(RV).-
En el inmenso Campus Misericordiae de Cracovia, lugar de la
vigilia y, la mañana de este domingo, de la misa final de la Jornada
Mundial de la Juventud 2016, resonaron con energía las palabras del Papa
Francisco, invitando a los chicos y chicas del mundo a salir al encuentro de Jesús.
Homilía completa del Santo Padre
Francisco
Queridos jóvenes: han venido a
Cracovia para encontrarse con Jesús. Y el Evangelio de hoy nos habla
precisamente del encuentro entre Jesús y un hombre, Zaqueo, en Jericó (cf. Lc
19,1-10). Allí Jesús no se limita a predicar, o a saludar a alguien, sino que
quiere —nos dice el Evangelista— cruzar la ciudad (cf. v. 1). Con otras
palabras, Jesús desea acercarse a la vida de cada uno, recorrer nuestro camino
hasta el final, para que su vida y la nuestra se encuentren realmente.
Tiene lugar así el encuentro más
sorprendente, el encuentro con Zaqueo, jefe de los «publicanos», es decir, de
los recaudadores de impuestos. Así que Zaqueo era un rico colaborador de los
odiados ocupantes romanos; era un explotador de su pueblo, uno que debido a su
mala fama no podía ni siquiera acercarse al Maestro. Sin embargo, el encuentro
con Jesús cambió su vida, como sucedió, y cada día puede suceder, con cada uno
de nosotros. Pero Zaqueo tuvo que superar algunos obstáculos para encontrarse con
Jesús: al menos tres, que también pueden enseñarnos algo a nosotros.
El primero es la baja estatura:
Zaqueo no conseguía ver al Maestro, porque era bajo. También nosotros podemos
hoy caer en el peligro de quedarnos lejos de Jesús porque no nos sentimos a la
altura, porque tenemos una baja consideración de nosotros mismos. Esta es una
gran tentación, que no sólo tiene que ver con la autoestima, sino que afecta
también la fe. Porque la fe nos dice que somos «hijos de Dios, pues ¡lo somos!»
(1 Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra humanidad y
su corazón nunca se separará de nosotros; el Espíritu Santo quiere habitar en
nosotros; estamos llamados a la alegría eterna con Dios. Esta es nuestra
«estatura», esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de
Dios, siempre. Entiendan entonces que no aceptarse, vivir infelices y pensar en
negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse
la vuelta cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que
se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto
o error que lo haga cambiar de idea. Para Jesús —nos lo muestra el Evangelio—,
nadie es inferior y distante, nadie es insignificante, sino que todos somos predilectos
e importantes: ¡Tú eres importante! Y Dios cuenta contigo por lo que eres, no
por lo que tienes: ante él, nada vale la ropa que llevas o el teléfono móvil
que utilizas; no le importa si vas a la moda, le importas tú. A sus ojos,
vales, y lo que vales no tiene precio.
Cuando en la vida sucede que
apuntamos bajo en vez de a lo alto, nos puede ser de ayuda esta gran verdad:
Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más
de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros mismos,
que está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los «hinchas».
Siempre nos espera con esperanza, incluso cuando nos encerramos en nuestras
tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y el pasado. Pero complacerse
en la tristeza no es digno de nuestra estatura espiritual. Es más, es un virus
que infecta y paraliza todo, que cierra cualquier puerta, que impide que la
vida se reavive, que recomience. Dios, sin embargo, es obstinadamente
esperanzado: siempre cree que podemos levantarnos y no se resigna a vernos
apagados y sin alegría. Porque somos siempre sus hijos amados. Recordemos esto
al comienzo de cada día. Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración:
«Señor, te doy gracias porque me amas; haz que me enamore de mi vida». No de
mis defectos, que hay que corregir, sino de la vida, que es un gran regalo: es
el tiempo para amar y ser amado.
Zaqueo tenía un segundo obstáculo
en el camino del encuentro con Jesús: la vergüenza paralizante. Podemos
imaginar lo que sucedió en el corazón de Zaqueo antes de subir a aquella
higuera, habrá tenido una lucha afanosa: por un lado, la curiosidad buena de
conocer a Jesús; por otro, el riesgo de hacer una figura bochornosa. Zaqueo era
un personaje público; sabía que, al intentar subir al árbol, haría el ridículo
delante de todos, él, un jefe, un hombre de poder. Pero superó la vergüenza,
porque la atracción de Jesús era más fuerte. Habrán experimentado lo que sucede
cuando una persona se siente tan atraída por otra que se enamora: entonces
sucede que se hacen de buena gana cosas que nunca se habrían hecho. Algo
similar ocurrió en el corazón de Zaqueo, cuando sintió que Jesús era de tal
manera importante que habría hecho cualquier cosa por él, porque él era el
único que podía sacarlo de las arenas movedizas del pecado y de la infelicidad.
Y así, la vergüenza paralizante no triunfó: Zaqueo —nos dice el Evangelio—
«corrió más adelante», «subió» y luego, cuando Jesús lo llamó, «se dio prisa en
bajar» (vv. 4.6.). Se arriesgó y actuó. Esto es también para nosotros el
secreto de la alegría: no apagar la buena curiosidad, sino participar, porque
la vida no hay que encerrarla en un cajón. Ante Jesús no podemos quedarnos
sentados esperando con los brazos cruzados; a él, que nos da la vida, no
podemos responderle con un pensamiento o un simple «mensajito».
Queridos jóvenes, no se avergüencen
de llevarle todo, especialmente las debilidades, las dificultades y los
pecados, en la confesión: Él sabrá sorprenderlos con su perdón y su paz. No tengan
miedo de decirle «sí» con toda la fuerza del corazón, de responder con
generosidad, de seguirlo. No se dejen anestesiar el alma, sino aspiren a la
meta del amor hermoso, que exige también renuncia, y un «no» fuerte al doping
del éxito a cualquier precio y a la droga de pensar sólo en sí mismo y en la
propia comodidad.
Después de la baja estatura y la
vergüenza paralizante, hay un tercer obstáculo que Zaqueo tuvo que enfrentar,
ya no en su interior sino a su alrededor. Es la multitud que murmura, que primero
lo bloqueó y luego lo criticó: Jesús no tenía que entrar en su casa, en la casa
de un pecador. ¿Qué difícil es acoger realmente a Jesús, qué duro es
aceptar a un «Dios, rico en misericordia» (Ef 2,4). Puede que los
bloqueen, tratando de hacerles creer que Dios es distante, rígido y poco
sensible, bueno con los buenos y malo con los malos. En cambio, nuestro Padre
«hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45), y nos invita al valor
verdadero: ser más fuertes que el mal amando a todos, incluso a los enemigos.
Puede que se rían de ustedes, porque creen en la fuerza mansa y humilde de la
misericordia. No tengan miedo, piensen en cambio en las palabras de estos días:
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt
5,7). Puede que los juzguen como unos soñadores, porque creen en una nueva
humanidad, que no acepta el odio entre los pueblos, ni ve las fronteras de los
países como una barrera y custodia las propias tradiciones sin egoísmo y
resentimiento. No se desanimen: con su sonrisa y sus brazos abiertos predican
la esperanza y son una bendición para la única familia humana, tan bien
representada aquí por ustedes.
Aquel día, la multitud juzgó a
Zaqueo, lo miró con desprecio; Jesús, en cambio, hizo lo contrario: levantó los
ojos hacia él (v. 5). La mirada de Jesús va más allá de los defectos para ver a
la persona; no se detiene en el mal del pasado, sino que divisa el bien en el
futuro; no se resigna frente a la cerrazón, sino que busca el camino de la
unidad y de la comunión; en medio de todos, no se detiene en las apariencias,
sino que mira al corazón. Con esta mirada de Jesús, pueden hacer surgir una
humanidad diferente, sin esperar a que les digan «qué buenos son», sino
buscando el bien por sí mismo, felices de conservar el corazón limpio y de
luchar pacíficamente por la honestidad y la justicia. No se detengan en la
superficie de las cosas y desconfíen de las liturgias mundanas de la
apariencia, del maquillaje del alma para aparentar ser mejores. Por el
contrario, instalen bien la conexión más estable, la de un corazón que ve y
transmite el bien sin cansarse. Y esa alegría que han recibido gratis de Dios,
denla gratis (cf. Mt 10,8), porque son muchos los que la esperan.
Escuchamos por último las palabras
de Jesús a Zaqueo, que parecen dichas a propósito para nosotros en este
momento: «Date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa»
(v. 5). Jesús te dirige la misma invitación: «Hoy tengo que alojarme en tu
casa». La Jornada Mundial de la Juventud, podríamos decir, comienza hoy y
continúa mañana, en casa, porque es allí donde Jesús quiere encontrarnos a
partir de ahora. El Señor no quiere quedarse solamente en esta hermosa ciudad o
en los recuerdos entrañables, sino que quiere venir a tu casa, vivir tu vida
cotidiana: el estudio y los primeros años de trabajo, las amistades y los
afectos, los proyectos y los sueños. Cómo le gusta que todo esto se lo llevemos
en la oración. Él espera que, entre tantos contactos y chats de cada día, el
primer puesto lo ocupe el hilo de oro de la oración. Cuánto desea que su
Palabra hable a cada una de tus jornadas, que su Evangelio sea tuyo, y se
convierta en tu «navegador» en el camino de la vida.
Jesús, a la vez que te pide ir a tu
casa, como hizo con Zaqueo, te llama por tu nombre. Tu nombre es precioso para
él. El nombre de Zaqueo evocaba, en la lengua de la época, el recuerdo de Dios.
Fiarse del recuerdo de Dios: su memoria no es un «disco duro» que registra y
almacena todos nuestros datos, sino un corazón tierno de compasión, que se
regocija eliminando definitivamente cualquier vestigio del mal. Procuremos
también nosotros ahora imitar la memoria fiel de Dios y custodiar el bien que
hemos recibido en estos días. En silencio hagamos memoria de este encuentro,
custodiemos el recuerdo de la presencia de Dios y de su Palabra, reavivemos en
nosotros la voz de Jesús que nos llama por nuestro nombre. Así pues, recemos en
silencio, recordando, dando gracias al Señor que nos ha traído aquí y ha
querido encontrarnos.
(Raúl Cabrera- Radio Vaticano)
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