Texto completo
de la homilía del Papa Francisco
Queridos
hermanos y hermanas
En esta Vigilia hemos recorrido los momentos fundamentales de
la vida de Jesús, en compañía de María. Con la mente y el corazón hemos ido a
los días del cumplimiento de la misión de Cristo en el mundo. La Resurrección
como signo del amor extremo del Padre que devuelve vida a todo y es
anticipación de nuestra condición futura. La Ascensión como participación de la
gloria del Padre, donde también nuestra humanidad encuentra un lugar
privilegiado. Pentecostés, expresión de la misión de la Iglesia en la historia
hasta el fin de los tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además, en los
dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria del
Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la
Misericordia.
Por muchos aspectos, la oración del Rosario es la síntesis de
la historia de la misericordia de Dios que se transforma en historia de
salvación para quienes se dejan plasmar por la gracia. Los misterios que
contemplamos son gestos concretos en los que se desarrolla la actuación de Dios
para con nosotros. Por medio de la plegaria y de la meditación de la vida de
Jesucristo, volvemos a ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de
todos en las diversas necesidades de la vida. María nos acompaña en este
camino, indicando al Hijo que irradia la misericordia misma del Padre. Ella es
en verdad la Odigitria, la Madre que muestra el camino que estamos llamados a
recorrer para ser verdaderos discípulos de Jesús. En cada misterio del Rosario
la sentimos cercana a nosotros y la contemplamos como la primera discípula de
su Hijo, la que cumple la voluntad del Padre (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc
8,19-21).
La oración del Rosario no nos aleja de las preocupaciones de
la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos en la historia de todos los
días para saber reconocer en medio de nosotros los signos de la presencia de
Cristo. Cada vez que contemplamos un momento, un misterio de la vida de Cristo,
estamos invitados a comprender de qué modo Dios entra en nuestra vida, para
luego acogerlo y seguirlo. Descubrimos así el camino que nos lleva a seguir a
Cristo en el servicio a los hermanos. Cuando acogemos y asimilamos dentro de
nosotros algunos acontecimientos destacados de la vida de Jesús, participamos
de su obra de evangelización para que el Reino de Dios crezca y se difunda en
el mundo. Somos discípulos, pero también somos misioneros y portadores de
Cristo allí donde él nos pide estar presentes. Por tanto, no podemos encerrar
el don de su presencia dentro de nosotros. Por el contrario, estamos llamados a
hacer partícipes a todos de su amor, su ternura, su bondad y su misericordia.
Es la alegría del compartir que no se detiene ante nada, porque conlleva un
anuncio de liberación y de salvación.
María nos permite comprender lo que significa ser discípulo
de Cristo. Ella fue elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser
discípula. Su primer acto fue ponerse a la escucha de Dios. Obedeció al anuncio
del Ángel y abrió su corazón para acoger el misterio de la maternidad divina.
Siguió a Jesús, escuchando cada palabra que salía de su boca (cf. Mc 3,31-35;
Mt 12,46-50; Lc 8,19-21); conservó todo en su corazón (cf. Lc 2,19) y se
convirtió en memoria viva de los signos realizados por el Hijo de Dios para
suscitar nuestra fe. Sin embargo, no basta sólo escuchar. Esto es sin duda el
primer paso, pero después lo que se ha escuchado es necesario traducirlo en
acciones concretas. El discípulo, en efecto, entrega su vida al servicio del
Evangelio.
De este modo, la Virgen María acudió inmediatamente a donde
estaba Isabel para ayudarla en su embarazo (cf. Lc 1,39-56); en Belén dio a luz
al Hijo de Dios (cf. Lc 2,1-7); en Caná se ocupó de los dos jóvenes esposos
(cf. Jn 2,1-11); en el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció
ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia
(cf. Jn 19,25-27); después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos
en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos
valientes del Evangelio (cf. Hch 1,14). A lo largo de su vida, María ha
realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su
fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su
abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los
demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren.
En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia
divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.
Invoquemos en esta tarde a nuestra tierna Madre del cielo,
con la oración más antigua con la que los cristianos se dirigen a ella, sobre
todo en los momentos de dificultad y de martirio. Invoquémosla con la certeza
de saber que somos socorridos por su misericordia maternal, para que ella,
«gloriosa y bendita», sea protección, ayuda y bendición en todos los días de
nuestra vida: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches
las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos
siempre de todo peligro, Oh Virgen gloriosa y bendita».
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