Si damos una
mirada a los últimos siglos de nuestra historia, comprobamos que el movimiento
feminista ha cambiado profundamente nuestra convivencia, tanto en la familia
como en la sociedad. Estos cambios parecían, al principio, justos y necesarios;
más tarde, se los ha caracterizado –con creciente preocupación– como dañinos y
exagerados; y, en la actualidad, son (y quieren ser) plenamente destructivos.
Para ilustrar esta afirmación, describiré brevemente las tres grandes etapas,
en las que se desarrolla el proceso de “liberación” de la mujer. Estas tres
etapas muestran un cierto desarrollo cronológico de ideas y hechos, en
Occidente. Sin embargo, no están estrictamente separadas en la realidad, sino
que se encuentran intercaladas y mezcladas en muchos países. Vivimos en
sociedades multiculturales, en las que se pueden observar simultáneamente los fenómenos
más contradictorios.
I. Tres etapas de la “emancipación femenina”
Nuestro recorrido comienza hacia
finales del siglo XVIII y nos lleva hasta la actualidad. No vamos a detenernos
en todos los detalles de este largo camino, sino que nos concentraremos en los
acontecimientos más representativos de cada etapa.
Al irrumpir la
Revolución Francesa, algunas mujeres “inteligentes” se dieron cuenta de que los
derechos humanos tan ensalzados beneficiaban tan sólo a los varones. Por tal
razón, Olympe Marie de Gouges redactó, en septiembre de 1791, la famosa
“Declaración de los derechos de la mujer”, entregada a la Asamblea Nacional
para su aprobación. Detrás de ella, había un gran número de mujeres organizadas
en asociaciones femeninas. Se definían a sí mismas como seres humanos y
ciudadanas, y proclamaban sus reivindicaciones políticas y económicas.
Es interesante, por
ejemplo, el artículo VII de esta declaración: “Para las mujeres no existe
ningún régimen especial: se les puede acusar y meter en prisión, si así lo
prevé la ley. Las mujeres están sometidas de la misma manera que los varones a
las idénticas leyes penales.” El artículo X es aún más preciso: “La mujer tiene
el derecho a subir al patíbulo.” Las mujeres no querían seguir sin voz ni
voto, preferían que se les castigara e incluso padecer la muerte, antes de ser
consideradas como niñas sin responsabilidad.
Desgraciadamente, Olympe de Gouges
fue degollada, y junto con ella otras muchas mujeres famosas. A las
sobrevivientes se les prohibió reunirse bajo pena de cárcel, y sus asociaciones
fueron disueltas a la fuerza. Su misión, por lo pronto, parecía haber
fracasado.
Pero las mujeres no se resignaron. En
Inglaterra fundaron el llamado “movimiento contra la esclavitud”. Partían de la
base de que también se les tenía que conceder los derechos de sufragio y
ciudadanía, igual que se había hecho con los antiguos esclavos. Una de las
protagonistas exclamó: “Todo el sexo femenino ha sido despojado de su dignidad.
Se le pone a una misma altura con las flores cuyo cometido es sólo el de
adornar la tierra.”
En Alemania, la cuestión
de la mujer se planteó más bien en el plano educativo. Se reconoció
paulatinamente la necesidad de dar formación también a las jóvenes. Pues la
educación no sólo es importante para avanzar más tarde en una profesión fuera
del hogar, sino también para el pleno despliegue de la propia personalidad.
Cuando una persona aprende a reflexionar por sí misma, también logra ser
interiormente libre, no depender de la opinión pública, ni de los medios de
comunicación; adquiere madurez humana y se encuentra en mejores condiciones de
superar sus propios problemas vitales y los variables estados de ánimo.
Hedwig Dohm (1883-1919),
una de las representantes más célebres de ese movimiento, se preguntó lo que
hubiese sucedido si el escritor Friedrich Schiller hubiese nacido mujer. Probablemente,
sus talentos no se hubiesen podido desarrollar, o acaso sólo después de grandes
esfuerzos. Hedwig Dohm considera el interrogante acerca de si las mujeres
deben, pueden o han de estudiar tan superficial como si se preguntase si está
permitido al hombre desarrollar sus facultades, o si debe usar sus piernas para
caminar.
No vamos a
referirnos todas las luchas feministas con sus logros y recaídas. A partir de
principios del siglo XX las mujeres consiguieron, por fin, ser admitidas, de
modo oficial, en la enseñanza superior y en las universidades, y alcanzaron la
igualdad política –al menos según la ley– en todos los países del continente
europeo. Con ello, los movimientos en favor de los derechos de la mujer habían
conseguido en Occidente sus metas primordiales, y se observa, a continuación,
un cierto “período de calma”.
2. El feminismo
radical
A partir de la mitad del
mismo siglo XX, una parte de las feministas ya no aspiraban simplemente a una
equiparación de derechos jurídicos y sociales entre el varón y la mujer, sino a
una igualdad funcional de los sexos. Comenzaron a exigir la eliminación
del tradicional reparto de papeles entre varón y mujer –que les parecía
arbitrario–, y a rechazar la maternidad, el matrimonio y la familia. Se basan
fuertemente en la filósofa existencialista Simone de Beauvoir (1908 - 1986),
cuya voluminosa obra “Le Deuxième Sexe” (1949) fue un éxito mundial. Beauvoir
previene contra la “trampa de la maternidad”, que sería utilizada en forma
egoísta por los varones para privar a sus esposas de su independencia. En
consecuencia, una mujer moderna debería liberarse de las “ataduras de su
naturaleza” y de las funciones maternales. Se recomiendan, por ejemplo,
relaciones lesbianas, la práctica del aborto y el traspaso de la educación de
los hijos a la sociedad. Shulamith Firestone exige en su obra “The Dialectic
Sex” la liberación de la mujer de la “tiranía de la procreación” a cualquier
precio, y resume el sentir general de sus compañeras: “Quiero decirlo con toda
claridad: El embarazo es una atrocidad.”
En las décadas
siguientes, otras feministas descubrieron que el deseo de “ser como el varón”
–aparte de manifestar un cierto complejo de inferioridad– lleva, con
frecuencia, a tensiones y frustraciones. Ensalzaron, por tanto, el otro
extremo: para llegar a la plena realización, la mujer no tiene que comportarse
como el varón, sino que ha de ser completamente femenina, “plenamente mujer”.
En adelante, ya no se veía en la equiparación de la mujer con la naturaleza,
con el cuerpo, con la emoción y la sensualidad un prejuicio masculino
condenable. Al contrario, todo lo emocional, vital y sensual fue estimado como
una esperanza para un futuro mejor. Se celebró la “nueva feminidad” y la “nueva
maternidad” como funciones meramente biológicas. Y se sostuvo que las mujeres
deberían liberar la tierra, y lo harán, porque viven en mayor armonía con la
naturaleza.
Se puede ver en este
fenómeno una reacción a los esfuerzos extraordinarios, que ha exigido una
emancipación concebida únicamente como un amoldarse a valores considerados como
masculinos. Después de que la racionalidad y el ansia de poder “masculinos” han
llevado a la humanidad al borde del abismo ecológico y al peligro de una
destrucción nuclear –así se dice–, ha llegado el tiempo de la mujer. La
salvación sólo puede esperarse de lo ilógico y de lo emocional, de lo suave y
lo tierno, tal y como lo personifica la mujer.
Es obvio, que estas tesis también
impiden a la mujer el pleno desarrollo propio. Aparte de considerarla, otra
vez, como carente de inteligencia, se la idealiza, incluso se la glorifica,
como si fuera un animal sano y santo. Se trata de un desprecio grande que se
refiere, por una parte, al varón y aquello que se considera como masculino y,
por la otra, a la misma mujer “liberada”, todo esto envuelto en un misticismo,
que no ayuda a nadie en la vida cotidiana.
3. La ideología de
género
Mientras perduran estas
discusiones, hemos llegado a una situación completamente nueva. La actual meta
ya no consiste únicamente en emanciparse del predominio masculino, ni tampoco
se expresa solamente en liberarse de las funciones concretas femeninas y
maternales, que se ha querido conseguir –como hemos visto– a través de dos vías
contrarias: reprimiéndolas o exagerándolas hasta llegar a pretensiones
irreales.
Hoy se intenta realizar un paso
todavía mucho más radical: se pretende eliminar la misma naturaleza,
cambiar el propio cuerpo, llamado cyborg: el neologismo se forma a
partir de las palabras inglesas cyber(netics) organism (organismo
cibernético), y se utiliza para designar un individuo medio orgánico y medio
mecánico, generalmente con el afán de mejorar –a través de modernas
tecnologías– las capacidades de su organismo. Es evidente que, de este modo,
el “feminismo” (en sentido propio) está llegando a su fin, porque la liberación
deseada comprende indiscriminadamente tanto a mujeres como a varones. Mientras
muchas mujeres pretenden nuevamente deshacerse –con más ímpetu que nunca– del
matrimonio y de la maternidad, los medios de comunicación nos cuentan los
sueños fantásticos de unos varones, que quieren disponerse a intervenciones
quirúrgicas (implantarse un útero, etc.) para poder hacer la experiencia de dar
a luz.
En consecuencia, algunos prefieren
hablar de género (gender) en vez de sexo. No se trata sólo de un cambio
de palabras. Detrás de esta modificación terminológica está la ideología
posfeminista de gender que se divulga a partir de la década del sesenta
del siglo pasado. Según esta ideología, la masculinidad y la feminidad no
estarían determinadas fundamentalmente por la biología, sino más bien por la
cultura. Mientras el término sexo hace referencia a la naturaleza e implica dos
posibilidades (varón y mujer), el término género proviene del campo de la
lingüística donde se aprecian tres variaciones: masculino, femenino y neutro.
Por lo tanto, las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían a una
naturaleza “dada”, sino que serían meras construcciones culturales “hechas”
según los roles y estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos
(“roles socialmente construidos”).
Estas mismas ideas se encuentran resumidas en la llamada
“Teoría Queer”, que destacadas feministas norteamericanas –como Judith
Butler16, Jane Flax o Donna Hareway difunden con éxito por todo el mundo. El
nombre de la teoría proviene del adjetivo inglés queer (= raro,
anómalo), que fue utilizado durante algún tiempo como eufemismo para
nombrar a las personas homosexuales. La “Teoría Queer” rechaza la
clasificación de los individuos en categorías universales como “varón” o
“mujer”, “heterosexual” o “homosexual”, y sostiene que todas las llamadas
“identidades sociales” (no sexuales) sean igualmente anómalas.
Algunos apoyan la
existencia de cuatro, cinco o seis géneros según diversas consideraciones:
heterosexual masculino, heterosexual femenino, homosexual, lesbiana, bisexual e
indiferenciado. De este modo, la masculinidad y la feminidad –a nivel físico y
psíquico– no aparecen en modo alguno como los únicos derivados naturales de la
dicotomía sexual biológica. Cualquier actividad sexual resultaría justificable.
La “heterosexualidad”, lejos de ser “obligatoria”, no significaría más que uno
de los casos posibles de práctica sexual. Ni siquiera tendría porqué ser
preferido para la procreación. Y como la identidad genérica (el gender)
podría adaptarse indefinidamente a nuevos y diferentes propósitos,
correspondería a cada individuo elegir libremente el tipo de género al que le
gustaría pertenecer, en las diversas situaciones y etapas de su vida.
Para llegar a una aceptación
universal de estas ideas, los promotores del feminismo radical de género
intentan conseguir un gradual cambio en la cultura, la llamada
“de-construcción” de la sociedad, empezando con la familia y la educación de
los hijos. Utilizan un lenguaje ambiguo que hace parecer razonables los nuevos
presupuestos éticos. La meta consiste en “re-construir” un mundo nuevo y
arbitrario que incluye, junto al masculino y al femenino, también otros géneros
en el modo de configurar la vida humana y las relaciones interpersonales.
Tales pretensiones han
encontrado un ambiente favorable en la antropología individualista del
neoliberalismo radical. Se apoyan, por un lado, en diversas teorías marxistas y
estructuralistas,20 y por el otro, en los postulados de algunos representantes
de la “revolución sexual”, como Wilhelm Reich (1897-1957) y Herbert Marcuse
(1898-1979) que invitaban a experimentar todo tipo de situaciones sexuales.
También Virginia Woolf (1882-1941), con su obra “Orlando” (1928), puede
considerarse un precedente influyente: el protagonista de aquella novela es un
joven caballero del siglo XVI, que vive, cambiando de sexo, múltiples aventuras
amorosas durante varios cientos de años.
Más directamente aún, se ve el
influjo de la ya mencionada francesa Simone de Beauvoir que –sin poder ser
plenamente consciente del alcance de sus palabras– anunció ya en 1949 su
conocido aforismo: “¡No naces mujer, te hacen mujer!,” más tarde completado por la lógica conclusión:
“¡No se nace varón, te hacen varón! Tampoco la condición de varón es una
realidad dada desde un principio.” Como los protagonistas de la ideología de
género sabían estimular convenientemente el morbo del gran público, no es
sorprendente que los medios de comunicación pronto comenzaran a informar –con
abundantes detalles– sobre los acontecimientos más curiosos. Así, por ejemplo,
podíamos enterarnos de que Roberta Close, elegida como “la mujer más guapa de
nuestro planeta” en los años ochenta del siglo pasado, ha nacido como Luis
Roberto Gambino Moreira, en Brasil. Y prácticamente en todo el mundo se conoce
el rostro transexual y sintético, que ha conseguido tener el popstar Michael
Jackson a través de múltiples intervenciones quirúrgicas. ¡“My body is my
art”! (“Mi cuerpo es mi arte”), es una de las tesis que utilizan los
propagandistas de la ideología de género, considerando al cuerpo como lugar de
libre experimentación.
II. Una reflexión
crítica sobre la ideología de género
¿Qué pensar sobre estas
teorías, cuyas consecuencias se pueden apreciar claramente en múltiples ámbitos
de nuestra existencia, por ejemplo, en la política y en la medicina, en la
psicología y, de modo especialmente destructivo, en la educación? ¿Puede
aceptarse que no exista ninguna naturaleza “dada”, que todo sea expresión de
nuestra libre voluntad, y que incluso la biología no sea más que cultura?
Con un mínimo de experiencia y de
sentido común, es fácil detectar que esta ideología no puede ser un camino
hacia la felicidad. En efecto, reactiva –sin decirlo y, quizás, incluso sin
quererlo– la vieja equivocación del maniqueísmo, porque se muestra hostil al
cuerpo al que manipula profunda y arbitrariamente. Es evidente que no todo es
naturaleza, ni todo es cultura. Pero si el hombre no acepta su corporeidad –con
todo lo que implica–, entonces no se acepta a sí mismo y terminará en un
desequilibrio emocional, psíquico y espiritual, como veremos a continuación.
1. La necesidad de
aceptar la propia corporeidad
Hace algún tiempo, la
prensa internacional recordó un terrible experimento médico de los años
setenta, que ha fracasado completamente. En aquel entonces, el psiquíatra
americano John Money pretendió demostrar la teoría de que el sexo depende más
que nada de la forma en que una persona es educada. Sus “conejillos” fueron los
gemelos Bruce y Brian Reimer. Como Bruce había tenido un accidente después de
nacer, el doctor Money aprovechó la ocasión para transformar su cuerpo –a
través de una cirugía plástica– en un cuerpo aparentemente femenino. A la vez
dijo a los padres que debían criar al bebé como si fuera una nena y mantener
todo el episodio en estricto secreto. Bruce pasó a ser Brenda; su hermano Brian
sirvió de sujeto control.
Aunque los padres
siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, las cosas no
marchaban como estaba previsto: a Brenda no le gustaban los vestidos, no era
bien aceptada en la escuela, y pronto manifestó “tendencias lesbianas”, a pesar
de las hormonas que le obligaron tomar. Cuando tuvo trece años, su padre no vio
más remedio que confesarle lo que había ocurrido. Entonces, Brenda decidió
someterse a otro proceso quirúrgico y vivir como chico. Se llamó David en
adelante; recordó las frecuentes sesiones terapéuticas con Money durante toda
su vida como una tortura, que le habían provocado heridas profundas y siempre
abiertas. En 2004, se suicidó.
Se trata de un ejemplo emblemático:
la naturaleza reclama sus derechos. En cierto sentido, el hombre es verdaderamente
su cuerpo. No se reduce a poseerlo o habitarlo. Existe en el mundo no solamente
“a través de su cuerpo” (Merleau-Ponty), sino “siendo su cuerpo” (Congar). Por
su constitución intrínseca, es su cuerpo y, a la vez, lo sobrepasa.
En la persona humana, el sexo y el
género –el fundamento biológico y la expresión cultural–, ciertamente, no son
idénticos, pero tampoco son completamente independientes. Para llegar a
establecer una relación correcta entre ambos, conviene considerar previamente
el proceso en el que se forma la identidad como varón o mujer. Los
especialistas señalan tres aspectos de este proceso que, en el caso normal, se
entrelazan armónicamente: el sexo biológico, el sexo psicológico y el sexo
social.
El sexo biológico
describe la corporeidad de una persona. Se suelen distinguir diversos factores.
El “sexo genético” (o “cromosómico”) –determinado por los cromosomas XX en la
mujer, o XY en el varón– se establece en el momento de la fecundación y se
traduce en el “sexo gonadal” que es responsable de la actividad hormonal. El
“sexo gonadal”, a su vez, influye sobre el “sexo somático” (o “fenotípico”) que
determina la estructura de los órganos reproductores internos y externos.
Conviene considerar el hecho de que estas bases biológicas intervienen
profundamente en todo el organismo, de modo que, por ejemplo, cada célula de un cuerpo femenino
es distinta a cada célula de un cuerpo masculino. La ciencia médica indica
incluso diferencias estructurales y funcionales entre un cerebro masculino y
otro femenino.
El
sexo psicológico se refiere a las vivencias psíquicas de una persona como
varón o como mujer. Consiste, en concreto, en la conciencia de pertenecer a un
determinado sexo. Esta conciencia se forma, en un primer momento, alrededor de
los 2 o 3 años y suele coincidir con el sexo biológico. Puede estar afectada
hondamente por la educación y el ambiente en el que se mueve el niño.
El
sexo sociológico (o civil) es el sexo asignado a una persona en el momento
del nacimiento. Expresa cómo es percibida por las personas a su alrededor.
Señala la actuación específica de un varón o de una mujer. En general, se le
entiende como el resultado de procesos histórico-culturales. Se refiere a las
funciones y roles (y los estereotipos) que en cada sociedad se asignan a los
diversos grupos de personas.
Estos tres aspectos no deben
entenderse como aislados unos de otros. Por el contrario, se integran en un
proceso más amplio que consiste en la formación de la propia identidad. Una
persona adquiere progresivamente, durante la infancia y la adolescencia, la
conciencia de ser “ella misma”. Descubre su identidad y, dentro de ella, cada
vez más hondamente, la dimensión sexual del propio ser. Adquiere gradualmente
una identidad sexual (se da cuenta de los factores biopsíquicos del propio
sexo, y de la diferencia respecto al otro sexo) y una identidad genérica
(descubre los factores psícosociales y culturales del papel que las mujeres o
varones desempeñan en la sociedad). En un correcto y armónico proceso de
integración, ambas dimensiones se corresponden y complementan.
Considerando sin prejuicios los
datos fisiológicos y psíquicos, no es difícil admitir que la naturaleza
masculina y la femenina se expresan de manera diferente, aunque no hay ni la
más mínima duda en que tanto el varón como la mujer tienen el mismo valor, la
misma dignidad, y deberían tener las mismas oportunidades para influir en la
sociedad en que viven. Sin embargo, la diferencia originaria entre ellos no es
ni irrelevante ni adicional, y tampoco es un mero producto social. No es una
condición que igualmente podría faltar, y tampoco es una realidad que se pueda
limitar sólo al plano corporal. El varón y la mujer se complementan en su
correspondiente y específica naturaleza corporal, psíquica y espiritual. Ambos
poseen valiosas cualidades que les son propias, y cada uno es, en su propio
ámbito, superior al otro.
2. La importancia
de aceptar las diferencias sexuales
Afirmar que los sexos se
distinguen, no significa discriminación, sino todo lo contrario. Si exigimos la
igualdad como condición previa para la justicia cometemos un grave error. La
mujer no es un varón de calidad inferior, las diferencias no expresan
minusvalía. Antes bien, debemos conseguir la equivalencia de lo diferente.
La capacidad de reconocer diferencias es la regla que indica el grado de
inteligencia y de cultura de un ser humano. Según un antiguo proverbio chino,
“la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente.” No es una
armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos, la que
hace interesante la vida y la enriquece.
Por supuesto, no
existe el varón o la mujer por antonomasia, pero sí se
diferencian en la distribución de ciertas facultades. Aunque no se pueda
constatar ningún rasgo psicológico o espiritual atribuible a uno solo de los
sexos, hay características que se presentan con una frecuencia especial y de
manera pronunciada en los varones, y otras en las mujeres. Es una tarea
sumamente difícil distinguir en este campo. Quizá nunca será posible decidir
con exactitud científica lo que es “típicamente masculino” y aquello que es
“típicamente femenino”, pues la naturaleza y la cultura, los dos grandes
moldeadores, están entrelazadas desde el principio muy estrechamente. Pero el
hecho de que varón y mujer experimenten el mundo de forma diferente, solucionen
tareas de manera distinta, sientan, planeen y reaccionen de un modo desigual,
es algo que cualquiera puede percibir y reconocer, sin necesidad de ninguna
ciencia. En lo que sigue veremos resumidamente algunos datos que suelen
lanzarse en los debates pertinentes.
Con frecuencia se alude
a la mayor fuerza física que generalmente tienen los varones, mientras
que las mujeres poseen más fuerza espiritual, más resistencia interior.
Suelen ser capaces de soportar una mayor carga psíquica que sus maridos
y sus compañeros de trabajo, resistir mejor situaciones de estrés y disponer de
más flexibilidad para la adaptación a situaciones nuevas.
Parece, además, bastante
evidente que, al menos hasta ahora, los varones parecían ser más agresivos que
las mujeres. En cambio, esto no significa para nada que el sexo femenino sólo
sea Con frecuencia se alude a la mayor fuerza física
que generalmente tienen los varones, mientras que las mujeres poseen más
fuerza espiritual, más resistencia interior. Suelen ser capaces de
soportar una mayor carga psíquica que sus maridos y sus compañeros de
trabajo, resistir mejor situaciones de estrés y disponer de más flexibilidad
para la adaptación a situaciones nuevas.
Parece, además, bastante evidente que, al menos hasta ahora, los
varones parecían ser más agresivos que las mujeres. En cambio, esto no
significa para nada que el sexo femenino sólo sea suave y dulce, sino
simplemente que los cauces de la agresividad son diferentes. Las mujeres
prefieren discutir verbalmente, empleando cotilleos y chismes, mientras que a
los varones les asusta menos la agresión física.
Las mujeres suelen pensar, sentir y planear de una manera más integral
que los varones. Por eso se muestran más seguras psíquicamente, más constantes,
capaces de apoyar a las personas que les rodean. A menudo salvan a los demás de
vivir desintegrados entre el intelecto y las pasiones.
Finalmente, casi todo el mundo está
de acuerdo en que es más fácil adivinar las intenciones de un varón que las de
una mujer. Las mujeres tienden a un comportamiento más complicado que puede ser
sumamente oscuro. Por eso a veces se ha hablado del “enigma” o del “misterio”
que supone la mujer.
3. El desafío de
aceptar los propios talentos
El varón y la mujer no
se distinguen por supuesto a nivel de sus cualidades intelectuales o morales,
pero sí en un aspecto mucho más fundamental y ontológico: en la
posibilidad de ser padre o madre. Es esta indiscutiblemente, la última razón de
la diferencia entre los sexos. Sin embargo, no podemos reducir la maternidad al
terreno fisiológico. Numerosos pensadores, a lo largo de los tiempos, recuerdan
la maternidad espiritual, concepto que tiene muy poca o ninguna relación
con lo sumamente suave, lo sentimental y delicado que se
ensalza en la literatura ecológica.
La auténtica maternidad
espiritual puede indicar proximidad a las personas, realismo, intuición,
sensibilidad frente a las necesidades psíquicas de los demás, y también mucha
fuerza interior. Indica, expresándonos con cautela, una capacidad especial de
la mujer para mostrar el amor de un modo concreto, un talento especial para
reconocer y destacar al individuo dentro de la masa.
Pero sabemos muy bien que no todas las mujeres son suaves y
abnegadas. No todas ellas muestran su talento hacia la solidaridad. No es raro
que, en determinados casos, un varón tenga más sensibilidad para acoger, para
atender que la mayoría de las mujeres. Y puede ser más pacífico que su esposa.
En este sentido, conviene recordar que los valores femeninos son
valores humanos. Tenemos que distinguir entre “mujer” y los valores que parecen
ser más propios a ella, y “varón” y los valores que parecen ser más propios a
él. Es decir, cada persona puede y debe desarrollar también los llamados talentos del sexo opuesto aunque, de ordinario, le
puede costar un poco más. Por ejemplo, una mujer madura y realizada, no sólo es
tierna y comprensiva; también es fuerte y valiente. Y un varón maduro no sólo
es valiente, también es comprensivo y humilde, acogedor.
Por cierto, donde hay un especial talento femenino debe haber también
un correspondiente talento masculino. ¿Cuál es la fuerza específica del varón?
Éste tiene por naturaleza una mayor distancia respecto a la vida concreta. Se
encuentra siempre “fuera” del proceso de la gestación y del nacimiento, y sólo puede
tener parte en ellos a través de su mujer. Precisamente esa mayor distancia le
puede facilitar una acción más serena para proteger la vida, y asegurar su
futuro. Puede conducirle a ser un verdadero padre, no sólo en la dimensión
física, sino también en sentido espiritual; a ser un amigo imperturbable,
seguro y de confianza. Pero puede llevarle también, por otro lado, a un cierto
desinterés por las cosas concretas y cotidianas, lo que, desgraciadamente, se
ha favorecido, en épocas pasadas, por una educación unilateral.
Aparte del sexo existen, sin duda,
otros muchos factores responsables de la estructura de nuestra personalidad.
Cada uno tiene su propia manera irrepetible de ser varón o mujer. En
consecuencia, es una tarea importante descubrir la propia individualidad, con
sus posibilidades y sus límites, sus puntos fuertes y débiles. Cada persona
tiene una misión original en este mundo. Está llamada a hacer algo grande de su
vida, y sólo lo conseguirá si cumple una tarea previa: vivir en paz con la propia
naturaleza.
Jutta Burggraf
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