(Radio Vaticana) Discurso completo del Papa
Francisco a la Curia Romana por las felicitaciones navideñas
“Tú estás sobre los querubines,
tu que has cambiado la miserable condición del mundo cuando te has hecho como
nosotros” (San Atanasio).
Queridos hermanos, Al
término del Adviento nos encontramos para los tradicionales saludos. En pocos
días tendremos la alegría de celebrar la Navidad del Señor; el evento de Dios
que se hace hombre para salvar a los hombres; la manifestación del amor de Dios
que no se limita a darnos alguna cosa o a enviarnos algún mensaje o ciertos
mensajeros, sino que se nos da a sí mismo; el misterio de Dios que lleva sobre
sí mismo nuestra condición humana y nuestros pecados para revelarnos su Vida
divina, su gracia inmensa y su perdón gratuito. Es la cita con Dios que nace en
la pobreza de la gruta de Belén para enseñarnos el poder de la humildad. De
hecho, la Navidad es también la fiesta de la luz que no viene acogida de la
gente ‘elegida’ sino de la gente pobre y simple que esperaba la salvación del
Señor.
Ante todo, quisiera desear a todos ustedes –colaboradores,
hermanos y mujeres, representantes pontificios esparcidos por el mundo- y a
todos sus queridos, una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo
agradecerles cordialmente por su compromiso cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la
Iglesia Católica, de las Iglesias particulares y del Sucesor de Pedro.
Puesto que somos personas y no números o denominaciones,
recuerdo de manera especial aquellos que, durante este año, han terminado su
servicio por razones de edad o por haber asumido otros roles, o porque han sido
llamados a la Casa del Padre. También a todos ellos y sus familias van mis
pensamientos y gratitud.
Deseo elevar con ustedes al
Señor un profundo y sincero agradecimiento por el año que termina, por los acontecimientos
vividos y por todo el bien que Él ha querido realizar generosamente a través
del servicio de la Santa Sede, pidiéndole humildemente perdón por las faltas cometidas
"en pensamientos, palabras, obras y omisiones".
Y partiendo de este pedido de perdón, desearía que nuestro
encuentro y las reflexiones que voy a compartir con ustedes se conviertan, para
todos nosotros, en un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de
conciencia para preparar nuestro corazón para la Navidad.
Pensando en este encuentro he recordado la imagen de la Iglesia
como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como explicó el Papa
Pío XII, "fluye y casi brota de lo que exponen con frecuencia las Sagradas
Escrituras y los Santos Padres." En este sentido, San Pablo escribió:
"Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los
miembros, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo" (1 Cor
12,12).
En este sentido, el Concilio
Vaticano II nos recuerda que "en la estructura del cuerpo místico de
Cristo existe una diversidad de miembros y oficios. Uno es el Espíritu, que
para la utilidad de la Iglesia distribuye sus diversos dones con generosidad proporcionada
a su riqueza y a las necesidades de los ministerios (1 Cor 12,1-11)." Por
lo tanto, "Cristo y la Iglesia forman el "Cristo total" -
Christus Totus -. La Iglesia es una con Cristo."
Es hermoso pensar en la Curia
Romana como un pequeño modelo de la Iglesia, es decir, como un
"cuerpo" que intenta seriamente y cotidianamente ser más vivo,
más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo.
En realidad, la Curia Romana es un cuerpo complejo, compuesto de
muchos Dicasterios, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y numerosos
elementos que no tienen todos la misma tarea, pero que se coordinan para poder
funcionar en modo eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, a pesar de las
diferencias culturales, lingüísticas y nacionales de sus miembros.
De todos modos, siendo la Curia
un cuerpo dinámico, no puede vivir sin alimentarse y cuidarse. De hecho, la
Curia - como la Iglesia - no puede vivir sin tener una relación vital,
personal, auténtica y equilibrada con Cristo. Un miembro de la Curia que no se
alimenta todos los días con aquel Alimento se convertirá en un burócrata (un
formalista, un funcionalista, un simple empleado): una rama que se seca y muere
lentamente y se tira lejos. La oración diaria, la participación regular en los
sacramentos, especialmente la Eucaristía y la reconciliación, el contacto
diario con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en caridad vivida
son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que sea claro a todos nosotros
que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 8).
Como resultado, la relación
viva con Dios nutre y refuerza también la comunión con los demás, o sea, cuanto
más estrechamente adherimos a Dios, más estamos unidos entre nosotros, porque
el Espíritu de Dios nos une y el espíritu maligno divide.
La Curia está llamada a
mejorar, siempre mejorar y crecer en comunión, santidad y sabiduría para
realizar plenamente su misión. Sin embargo, como cada cuerpo, como todo cuerpo humano, está
expuesto a la enfermedad, al mal funcionamiento. Y aquí me gustaría mencionar
algunas de estas enfermedades probables, enfermedades de la curia. Las
enfermedades más frecuentes en nuestra vida de la Curia son las enfermedades y
tentaciones que debilitan nuestro servicio al Señor. Creo que nos va a ayudar
el "catálogo" de las enfermedades - como los Padres del Desierto, que
hacían catálogos – de las que hablamos hoy: nos ayudará a prepararnos para el
Sacramento de la Reconciliación, que será un bello paso para todos nosotros
para prepararnos para la Navidad.
1. La
enfermedad de sentirse “inmortal”, “inmune” o incluso
“indispensable” descuidando los necesarios y habituales controles. Una Curia
que no se autocrítica, que no se actualiza, que no trata de mejorarse es un
cuerpo enfermo. Una ordinaria visita a los cementerios podría ayudarnos a ver
los nombres de tantas personas, de las que cuales algunas tal vez creíamos que
eran inmortales, inmunes e indispensables. Es la enfermedad del rico insensato
del Evangelio que pensaba vivir eternamente (cfr. Lc 12, 13-21) y también de aquellos
que se transforman en patrones y se sienten superiores a todos y no al servicio
de todos. Esta deriva frecuentemente de la patología del poder, del ‘complejo
de los Elegidos’, del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no
ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente de los
más débiles y necesitados. El antídoto a esta epidemia es la gracia de
sentirnos pecadores y de decir con todo el corazón: ‘Somos siervos inútiles.
Hemos hecho lo que teníamos que hacer’ (Lc 17,10).
2. Otra: es la enfermedad del ‘martalismo’ (que
viene de Marta), de la excesiva laboriosidad: es decir de aquellos que se
sumergen en el trabajo descuidando, inevitablemente, ‘la parte mejor’: sentarse
al pie de Jesús (cfr Lc 10, 38-42). Por esto Jesús ha llamado a sus discípulos
a ‘descansar un poco’, (cfr Mc 6,31) porque descuidar el necesario reposo lleva
al estrés y a la agitación. El tiempo de reposo, para quien ha terminado la
propia misión, es necesario, debido y va vivido seriamente: en el transcurrir
un poco de tiempo con los familiares y en el respetar las vacaciones como
momentos de recarga espiritual y física; es necesario aprender lo que enseña
Eclesiastés que “hay un tiempo para cada cosa” (3,1-15).
3. También está la enfermedad de la ‘fosilización’ mental y
espiritual. Es decir, aquellos que poseen un corazón de piedra
y ‘tortícolis’ (At 7,51-60); de aquellos que, en el camino, pierden la
serenidad interior, la vivacidad y la audacia y se esconden bajo los papeles
convirtiéndose en ‘máquinas de prácticas’ y no ‘hombres de Dios’ (cfr. Eb
3,12). Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para llorar con
quienes lloran y alegrarse con aquellos que se alegran. Es la enfermedad de
quienes pierden ‘los sentimientos de Jesús’ (cfr Fil 2,5-11) porque su corazón,
con el pasar del tiempo, se endurece y se convierte en incapaz de amar
incondicionadamente al Padre y al prójimo (cfr Mt 22, 34-40). Ser cristiano, de
hecho, significa ‘tener los mismos sentimientos que fueron de Jesucristo’ (Fil
2,5), sentimientos de humildad y de donación, de desapego y de generosidad.
4. La
enfermedad de la excesiva planificación y del funcionalismo.
Cuando el apóstol planifica todo minuciosamente y cree que si hace una perfecta
planificación las cosas efectivamente progresan, convirtiéndose de esta manera
en un contador. Preparar todo bien es necesario, pero sin caer nunca en la
tentación de querer encerrar o pilotear la libertad del Espíritu Santo que es
siempre más grande, más generosa que cualquier planificación humana (cfr. Jn
3,8). Si cae en esta enfermedad es porque ‘siempre es más fácil y cómodo
permanecer en las propias posturas estáticas e inmutables. En realidad, la
Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no tiene la
pretensión de regularlo y de domesticarlo… -domesticar al Espíritu Santo- Él es
frescura, fantasía, novedad.
5. La enfermedad de la mala coordinación.
Cuando los miembros pierden la comunión entre ellos y el cuerpo pierde su
armonioso funcionamiento y su templanza, se convierten en una orquesta que
produce ruido porque sus miembros no colaboran y no viven el espíritu de
comunión y de equipo. Cuando el pie dice al brazo: ‘no te necesito’ o la mano
dice a la cabeza ‘mando yo’, causa malestar y escándalo.
6. La
enfermedad del ‘Alzheimer espiritual’, es decir el olvido de la
‘historia de la salvación’, de la historia personal con el Señor, del ‘primer
amor’ (Ap 2,4). Se trata de una disminución progresiva de las facultades
espirituales que en un más o menos largo período de tiempo causa serias
discapacidades a la persona haciéndola incapaz de desarrollar alguna actividad
autónoma, viviendo en un estado de absoluta dependencia de sus concepciones, a
menudo imaginarias. Lo vemos en aquellos que han perdido la memoria de su encuentro
con el Señor; en quienes no tienen sentido deuteronómico de la vida; en
aquellos que dependen completamente de su presente, de las propias pasiones,
caprichos y manías, en quienes construyen a su alrededor muros y hábitos se
convierten, cada vez más, en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus
propias manos.
7. La enfermedad de la rivalidad y de la
vanagloria. Cuando la apariencia, los colores de la ropa o las
medallas honoríficas se convierten en el primer objetivo de la vida, olvidando
las palabras de San Pablo: ‘No hagan nada por rivalidad o vanagloria, sino que
cada uno de ustedes, con humildad, considere a los otros superiores a sí mismo.
Cada uno no busque el propio interés, sino también el de los otros (Fil 2,1-4).
Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir un
falso ‘misticismo’ y un falso ‘quietismo’. El mismo San Pablo los define
‘enemigos de la Cruz de Cristo’ porque se jactan de aquello que tendrían que
avergonzarse y no piensan más que a las cosas de la tierra (Fil 3,19).
8. La enfermedad de la esquizofrenia existencial.
Es la de quienes viven una doble vida, fruto de la hipocresía típica del
mediocre y del progresivo vacío espiritual que licenciaturas o títulos
académicos no pueden llenar. Una enfermedad que sorprende frecuentemente a los
que abandonan el servicio pastoral, se limitan a las cosas burocráticas,
perdiendo de esta manera el contacto con la realidad, con las personas
concretas. Crean así un mundo paralelo, en donde ponen de parte todo lo que
enseñan severamente a los demás e inician a vivir una vida oculta y a menudo
disoluta. La conversión es muy urgente e indispensable para esta gravísima
enfermedad (cfr Lc 15, 11-32).
9. La enfermedad de los chismes,
de las murmuraciones y de las habladurías. De esta enfermedad ya he hablado en
muchas ocasiones, pero nunca lo suficiente. Es una enfermedad grave, que inicia
simplemente, quizá solo por hacer dos chismes y se adueña de la persona
haciendo que se vuelva ‘sembradora de cizaña’ (como Satanás), y, en muchos
casos casi ‘homicida a sangre fría’ de la fama de los propios colegas y
hermanos. Es la enfermedad de las personas cobardes que, al no tener la
valentía de hablar directamente, hablan a las espaldas de la gente. San Pablo
nos advierte: hacer todo sin murmurar y sin vacilar, para ser irreprensibles y
puros (Fil 2,14.18). Hermanos, ¡cuidémonos del terrorismo de los chismes!
10. La enfermedad de divinizar a los jefes:
es la enfermedad de los que cortejan a los superiores, esperando obtener su
benevolencia. Son víctimas del carrerismo y del oportunismo, honran a las
personas y no a Dios (cfr Mt 23-8.12). Son personas que viven el servicio
pensando únicamente en lo que deben obtener y no en lo que deben dar. Personas
mezquinas, infelices e inspiradas solamente por el propio egoísmo (cfr Gal
5,16-25). Esta enfermedad podría golpear también a los superiores cuando cortejan
a algunos de sus colaboradores para obtener su sumisión, lealtad y dependencia
psicológica, pero el resultado final es una verdadera complicidad.
11. La enfermedad de la indiferencia hacia los
demás. Cuando cada uno sólo piensa en sí mismo y pierde la sinceridad
y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su
conocimiento al servicio de los colegas menos expertos. Cuando se sabe algo se
posee para sí mismo en lugar de compartirlo positivamente con los otros.
Cuando, por celos o por astucia, se siente alegría viendo al otro caer en lugar
de levantarlo y animarlo.
12. La enfermedad de la cara de funeral.
Es decir, la de las personas bruscas y groseras, quienes consideran que para
ser serios es necesario pintar el rostro de melancolía, de severidad y tratar a
los demás -sobre todo a los que consideran inferiores- con rigidez, dureza y
arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril son a
menudo síntomas de miedo y de inseguridad de sí. El apóstol debe esforzarse para
ser una persona cortés, serena, entusiasta y alegre que transmite felicidad en
donde se encuentra. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y
contagia con la alegría a todos los que están alrededor de él: se ve
inmediatamente. No perdamos, por lo tanto, el espíritu alegre, lleno de humor e
incluso auto-irónicos, que nos convierte en personas amables, también en las
situaciones difíciles. Qué bien nos hace una buena dosis de un sano humorismo.
Nos hará muy bien rezar frecuentemente la oración de Santo Tomás Moro: yo la
rezo todos los días, me hace bien.
13. La enfermedad de la acumulación:
cuando el apóstol trata de llenar un vacío existencial en su corazón acumulando
bienes materiales, no por necesidad, sino solo para sentirse al seguro. En
realidad, no podremos llevar nada material con nosotros porque ‘el sudario no
tiene bolsillos’ y todos nuestros tesoros terrenos –también si son regalos- no
podrán llenar nunca aquel vacío, y lo harán más exigente y más profundo. A
estas personas el Señor repite ‘tú dices soy rico, me he enriquecido, no tengo
necesidad de nada. Pero no sabes que eres un infeliz, un miserable, un pobre,
un ciego y desnudo… Sé pues celoso y conviértete’ (Ap 3,17-19). La acumulación
pesa solamente y ralentiza el camino inexorable. Pienso en una anécdota: un
tiempo, los jesuitas españoles describían a la Compañía de Jesús como la
‘caballería ligera de la Iglesia’. Recuerdo la mudanza de un joven jesuita,
mientras cargaba el camión de sus posesiones: maletas, libros, objetos y regalos,
y escuchó, con una sabia sonrisa, de un anciano jesuita que lo estaba
observando: ¿Esta sería la caballería ligera de la Iglesia? Nuestras ‘mudanzas’
son signos de esta enfermedad.
14. La enfermedad de los círculos cerrados en donde la pertenencia al grupito se
vuelve más fuerte de la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a
Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre de buenas intenciones,
pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los miembros convirtiéndose en un
‘cáncer’ que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tanto mal –escándalos-
especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o el ‘fuego
amigo’ de las comilonas es el peligro más sutil. Es el mal que golpea
desde dentro, y como dice Cristo, ‘cada reino dividido en sí mismo va a la
ruina’ (Lc 11,17).
15. Y la última, la enfermedad del provecho mundano, del
exhibicionismo, cuando el apóstol transforma su servicio en
poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos o más poderes.
Es la enfermedad de las personas que buscan infatigablemente el multiplicar
poderes y por este objetivo son capaces de calumniar, de difamar y de
desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en revistas. Naturalmente
para exhibirse y demostrarse más capaces que los demás. También esta enfermedad
hace mucho daño al Cuerpo porque lleva a las personas a justificar el uso de
cualquier medio para alcanzar tal objetivo, a menudo en nombre de la justicia y
de la transparencia. Recuerdo un sacerdote que llamaba a los periodistas
para decirles -e inventar- cosas privadas y reservadas de sus hermanos y
parroquianos. Para él, lo que contaba era verse en las primeras páginas, porque
así se sentía ‘poderoso y vencedor’, causando tanto mal a los otros y a la
Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estas enfermedades y tentaciones son
naturalmente un peligro para cada cristiano y para cada curia, comunidad,
congregación, parroquia, movimiento eclesial, y pueden golpear sea a nivel
individual que comunitario.
Es necesario aclarar que es sólo el Espíritu Santo –el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo: ‘Creo… en el Espíritu Santo, Señor y vivificador’- quien cura cada enfermedad. Es el Espíritu Santo quien sostiene cada sincero esfuerzo de purificación y de cada buena voluntad de conversión. Es Él quien nos da a entender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y a su debilitamiento. Es Él el promotor de la armonía: ‘Ipse harmonia est’, dice San Basilio. San Agustín nos dice: ‘Hasta que una parte se adhiere al cuerpo, su curación no es desesperada; aquello que fue cortado, no puede curarse ni sanar’.
La curación es también fruto de la conciencia de la enfermedad y de la decisión personal y comunitaria de curarse soportando pacientemente y con perseverancia la curación. Por lo tanto, estamos llamados –en este tiempo de Navidad y para todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia- a vivir ‘según la verdad en la caridad, tratando de crecer en cada cosa hacia Él, que es el jefe, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien compaginado y conectado, mediante la colaboración de cada empalme, según la energía propia de cada miembro, recibe fuerza para crecer en manera de edificar a sí mismo en la caridad (Ef 4, 15-16).
Queridos hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son como los aviones: sólo hacen noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y muy cierta, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que ‘cae’ a todo el cuerpo de la Iglesia. Por lo tanto, para no caer en estos días en los que estamos preparándonos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean sanos y re sanadores, santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para nuestra salvación y del mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de reconocernos pecadores y necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternas.
Muchas felicidades por una santa Navidad a todos ustedes, a sus familias y a sus colaboradores. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias de corazón. Traducción del italiano por Mercedes De La Torre.
Es necesario aclarar que es sólo el Espíritu Santo –el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo: ‘Creo… en el Espíritu Santo, Señor y vivificador’- quien cura cada enfermedad. Es el Espíritu Santo quien sostiene cada sincero esfuerzo de purificación y de cada buena voluntad de conversión. Es Él quien nos da a entender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y a su debilitamiento. Es Él el promotor de la armonía: ‘Ipse harmonia est’, dice San Basilio. San Agustín nos dice: ‘Hasta que una parte se adhiere al cuerpo, su curación no es desesperada; aquello que fue cortado, no puede curarse ni sanar’.
La curación es también fruto de la conciencia de la enfermedad y de la decisión personal y comunitaria de curarse soportando pacientemente y con perseverancia la curación. Por lo tanto, estamos llamados –en este tiempo de Navidad y para todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia- a vivir ‘según la verdad en la caridad, tratando de crecer en cada cosa hacia Él, que es el jefe, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien compaginado y conectado, mediante la colaboración de cada empalme, según la energía propia de cada miembro, recibe fuerza para crecer en manera de edificar a sí mismo en la caridad (Ef 4, 15-16).
Queridos hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son como los aviones: sólo hacen noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y muy cierta, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que ‘cae’ a todo el cuerpo de la Iglesia. Por lo tanto, para no caer en estos días en los que estamos preparándonos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean sanos y re sanadores, santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para nuestra salvación y del mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de reconocernos pecadores y necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternas.
Muchas felicidades por una santa Navidad a todos ustedes, a sus familias y a sus colaboradores. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias de corazón. Traducción del italiano por Mercedes De La Torre.
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