DISCURSO
DE PAPA FRANCISCO:
«Tuve hambre y me disteis de comer,
tuve sed y me disteis de beber,
fui forastero y me hospedasteis,
estuve desnudo y me vestisteis,
enfermo y me visitasteis,
en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,35-36).
Estas palabras de Jesús responden a la pregunta que a menudo
resuena en nuestra mente y en nuestro corazón: «¿Dónde está Dios?». ¿Dónde está
Dios, si en el mundo existe el mal, si hay gente que pasa hambre o sed, que no
tienen hogar, que huyen, que buscan refugio? ¿Dónde está Dios cuando las
personas inocentes mueren a causa de la violencia, el terrorismo, las guerras?
¿Dónde está Dios, cuando enfermedades terribles rompen los lazos de la vida y
el afecto? ¿O cuando los niños son explotados, humillados, y también sufren
graves patologías? ¿Dónde está Dios, ante la inquietud de los que dudan y de
los que tienen el alma afligida? Hay preguntas para las cuales no hay respuesta
humana. Sólo podemos mirar a Jesús, y preguntarle a él. Y la respuesta de Jesús
es esta: «Dios está en ellos», Jesús está en ellos, sufre en ellos,
profundamente identificado con cada uno. Él está tan unido a ellos, que forma
casi como «un solo cuerpo».
Jesús mismo eligió identificarse con estos hermanos y
hermanas que sufren por el dolor y la angustia, aceptando recorrer la vía
dolorosa que lleva al calvario. Él, muriendo en la cruz, se entregó en las
manos del Padre y, con amor que se entrega, cargó consigo las heridas físicas,
morales y espirituales de toda la humanidad. Abrazando el madero de la cruz,
Jesús abrazó la desnudez y el hambre, la sed y la soledad, el dolor y la muerte
de los hombres y mujeres de todos los tiempos. En esta tarde, Jesús —y nosotros
con él— abraza con especial amor a nuestros hermanos sirios, que huyeron de la
guerra. Los saludamos y acogemos con amor fraternal y simpatía.
Recorriendo el Via Crucis de Jesús, hemos descubierto de
nuevo la importancia de configurarnos con él mediante las 14 obras de
misericordia. Ellas nos ayudan a abrirnos a la misericordia de Dios, a pedir la
gracia de comprender que sin la misericordia no se puede hacer nada, sin la
misericordia yo, tú, todos nosotros, no podemos hacer nada. Veamos primero las
siete obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento; dar de
beber al sediento; vestir al desnudo; acoger al forastero; asistir al enfermo;
visitar a los presos; enterrar a los muertos. Gratis lo hemos recibido, gratis
lo hemos de dar. Estamos llamados a servir a Jesús crucificado en toda persona
marginada, a tocar su carne bendita en quien está excluido, tiene hambre o sed,
está desnudo, preso, enfermo, desempleado, perseguido, refugiado, emigrante.
Allí encontramos a nuestro Dios, allí tocamos al Señor. Jesús mismo nos lo ha
dicho, explicando el «protocolo» por el cual seremos juzgados: cada vez que
hagamos esto con el más pequeño de nuestros hermanos, lo hacemos con él (cf. Mt
25,31-46).
Después de las obras de misericordia corporales vienen las
espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir
al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia
a las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Nuestra credibilidad como cristianos depende del modo en que acogemos a los
marginados que están heridos en el cuerpo y al pecador herido en el alma. En la
acogida del emigrado que está herido en su cuerpo y en la acogida del pecador
que está herido en el alma, se juega nuestra credibilidad como cristianos!¡No
en las ideas: ahí!
Hoy la humanidad necesita hombres y mujeres, y en especial
jóvenes como vosotros, que no quieran vivir sus vidas «a medias», jóvenes
dispuestos a entregar sus vidas para servir generosamente a los hermanos más
pobres y débiles, a semejanza de Cristo, que se entregó completamente por
nuestra salvación. Ante el mal, el sufrimiento, el pecado, la única respuesta
posible para el discípulo de Jesús es el don de sí mismo, incluso de la vida, a
imitación de Cristo; es la actitud de servicio. Si uno, que se dice cristiano,
no vive para servir, no sirve para vivir. Con su vida reniega de Jesucristo.
En esta tarde, queridos jóvenes, el Señor os invita de nuevo
a que seáis protagonistas de vuestro servicio; quiere hacer de vosotros una
respuesta concreta a las necesidades y sufrimientos de la humanidad; quiere que
seáis un signo de su amor misericordioso para nuestra época. Para cumplir esta
misión, él os señala la vía del compromiso personal y del sacrificio de sí
mismo: es la vía de la cruz. La vía de la cruz es la vía de la felicidad de
seguir a Cristo hasta el final, en las circunstancias a menudo dramáticas de la
vida cotidiana; es la vía que no teme el fracaso, el aislamiento o la soledad,
porque colma el corazón del hombre de la plenitud de Cristo. La vía de la cruz
es la vía de la vida y del estilo de Dios, que Jesús manda recorrer a través
también de los senderos de una sociedad a veces dividida, injusta y corrupta.
La vía de la cruz no es una actitud sadomasoquista: la vía de
la cruz es la única que vence el pecado, el mal y la muerte, porque desemboca
en la luz radiante de la resurrección de Cristo, abriendo el horizonte a una
vida nueva y plena. Es la vía de la esperanza y del futuro. Quien la recorre
con generosidad y fe, da esperanza y futuro a la humanidad. Quien la recorre
con generosidad y con fe, siembra esperanza. Y yo querría que ustedes fueran
sembradores de esperanza.
Queridos jóvenes, en aquel Viernes Santo muchos discípulos
regresaron a sus casas tristes, otros prefirieron ir al campo para olvidar un
poco la cruz. Les pregunto: pero respondan cada uno en silencio, en su corazón,
en el propio corazón ¿Cómo deseáis regresar esta noche a vuestras casas, a
vuestros alojamientos, a vuestras tiendas? ¿Cómo deseáis volver esta noche a
encontraros con vosotros mismos? El mundo nos mira. Corresponde a cada uno de
vosotros responder al desafío de esta pregunta.
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