Texto
completo de la homilía del Santo Padre:
La palabra de Dios nos presenta hoy
dos aspectos esenciales de la vida cristiana: la fe y el servicio.
A propósito de la fe, le hacen al
Señor dos peticiones concretas.La primera es del profeta Habacuc, que suplica a
Dios para que intervenga y restablezca la justicia y la paz, que los hombres
han destruido con la violencia, las disputas y las contiendas: «¿Hasta cuándo,
Señor, - dice - pediré auxilio sin que tú me escuches?» (Ha 1,2). Dios, en su
respuesta, no interviene directamente, no resuelve la situación de modo brusco,
no se hace presente con la fuerza. Al contrario, invita a esperar con
paciencia, sin perder nunca la esperanza; sobre todo, subraya la importancia de
la fe. Porque el hombre vivirá por su fe (cf. Ha 2,4). Así actúa Dios también
con nosotros: no favorece nuestros deseos de cambiar el mundo y a los demás de
manera inmediata y continuamente, sino que busca ante todo curar el corazón, mi
corazón, tu corazón, el corazón de cada uno; Dios cambia el mundo cambiando
nuestros corazones, y esto no puede hacerlo sin nosotros. El Señor quiere que
le abramos la puerta del corazón para poder entrar en nuestra vida. Este
abrirnos a él, esta confianza en él es precisamente lo que ha vencido al mundo:
nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4). Porque cuando Dios encuentra un corazón abierto y
confiado, allí puede hacer sus maravillas.
Pero tener fe, una fe viva, no es
fácil, y de ahí la segunda petición, esa que los Apóstoles dirigen al Señor en
el Evangelio: «Auméntanos la fe» (Lc 17,6). Es una hermosa súplica, una oración
que también nosotros podríamos dirigir a Dios cada día. Pero la respuesta
divina es sorprendente, y también en este caso da la vuelta a la petición: «Si
tuvierais fe...». Es él quien nos pide a nosotros que tengamos fe. Porque la
fe, que es un don de Dios y hay que pedirla siempre, también requiere que
nosotros la cultivemos. No es una fuerza mágica que baja del cielo, no es una
«dote» que se recibe de una vez para siempre, ni tampoco un superpoder que
sirve para resolver los problemas de la vida. Porque una fe concebida para
satisfacer nuestras necesidades sería una fe egoísta, totalmente centrada en
nosotros mismos. No hay que confundir la fe con el estar bien o sentirse bien,
con el ser consolados para que tengamos un poco de paz en el corazón. La fe es
un hilo de oro que nos une al Señor, la alegría pura de estar con él, de estar
unidos a él; es un don que vale la vida entera, pero que fructifica si nosotros
ponemos nuestra parte.
Y, ¿cuál es nuestra parte? Jesús
nos hace comprender que es el servicio. En el Evangelio, en efecto, el Señor
pone las palabras sobre el servicio después de las referidas al poder de la fe.
Fe y servicio no se pueden separar, es más, están estrechamente unidas,
enlazadas entre ellas. Para explicarme, quisiera usar una imagen que os es
familiar, la de una bonita alfombra: vuestras alfombras son verdaderas obras de
arte y provienen de una antiquísima tradición. También la vida cristiana de
cada uno viene de lejos, y es un don que hemos recibido en la Iglesia y que
proviene del corazón de Dios, nuestro Padre, que desea hacer de cada uno de
nosotros una obra maestra de la creación y de la historia. Cada alfombra, lo
sabéis bien, se va tejiendo según la trama y la urdimbre; sólo gracias a esta
estructura el conjunto resulta bien compuesto y armonioso. Así sucede en la
vida cristiana: hay que tejerla cada día pacientemente, entrelazando una trama
y una urdimbre bien definidas: la trama de la fe y la urdimbre del servicio.
Cuando a la fe se enlaza el servicio, el corazón se mantiene abierto y joven, y
se ensancha para hacer el bien. Entonces la fe, como dice Jesús en el
Evangelio, se hace fuerte y realiza maravillas. Si avanza por este camino,
entonces madura y se fortalece, a condición de que permanezca siempre unida al
servicio.
Pero, ¿qué es el servicio? Es
posible pensar que consista sólo en ser fieles a nuestros deberes o en hacer
alguna obra buena. Pero para Jesús es mucho más. En el Evangelio de hoy, él nos
pide, incluso con palabras muy fuertes, radicales, una disponibilidad total,
una vida completamente entregada, sin cálculos y sin ganancias. ¿Por qué es tan
exigente? Porque él nos ha amado de ese modo, haciéndose nuestro siervo «hasta
el extremo» (Jn 13,1), viniendo «para servir y dar su vida» (Mc 10,45). Y esto
sucede aún hoy cada vez que celebramos la Eucaristía: el Señor se presenta
entre nosotros y, por más que nosotros nos propongamos servirlo y amarlo, es
siempre él quien nos precede, sirviéndonos y amándonos más de cuanto podamos
imaginar y merecer. Nos da su misma vida. Y nos invita a imitarlo, diciéndonos:
«El que quiera servirme que me siga» (Jn 12,26).
Por tanto, no estamos llamados a
servir sólo para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo
siervo por amor nuestro. Y no estamos llamados a servir de vez en cuando, sino
a vivir sirviendo. El servicio es un estilo de vida, más aún, resume en sí todo
el estilo de vida cristiana: servir a Dios en la adoración y la oración; estar
abiertos y disponibles; amar concretamente al prójimo; trabajar con entusiasmo
por el bien común.
También los creyentes sufren
tentaciones que alejan del estilo de servicio y terminan por hacer la vida
inservible. ¡Donde no hay servicio la vida es inservible! Aquí podemos destacar
dos. Una es dejar que el corazón se vuelva tibio. Un corazón tibio se encierra
en una vida perezosa y sofoca el fuego del amor. Un corazón tibio se cierra en
una vida que sofoca, con su pereza, el fuego del amor. El que es tibio vive
para satisfacer sus comodidades, que nunca son suficientes, y de ese modo nunca
está contento; poco a poco termina por conformarse con una vida mediocre. El
tibio reserva a Dios y a los demás algunos «porcentajes» de su tiempo y de su
corazón, sin exagerar nunca, sino más bien buscando siempre recortar. Así su
vida pierde sabor: es como un té que era muy bueno, pero que al enfriarse ya no
se puede beber. Estoy convencido de que vosotros, viendo los ejemplos de
quienes os han precedido en la fe, no dejaréis que vuestro corazón se vuelva
tibio. Toda la Iglesia, que tiene una especial simpatía por vosotros, os mira y
os anima: sois un pequeño rebaño pero de gran valor a los ojos de Dios.
Hay una segunda tentación en la que
se puede caer, no por ser pasivos, sino por ser «demasiado activos»: es la de
pensar como dueños, de trabajar sólo para ganar prestigio y llegar a ser
alguien. Entonces, el servicio se convierte en un medio y no en un fin, porque
el fin es ahora el prestigio, después vendrá el poder, el querer ser grandes.
«Entre vosotros —nos recuerda Jesús a todos— no será así: el que quiera ser
grande entre vosotros que sea vuestro servidor» (Mt 20,26). Así se edifica y se
embellece la Iglesia. Retomo la imagen de la alfombra, aplicándola a vuestra
hermosa comunidad: cada uno de vosotros es como un espléndido hilo de seda,
pero sólo si los distintos hilos están bien entrelazados crean una bella
composición; solos, no sirven. Permaneced siempre unidos, viviendo humildemente
en caridad y alegría; el Señor, que crea la armonía en la diferencia, os
custodiará.
Que nos ayude la intercesión de la
Virgen Inmaculada y de los santos, en particular santa Teresa de Calcuta, los
frutos de cuya fe y servicio están entre vosotros. Acojamos algunas de sus
espléndidas palabras, que resumen el mensaje de hoy y dice así: «El fruto de la
fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la
paz» (Camino de sencillez, Introducción).
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