Respuesta
de Mons. Sebastián a los interrogantes: ¿Es que es posible evangelizar la vida
pública? Y dicho de forma más incisiva ¿es legítimo tratar de evangelizar la
vida pública? ¿Acaso las actuaciones públicas de las personas no responden a
sus convicciones y a sus apetencias más íntimas y profundas? ¿Cómo la
decisión de una persona que afecta a cuarenta millones de personas puede estar
exenta de unas exigencias y de una calificación moral?
Antes de comenzar a
exponer mi tema, quiero felicitar a los organizadores de este congreso que me
parece oportunísimo. La presencia y actuación de los cristianos en la sociedad
es una cuestión abierta entre nosotros desde hace muchos años.
El tema que los
organizadores me han encomendado es Aportación
de los cristianos a la vida pública.
Una cuestión de
primera importancia, un asunto muy atractivo pero cuando se dispone uno a
trabajarlo aparecen muchas dificultades.
Lo primero es que hay
que concretar los términos de la cuestión. ¿De qué cristianos hablamos? Los
clérigos también somos cristianos, pero no tenemos la misma función en la vida
política que los seglares. Aquí nos referimos a los cristianos seglares, a los
cristianos que viven y actúan en la sociedad secular. Pero estos pueden ser
practicantes y fervorosos, o bien alejados y casi indiferentes. ¿Podemos
esperar lo mismo de todos ellos?
Por otra parte no vale
refugiarse en la doctrina general, hay que referirse a la situación española,
la situación de la política y las disposiciones de nuestros cristianos.
A mí, que soy clérigo,
no se me puede pedir un plan concreto de actuaciones de los cristianos en la
vida pública española. No es de mi competencia. Aunque quisiera, no podría
hacerlo de manera responsable. No conozco los entresijos reales de la situación
política española, y en estas condiciones es difícil conocer las posibilidades
reales de influencia.
Nos tendremos que
quedar en una zona media que sigue siendo teórica, pero que tiene en cuenta la
situación concreta de nuestra sociedad, y se asoma al terreno de la práctica
sugiriendo las posibles aplicaciones de la doctrina.
I. Una
cuestión previa
Cuando nos ponemos a
reflexionar sobre el cómo evangelizar la vida pública, salta inmediatamente una
pregunta que cuestiona radicalmente nuestra preocupación. ¿Es que es posible
evangelizar la vida pública? Y dicho de forma más incisiva ¿es legítimo tratar
de evangelizar la vida pública? En nuestro ambiente domina la idea de que la
vida pública tiene que estar exenta de cualquier influencia religiosa. La
religión es tolerable únicamente en el ámbito de la vida privada. Si nos
paramos a pensar, la distinción entre vida pública y privada es difícil de
mantener. ¿Acaso las actuaciones públicas de las personas no responden a sus
convicciones y a sus apetencias más íntimas y profundas? Si la decisión de una
persona en el ámbito familiar, que afecta sólo a cuatro personas, es por eso
mismo calificada moralmente; ¿cómo la decisión de una persona que afecta a
cuarenta millones de personas puede estar exenta de unas exigencias y de una
calificación moral?
La unidad de la
persona impide aceptar la separación entre vida privada y vida pública, y por
tanto impide también aceptar la doctrina de la inmunidad religiosa de la vida
pública. Las decisiones de las personas en la vida pública tienen repercusiones
sobre muchas personas, estas repercusiones son buenas o malas, justas o
injustas, y de ahí les viene su moralidad a las decisiones políticas.
Las decisiones
políticas son decisiones personales, que tienen una finalidad y un objeto,
justo o injusto. El fin y el objetivo de estas decisiones dan moralidad justa o
injusta a los actos políticos.
No es correcto
objetivar las actividades de las personas como si fueran cosas en sí,
independientes del ser y del actuar de las personas. La vida pública de un
gobernante, de un ministro, de un político cualquiera, son actividades de una
persona, y como tales tienen que verse afectadas y regidas por unas
convicciones y unos criterios morales que cada persona recibe y mantiene en
función de sus convicciones personales, sean religiosas o laicas.
Por otra parte la fe
religiosa, para quien la tiene, es algo que afecta al conjunto de la persona,
su visión del mundo real en el que se mueve, sus proyectos de vida y sus
criterios de comportamiento. No es posible para un creyente ni parcelar su vida
ni restringir la influencia de su fe en el conjunto de sus responsabilidades y
actuaciones.
En las actuaciones
públicas como en las privadas el cristiano actúa con los mismos principios
morales de caridad y de justicia. No siempre las exigencias morales son las
mismas en lo público que en lo privado. Pero eso no es porque cambien los
principios, sino porque cambian las circunstancias que se deben tener en
cuenta. En concreto por la necesidad de tener en cuenta el respeto a la
libertad de las personas y a las múltiples circunstancias en las que viven.
El deseo de restringir
la influencia de las convicciones religiosas al ámbito de la vida privada
responde a varias razones. Unos pueden pensar que la evangelización de la vida
pública puede significar una imposición abusiva de las propias convicciones
religiosas y morales a los ciudadanos en general. La respuesta a este temor es
clara y directa, la religión cristiana obliga a respetar la libertad personal y
especialmente la libertad de conciencia de los ciudadanos. Otros pueden pensar
que la religión deforma la visión objetiva de la realidad. En el fondo de esta
manera de pensar, late la convicción de la naturaleza subjetiva de la religión
y su incompatibilidad con una visión objetiva de la realidad. Nuestra respuesta
es fácil de entender, la fe cristiana, como consecuencia de su fe en la
creación del mundo por el Dios que adoramos, reclama el reconocimiento de la
verdad objetiva de las cosas y de la vida de los hombres como punto de partida
para un reconocimiento verdadero de la voluntad y de la providencia de Dios.
Puede haber también otra razón en contra de la influencia de la religión en la
vida pública, dado el carácter opcional de la religión y de las religiones, la
variedad de posturas religiosas ante los acontecimientos puede ser causa de
conflictos en la sociedad. Por lo cual, para evitar dificultades y tensiones,
decidimos eliminar las cuestiones religiosas de todo lo que sea público.
Esta solución implica
la imposición del laicismo como terreno común de la convivencia, en contra de
la libertad y de la pluralidad cultural y religiosa de nuestra sociedad. La
respuesta católica a este planteamiento es la defensa de la tolerancia y de la
convivencia por encima de las diferencias. Puesto que en nuestra sociedad hay
gentes de diferentes religiones y de ninguna religión, y dado que todos
queremos la convivencia razonable y pacífica, establezcamos el principio de la
libertad y la tolerancia sobre la base de unos principios comunes fundados en
la recta razón y en la tradición cultural de nuestra nación.
Visión
positiva
La mejor manera de
justificar la necesidad de evangelizar la vida pública es enunciar brevemente
cómo entendemos los católicos esta expresión y que contenidos tiene para
nosotros la evangelización de la vida pública. “Evangelizar” la vida pública no
quiere decir imponer las convicciones religiosas o morales a nadie. No quiere
decir tampoco impregnar religiosamente la vida de la sociedad.
Desde el punto de
vista católico, “evangelizar la vida pública” significa tratar de ajustar la
convivencia social a las exigencias de la justicia y del bien común, crear las
condiciones sociales necesarias para que todos los ciudadanos pueden alcanzar
los legítimos objetivos de su vida y sus aspiraciones razonables, proteger los
derechos de los ciudadanos en el campo de la libertad y la seguridad, la
enseñanza y la sanidad, el trabajo y la propiedad, la vida personal y familiar.
No se trata de imponer nada a nadie, ni menos de aprovechar la autoridad
política con fines proselitistas. Eso serían abusos que si alguna vez
existieron ahora resultarían intolerables.
La fe cristiana nos
pide actuar en cada situación de acuerdo con la naturaleza de las cosas, y en
el caso de la vida pública lo que nos pide es contribuir, cada uno a su manera
y según sus posibilidades específicas al bien de todos, creando o colaborando
para crear un marco de convivencia en el que cada cual pueda alcanzar sus
legítimas aspiraciones viviendo y actuando en libertad y justicia según sus
propias capacidades y según sus criterios de conciencia.
La democracia solo
puede existir sobre la base de unas verdades y de unos valores compartidos y
respetados por todos, fundados en la propia historia, y más radicalmente en la
condición humana concreta, tal como la ha vivido y la sigue viviendo cada
pueblo, en solidaridad interior y en convergencia universal con los demás
pueblos. El relativismo, la voluntad ilimitada de libertad, sin aceptar las
exigencias de la solidaridad, hace imposible la convivencia y la misma
libertad. Para nosotros, y en nuestro caso, queda claro que una constitución
democrática debe tutelar en calidad de fundamento los valores culturales y
morales provenientes de la fe cristiana, declarándolos inviolables,
precisamente en nombre de la libertad y de la convivencia [CARD. RATZINGER, Entrevista en el diario
“La Repubblica” en nov. 2004, en JOSÉ PEDRO MANGLANO, Nadar contra corriente, Planeta, 2011, p.80 ]. Actuar de otra manera, por ejemplo reconociendo el derecho a
abortar, es agredir la conciencia moral y atacar la identidad cultural de un
pueblo. Un pueblo consciente y libre no puede tolerar semejantes atropellos.
II.
Doctrina general de la Iglesia
No voy a hacer una
larga exposición de la doctrina católica sobre estos puntos. Basta recoger unos
cuantos principios. Comencemos por el Concilio Vaticano II. He aquí las ideas
más importantes.
La fe nos obliga a
cumplir nuestros deberes de caridad y justicia en los asuntos temporales (GS,
n. 43)
Todo lo que la Iglesia
pueda ofrecer a la sociedad civil lo hace por su naturaleza de signo e
instrumento de la salvación universal. Los bienes terrenos aumentan la gloria
de Dios y ayudan a conseguir la salvación eterna. (ib, n. 45)
No puede haber
incomunicación entre la vida religiosa y las actividades temporales (ib.)
Tiene que haber unidad
y compatibilidad entre la vida religiosa y las ocupaciones temporales (ib.)
Las tareas y
ocupaciones temporales corresponden propiamente a los laicos, aunque no
exclusivamente (ib.)
● Ellos actúan como ciudadanos
respetando las leyes propias de cada actividad con verdadera competencia
● Colaboran con quienes persiguen los
mismos fines
● “Corresponde a la conciencia de los
laicos, debidamente formada, inscribir la ley divina en la ciudad terrena”
● Deben impregnar el mundo del
espíritu cristiano y han de ser también testigos de Cristo en la sociedad
humana.
● Los pastores deben ofrecerles
iluminación doctrinal y fortaleza espiritual.
Nadie puede
reivindicar para sí de manera exclusiva la representación de la Iglesia.
Es posible y legítimo
que los cristianos, actuando sinceramente según su conciencia, tengan opiniones
diferentes sobre los mismos asuntos.
El Concilio señala
“algunos problemas más urgentes” en los que los cristianos tienen más
posibilidades o más obligación de intervenir y de hacer sus aportaciones.
El
matrimonio y la familia
El bien temporal y eterno de las personas depende en buena
medida de la salud de esta comunidad de amor y de vida. Por eso los cristianos
la tienen que tener en gran aprecio y colaborar cuanto puedan para su
prosperidad. El reconocimiento del matrimonio y de la familia encuentra hoy
muchas dificultades, de ahí la necesidad de “promover y proteger la dignidad
natural del matrimonio” (n.47)
El matrimonio es una
“comunidad de vida y amor conyugal, establecida por el Creador” como
“institución estable”, nacida del mutuo consentimiento y compromiso. (n.48).
Es “escuela del más
rico humanismo”, “fundamento de la sociedad”, por lo cual “el poder civil ha de
considerar como un sagrado deber suyo el reconocimiento de la verdadera
naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y fomentarla, asegurar la
moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. (ib.).
Los cristianos pueden
y deben contribuir al bien de las familias de muchas maneras, ante todo con su
ejemplo personal y familiar, con su competencia profesional (biólogos,
psicólogos, sociólogos, políticos), con asociaciones, intervenciones en los
medios de comunicación, en instituciones educativas.
La
cultura
La cultura es esencial
para el crecimiento de las personas y el desarrollo de la sociedad. (n.53)
El crecimiento de la
cultura es conforme con el plan de Dios, prepara al hombre para recibir la
buena nueva del evangelio, lo libera para dedicarse a las actividades más altas
del espíritu y de la fraternidad humana. Por eso es tarea de la Iglesia y de
los cristianos purificar, fomentar y difundir la cultura, favorecer el
encuentro y la comunicación pacífica y fecunda entre las culturas de los
diversos pueblos. (58)
Debemos defender la
libertad de la cultura y su verdadero ordenamiento al bien de todo el hombre y
de todos los hombres, sin servir los intereses de la clase política ni de
ningún grupo de presión.
Es obligación nuestra
defender y fomentar el derecho de todos los hombres a la cultura, a los bienes
básicos culturales que les permitan intervenir en la vida pública con libertad
y responsabilidad (60)
Los cristianos deben
conocer la cultura de su tiempo y procurar armonizarla con las verdades de la
fe y las exigencias de la moral cristiana.
La
vida económica y social
Es preciso someterla
al bien del hombre, pues el hombre es el autor, y el fin de toda la actividad y
la vida económica y social (n.63)
Existen muchas
desigualdades y desequilibrios. Es deber de los cristianos trabajar para que la
actividad económica se mantenga ordenada al bien común, no caiga bajo el poder
de grupos cerrados, que se fomente la creación de bienes y se favorezca una
distribución justa de los mismos.
Es preciso defender la
dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores. (67)
En cualquier sistema y
en toda circunstancia hay que tener en cuenta el destino universal de los
bienes de la tierra. Todo hombre tiene derecho a poseer los bienes necesarios
para asegurar su vida y la de su familia.
En toda actividad
económica y social debemos procurar la justicia bajo la inspiración de la
caridad.
En la
vida política
La Iglesia alaba a los
cristianos que se dedican a la gestión de la vida pública mediante el ejercicio
de la política. Es bueno fomentar el asociacionismo de personas, familias y
diferentes grupos humanos. No hay que conceder demasiado poder a las
instituciones políticas.
Los cristianos debemos
fomentar el sentido interior de justicia, el servicio del bien común y la
verdadera naturaleza y justo ejercicio de la autoridad política. (n. 74)
Es también tarea de
los cristianos la defensa de la paz mediante el ejercicio de la justicia y el
fomento de las relaciones y de la colaboración internacionales
Juan
Pablo II (Christifideles
Laici)
El Papa recuerda cómo
la exhortación Evangelii nuntiandi, que tanta y tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la
diversificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión
evangelizadora de la Iglesia, recuerda que «el campo propio de su actividad
evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad
social, de la economía; así como también de la cultura, de las ciencias y de
las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y
también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como
el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el
trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos haya compenetrados con
el espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente
comprometidos en ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que
desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada, tanto
más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios —y por tanto
de la salvación en Jesucristo─, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente
humano, sino manifestando una dimensión trascendente a menudo
desconocida»(n.23)
Ciertamente urge en
todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la
condición es que se
rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones.
La síntesis vital
entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos
sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el
miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para
que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más
conformes a la dignidad humana.
Precisamente en este
sentido se había expresado, repetidamente y con singular claridad y fuerza, el
Concilio Vaticano II en sus diversos documentos. Volvamos a leer un texto
—especialmente clarificador— de la Constitución Gaudium et spes:
«Ciertamente la Iglesia, persiguiendo su propio fin salvífico, no sólo comunica
al hombre la vida divina, sino que, en cierto modo, también difunde el reflejo
de su luz sobre el universo mundo, sobre todo por el hecho de que sana y eleva
la dignidad humana, consolida la cohesión de la sociedad, y llena de más
profundo sentido la actividad cotidiana de los hombres. Cree la Iglesia que de
esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede
ofrecer una gran ayuda para hacer más humana la familia de los hombres y su
historia» [134].
En esta contribución a
la familia humana de la que es responsable la Iglesia entera, los fieles laicos
ocupan un puesto concreto, a causa de su «índole secular», que les compromete,
con modos propios e insustituibles, en la animación cristiana del orden
temporal. En todo momento queda claro que la capacidad de influencia de la
Iglesia y de los cristianos en la vida social y pública, es proporcional a la
vitalidad religiosa, a la autenticidad de vida cristiana, de cada persona, de
cada grupo, de cada comunidad eclesial. La secularización de la Iglesia, el
intento de someter la vida o el magisterio de la Iglesia a las imposiciones de
los políticos o a las tendencias ideológicas de los grupos políticos, debilita
su fuerza moral y merma su capacidad de influencia. Curiosamente, la Iglesia
purificada de toda politización, es más más influyente en la sociedad que las
Iglesias politizadas y secularizadas.
El Papa señala como un
objetivo central de la influencia de la Iglesia en la vida social, el
Promover la dignidad
de la persona
37. Redescubrir y hacer redescubrir
la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es
más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la
Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia
humana.
Como consecuencia de este
reconocimiento de la dignidad de la persona, el Papa señala,
El derecho a la vida
La familia
Colocar al hombre en el centro de toda
actividad económico-social
43. El servicio a la sociedad por
parte de los fieles laicos encuentra su momento esencial en la cuestión económico-social, que tiene
por clave la organización del trabajo.
La gravedad actual de los problemas
que implica tal cuestión, considerada bajo el punto de vista del desarrollo y
según la solución propuesta por la doctrina social de la Iglesia, ha sido
recordada recientemente en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, a la que remito encarecidamente a todos, especialmente a
los fieles laicos.
Benedicto
XVI
Ha hablado en muchísimas ocasiones. Lo fundamental de su
pensamiento lo expresó admirablemente en su primera encíclica, No es misión de
la fe ni de la Iglesia construir la sociedad justa. Esta tarea es misión del
hombre en general, de la sociedad entera, con sus instrumentos, con su razón.
La fe nos ayuda a los
cristianos en el cumplimiento de esta tarea común. Ella nos ayuda, en primer
lugar, a descubrir los fundamentos y las exigencias de la justicia, y, en
segundo lugar, nos proporciona la fortaleza necesaria para realizarla y para no
ceder ante las presiones de la ambición, de la codicia, de los intereses
particulares.
Conferencia
Episcopal Española (Católicos
en la vida pública), en 1986,
Los Obispos españoles
justifican ampliamente la legitimidad de la intervención de los católicos en la
vida pública y señalan estos objetivos principales.
Defensa de la dignidad
de la persona, de la libertad y del protagonismo social en la vida cultural,
moral y política.
Distribuir
equitativamente los costes de la crisis. (p.398)
La vida en libertad no
es posible sin un alto grado de responsabilidad moral. Los ciudadanos en
general, y los cristianos en particular, necesitamos una conciencia moral bien
formada y efectiva para poder actuar correctamente en el comportamiento
personal y social.
Originalidad de los
cristianos. Los cristianos, gracias a nuestra fe, estamos en excelentes condiciones
para actuar en la vida social y pública de manera positiva. La fe clarifica
nuestro conocimiento de los necesarios principios morales, nos sostiene en un
estilo de vida justo, por encima de toda cautividad ideológica, aplicable a la
vida personal, familiar, profesional y política.
Los Obispos afirman la
necesidad de las asociaciones de cristianos, unas con fines eclesiales y otras,
dotadas de la autonomía necesaria, con fines civiles. Estas últimas tienen que
ser autónomas, independientes de la potestad religiosa. Tales asociaciones
resultan indispensables en el campo de la familia y de la educación, de la vida
profesional y cultural, así como en el campo de la política.
III.
Aplicaciones concretas a la situación española
En estos momentos no
podemos conformarnos con pensar de un manera intemporal y desconectada de la
realidad. No podemos ignorar que nuestra sociedad está padeciendo las
consecuencias de un grave deterioro moral, institucional y político. Cualquier
observador imparcial tiene que reconocer que el deterioro de nuestra
convivencia proviene del relativismo y de la inseguridad moral que padecen
muchas personas. Al alejarnos de toda religiosidad hemos perdido la claridad de
la conciencia moral, hemos sustituido la moral objetiva fundada en el bien de
la naturaleza, por una moral del todo subjetiva, cambiante, oportunista y
relativista, que termina justificando el bien propio al margen de los posibles
derechos de los demás. La afirmación de la libertad omnímoda de los más fuertes
termina siendo el único y último criterio de moralidad y de justicia.
Precisamente porque la
aportación de la fe cristiana a la vida personal y pública es singularmente de
orden moral por eso es hoy más necesaria y urgente. En todos los ámbitos y niveles
de la vida eclesial española, desde la Conferencia Episcopal, hasta las
parroquias, asociaciones y movimientos, tendría que resonar hoy esta pregunta,
¿qué podemos, qué debemos aportar hoy los cristianos a la vida social y pública
de la sociedad española?
Somos conscientes de
que hoy la opinión pública española padece muchos malentendidos acerca de lo
que significa la fe y la realidad católica de España. Sabemos también cómo hay
un fuerte resentimiento contra el catolicismo que hace muy difícil la presencia
y la influencia de los católicos en la vida pública. Pero estos datos
demuestran la necesidad de esta presencia y la urgencia de una clarificación
teórica y práctica en estas cuestiones que haga posible el entendimiento y la
colaboración entre creyentes y no creyentes, católicos y laicos. Católicos y no
católicos, Iglesia e instituciones civiles tendríamos que hablar serenamente y
buscar el modo de colaborar en una recuperación de la conciencia moral de
nuestra sociedad. Estamos lejos de poder hacerlo seriamente. Son demasiadas las
distancias, son demasiadas las sospechas, son demasiadas las exclusiones.
Para no dejarnos
llevar de ilusiones carentes de realismo, comencemos por reconocer que para
influir en la vida pública, lo primero que necesitamos es la existencia de un
número suficiente de fieles cristianos laicos, bien formados, espiritualmente convencidos
y convertidos, dispuestos a entrar y trabajar en la vida política con libertad
y responsabilidad, en plena coherencia con una conciencia cristiana clara y
exigente. No necesitamos una presencia cualquiera de cristianos en la política
sino una presencia coherente, vocacional, realmente misionera, limpia de
ambiciones temporales.
Antes de pensar en
posibles maravillas, tenemos que poder contar con un laicado potente,
espiritual y socialmente, que cuente con una buena formación, doctrinal y social,
dispuesto a actuar públicamente en coherencia con la fe cristiana, sin miedo a
soportar la incomodidad que esto le pueda traer, rompiendo con el tabú de la
“clandestinidad religiosa”, plenamente convencido de la fecundidad social y
política de la conciencia cristiana, actuando en colaboración con cuantos
quieran actuar en política con esta misma inspiración moral.
Esto requiere que la
Iglesia promueva lugares de formación y personas capaces de acompañar y de
ayudar. Requiere también el reconocimiento de la libertad y legítimas
diferencias entre los cristianos. Y requiere la suficiente madurez para
intentar imponer a la comunidad cristiana las propias preferencias o
estrategias políticas.
Objetivos
concretos
La presencia de los
cristianos en la vida pública española, actuando de acuerdo con una conciencia
bien formada, de manera aislada o asociada, tendría que comprometerse en puntos
como:
● La moralización de la vida pública,
luchando contra el desastre y la vergüenza de la corrupción, la mala gestión,
el enchufismo.
● Proponer como norma magna en toda
actuación política el servicio al bien común, la exclusión de todo partidismo,
electoralismo y cualquier mira particularista en las decisiones de gobierno.
● Desterrar la mentira. Defender y
practicar la veracidad, la información, la participación efectiva, el respeto a
la verdad y a la calidad de la opinión pública, por encima de improvisaciones,
manipulaciones, servilismos, etc.
● El protagonismo de la sociedad
sobre las instituciones, ponen las instituciones al servicio de la sociedad y
no la sociedad al servicio de las instituciones. No esperar demasiado de las
instituciones públicas
● La limitación de los poderes y del
expansionismo de la administración pública (n. 75)
● La renovación de la educación en
todos sus niveles
● La puesta en marcha de políticas
familiares enérgicas y efectivas,
● Apertura prudente, responsable y
cauta a la inmigración
● Eliminar los elementos de división
y enfrentamiento entre los españoles, favoreciendo políticas de reconciliación,
convivencia y tolerancia de todos los españoles, por encima de las diferencias
culturales, religiosas y territoriales.
● Fomentar la educación social y
política de los jóvenes
Una
cuestión pendiente
Un día u otro, tanto
desde la Iglesia como desde la sociedad civil, los españoles tendremos que
plantearnos una cuestión importante: ¿Es conveniente alguna intervención
colectiva de los cristianos en la vida política? Desde 1976 la postura generalizada
es que no. Mi postura personal es que sí.
La razón es sencilla,
en la vida social la verdadera influencia solo se consigue mediante la
presencia y la intervención de asociaciones capaces de hacerse respetar y que
tengan la suficiente fuerza como para obligar a las instituciones públicas a
tenerlas en cuenta. Estas asociaciones pueden ser de distinta naturaleza y
actuar en terrenos diferentes.
Estas asociaciones
pueden ser en primer lugar, intraeclesiales o civiles. Las primeras resultan indispensables
para formar y apoyar a los fieles cristianos que quieran intervenir
cristianamente en la vida pública. Las asociaciones son plataformas
indispensables para que los cristianos intervengan como tales en los diversos
sectores de la vida social y política.
1º, En el caso de las
asociaciones civiles, podemos pensar, primeramente, en asociaciones civiles, de
utilidad social, no estrictamente políticas, como asociaciones profesionales,
familiares, culturales.
2º, Y podemos pensar
también en asociaciones que intervengan más directamente en la vida pública.
Estas asociaciones pueden ser de orden prepolítico, ordenadas directamente a
influir en la opinión pública o la formación política de los ciudadanos; y
pueden ser también estricta y directamente políticas, con tal de que tengan un
estatuto plenamente civil, de modo que sus miembros actúen como ciudadanos, en
igualdad de condiciones con los demás, bajo su propia responsabilidad, sin injerencias
de la Jerarquía, sin atribuirse la representatividad de la Iglesia y respetando
la libertad y legítima variedad de opinión de los cristianos en asuntos
políticos.
No estoy hablando
acerca de la oportunidad o no oportunidad de hacer algo semejante en estos
momentos. El juicio sobre la oportunidad o no oportunidad, sobre lo que en cada
momento interesa o no interesa, no es un juicio doctrinal, ni siquiera
pastoral, sino que es un juicio político, que a mí no me corresponde hacer.
Estoy hablando en el terreno de los principios y de la doctrina, Y digo
simplemente que la Iglesia y los cristianos en España no estaremos bien
situados en una sociedad democrática, ni la democracia española será madura y
bien asentada, hasta que haya algo de esto, hasta que nuestra realidad se
acerque a lo que teóricamente, desde la teología cristiana, tiene que ser la
presencia y la responsabilidad de los cristianos en una sociedad libre y
respetuosa de las libertades. Mientras tanto, ni la Iglesia cumple del todo con
su misión, ni la sociedad es plenamente democrática.
Mons.
Fernando Sebastián Aguilar
Arzobispo
emérito de Pamplona
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