pienso en los que se ven obligados a la
clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos y económicos, y en
aquellos que, con el fin de permanecer dentro de la ley, aceptan vivir y
trabajar en condiciones inadmisibles, sobre todo cuando las legislaciones
nacionales crean o permiten una dependencia estructural del trabajador emigrado
con respecto al empleador, como por ejemplo cuando se condiciona la legalidad
de la estancia al contrato de trabajo... Sí, pienso en el «trabajo esclavo».
Pienso en las personas obligadas a ejercer la
prostitución, entre las que hay muchos menores, y en los esclavos y esclavas sexuales; en las mujeres obligadas
a casarse, en aquellas que son vendidas con vistas al matrimonio o en las
entregadas en sucesión, a un familiar después de la muerte de su marido, sin
tener el derecho de dar o no su consentimiento.
No puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son víctimas del tráfico y comercialización para la extracción de órganos,
para ser reclutados como soldados, para la mendicidad, para actividades ilegales como la producción o venta de drogas, o para formas encubiertas de adopción internacional.
Pienso finalmente en todos los secuestrados y
encerrados en cautividad porgrupos terroristas,
puestos a su servicio como combatientes o, sobre todo las niñas y mujeres, como
esclavas sexuales. Muchos de ellos desaparecen, otros son vendidos varias
veces, torturados, mutilados o asesinados.
Algunas causas profundas de la esclavitud
4. Hoy
como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la
persona humana que admite el que pueda ser tratada como un objeto. Cuando el
pecado corrompe el corazón humano, y lo aleja de su Creador y de sus
semejantes, éstos ya no se ven como seres de la misma dignidad, como hermanos y
hermanas en la humanidad, sino como objetos. La persona humana, creada a imagen
y semejanza de Dios, queda privada de la libertad, mercantilizada, reducida a
ser propiedad de otro, con la fuerza, el engaño o la constricción física o
psicológica; es tratada como un medio y no como un fin.
Junto a esta causa ontológica –rechazo de la humanidad del otro– hay otras que
ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud. Me refiero en
primer lugar a la pobreza, al subdesarrollo y a la
exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de acceso a la educación o con una realidad
caracterizada por las escasas, por no decir
inexistentes, oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las víctimas
de la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera de salir
de un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de
trabajo, para caer después en manos de redes criminales que trafican con los
seres humanos. Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías
informáticas para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes del mundo.
Entre las causas de la esclavitud hay que incluir
también la corrupción de quienes están
dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse. En efecto, la esclavitud y
la trata de personas humanas requieren una complicidad que con mucha frecuencia
pasa a través de la corrupción de los intermediarios, de algunos miembros de
las fuerzas del orden o de otros agentes estatales, o de diferentes
instituciones, civiles y militares. «Esto sucede cuando al centro de un sistema
económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, en el centro
de todo sistema social o económico, tiene que estar la persona, imagen de Dios,
creada para que fuera el dominador del universo. Cuando la persona es
desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores».
Otras causas de la esclavitud son los conflictos armados, la violencia,
el crimen y el terrorismo. Muchas
personas son secuestradas para ser vendidas o reclutadas como combatientes o
explotadas sexualmente, mientras que otras se ven obligadas a emigrar, dejando
todo lo que poseen: tierra, hogar, propiedades, e incluso la familia. Éstas
últimas se ven empujadas a buscar una alternativa a esas terribles condiciones
aun a costa de su propia dignidad y supervivencia, con el riesgo de entrar de
ese modo en ese círculo vicioso que las convierte en víctimas de la miseria, la
corrupción y sus consecuencias perniciosas.
Compromiso común para derrotar la esclavitud
5. Con
frecuencia, cuando observamos el fenómeno de la trata de personas, del tráfico
ilegal de los emigrantes y de otras formas conocidas y desconocidas de la
esclavitud, tenemos la impresión de que todo esto tiene lugar bajo la
indiferencia general.
Aunque por desgracia esto es cierto en gran parte, quisiera mencionar el gran
trabajo silencioso que muchas congregaciones religiosas,
especialmente femeninas, realizan desde hace muchos años en favor de las
víctimas. Estos Institutos trabajan en contextos difíciles, a veces dominados
por la violencia, tratando de romper las cadenas invisibles que tienen
encadenadas a las víctimas a sus traficantes y explotadores; cadenas cuyos
eslabones están hechos de sutiles mecanismos psicológicos, que convierten a las
víctimas en dependientes de sus verdugos, a través del chantaje y la amenaza, a
ellos y a sus seres queridos, pero también a través de medios materiales, como
la confiscación de documentos de identidad y la violencia física. La actividad
de las congregaciones religiosas se estructura principalmente en torno a tres
acciones: la asistencia a las víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto
psicológico y formativo, y su reinserción en la sociedad de destino o de
origen.
Este inmenso trabajo, que requiere coraje,
paciencia y perseverancia, merece el aprecio de toda la Iglesia y de la
sociedad. Pero, naturalmente, por sí solo no es suficiente para poner fin al
flagelo de la explotación de la persona humana. Se requiere también un triple
compromiso a nivel institucional de
prevención, protección de las víctimas y persecución judicial contra los
responsables. Además, como las organizaciones criminales utilizan redes
globales para lograr sus objetivos, la acción para derrotar a este fenómeno
requiere un esfuerzo conjunto y también global por parte de los diferentes
agentes que conforman la sociedad.
Los Estados deben
vigilar para que su legislación nacional en materia de migración, trabajo,
adopciones, deslocalización de empresas y comercialización de los productos
elaborados mediante la explotación del trabajo, respete la dignidad de la
persona. Se necesitan leyes justas, centradas en la persona humana, que
defiendan sus derechos fundamentales y los restablezcan cuando son pisoteados,
rehabilitando a la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos de
seguridad eficaces para controlar la aplicación correcta de estas normas, que
no dejen espacio a la corrupción y la impunidad. Es preciso que se reconozca
también el papel de la mujer en la sociedad, trabajando también en el plano
cultural y de la comunicación para obtener los resultados deseados.
Las organizaciones
intergubernamentales, de acuerdo con el principio de subsidiariedad,
están llamadas a implementar iniciativas coordinadas para luchar contra las
redes transnacionales del crimen organizado que gestionan la trata de personas
y el tráfico ilegal de emigrantes. Es necesaria una cooperación en diferentes
niveles, que incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como
a las organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial.
Las empresas, en efecto, tienen el deber de garantizar a sus empleados condiciones de
trabajo dignas y salarios adecuados, pero también han de vigilar para que no se
produzcan en las cadenas de distribución formas de servidumbre o trata de
personas. A la responsabilidad social de la empresa hay que unir la responsabilidad social del consumidor. Pues cada
persona debe ser consciente de que «comprar es siempre un acto moral, además de
económico».
Las organizaciones de la sociedad
civil, por su parte, tienen la tarea de sensibilizar y estimular las
conciencias acerca de las medidas necesarias para combatir y erradicar la
cultura de la esclavitud.
En los últimos años, la Santa Sede, acogiendo el
grito de dolor de las víctimas de la trata de personas y la voz de las
congregaciones religiosas que las acompañan hacia su liberación, ha
multiplicado los llamamientos a la comunidad internacional para que los
diversos actores unan sus esfuerzos y cooperen para poner fin a esta plaga. Además, se han organizado algunos encuentros con el fin de dar visibilidad
al fenómeno de la trata de personas y facilitar la colaboración entre los
diferentes agentes, incluidos expertos del mundo académico y de las
organizaciones internacionales, organismos policiales de los diferentes países
de origen, tránsito y destino de los migrantes, así como representantes de
grupos eclesiales que trabajan por las víctimas. Espero que estos esfuerzos
continúen y se redoblen en los próximos años.
Globalizar la fraternidad, no la esclavitud ni la
indiferencia
6. En su tarea de «anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad», la Iglesia se esfuerza constantemente en las acciones de carácter
caritativo partiendo de la verdad sobre el hombre. Tiene la misión de mostrar a
todos el camino de la conversión, que lleve a cambiar el modo de ver al
prójimo, a reconocer en el otro, sea quien sea, a un hermano y a una hermana en
la humanidad; reconocer su dignidad intrínseca en la verdad y libertad, como
nos lo muestra la historia de Josefina Bakhita, la santa proveniente de la
región de Darfur, en Sudán, secuestrada cuando tenía nueve años por traficantes
de esclavos y vendida a dueños feroces. A través de sucesos dolorosos llegó a
ser «hija libre de Dios», mediante la fe vivida en la consagración religiosa y
en el servicio a los demás, especialmente a los pequeños y débiles. Esta Santa,
que vivió entre los siglos XIX y XX, es hoy un testigo ejemplar de esperanza para las numerosas víctimas de la esclavitud y un apoyo en los esfuerzos de
todos aquellos que se dedican a luchar contra esta «llaga en el cuerpo de la
humanidad contemporánea, una herida en la carne de Cristo».
En esta perspectiva, deseo invitar a cada uno, según su puesto y
responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se encuentran
en un estado de sometimiento. Preguntémonos, tanto comunitaria como
personalmente, cómo nos sentimos interpelados cuando encontramos o tratamos en
la vida cotidiana con víctimas de la trata de personas, o cuando tenemos que
elegir productos que con probabilidad podrían haber sido realizados mediante la
explotación de otras personas. Algunos hacen la vista gorda, ya sea por
indiferencia, o porque se desentienden de las preocupaciones diarias, o por
razones económicas. Otros, sin embargo, optan por hacer algo positivo,
participando en asociaciones civiles o haciendo pequeños gestos cotidianos –que
son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una
sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, abrir caminos,
cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar
nuestras vidas en relación con esta realidad.
Debemos reconocer que estamos frente a un
fenómeno mundial que sobrepasa las competencias de una sola comunidad o nación.
Para derrotarlo, se necesita una movilización de una dimensión comparable a la
del mismo fenómeno. Por esta razón, hago un llamamiento urgente a todos los
hombres y mujeres de buena voluntad, y a todos los que, de lejos o de cerca,
incluso en los más altos niveles de las instituciones, son testigos del flagelo
de la esclavitud contemporánea, para que no sean cómplices de este mal, para
que no aparten los ojos del sufrimiento de sus hermanos y hermanas en
humanidad, privados de libertad y dignidad, sino que tengan el valor de tocar
la carne sufriente de Cristo, que se hace visible a través de los numerosos
rostros de los que él mismo llama «mis hermanos más pequeños» (Mt25,40.45).
Sabemos que Dios nos pedirá a cada uno de
nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano? (cf. Gn 4,9-10). La
globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la vida de tantos hermanos
y hermanas, nos pide que seamos artífices de una globalización de la
solidaridad y de la fraternidad, que les de esperanza y les haga reanudar con
ánimo el camino, a través de los problemas de nuestro tiempo y las nuevas
perspectivas que trae consigo, y que Dios pone en nuestras manos.
Vaticano, 8 de diciembre de 2014
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