“Para que una ley sea justa no sólo debe estar de acuerdo con la legalidad,
es necesario que se fundamente en unos valores y principios que la legitimen;
sin ellos no será una verdadera ley”
Dra. María Dolores Vila-Coro
1. ¿Tiene alguien “derecho” a abortar?
El
aborto no puede considerarse nunca como un derecho, un derecho de la madre
sobre la vida del hijo, pues éste, desde el instante de su concepción, es un
ser independiente de quien lo gesta, según nos enseña de forma contundente la
Embriología actual. Está lejos de reducirse a una especie de tumor que haya
surgido, involuntariamente, en el cuerpo de la madre. Lo expresa con firmeza
Julio Bariloche, catedrático de Derecho Procesal en la Universidad Complutense
de Madrid: “En nuestro ordenamiento constitucional, el aborto provocado no
sólo no es un derecho sino que es siempre un delito; lo que sucede es que no
resulta punible cuando concurren determinadas circunstancias señaladas
por la ley”.
Sabemos
bien que los derechos son auténticos cuando tienen como finalidad promover el
bien y evitar el mal, defender la justicia y protegernos de la injusticia. El
bien básico del hombre es la vida; por eso, su derecho primario es a vivir y
desarrollarse plenamente. Y, como este desarrollo requiere posibilidades de
todo orden, la sociedad está obligada a facilitarlas un día y otro a cada
persona.
La
primera y primaria posibilidad que debe conceder la sociedad al ser humano es
la de vivir. El aborto corta la vida en agraz. Es, obviamente, una acción
supremamente injusta, por tanto inmoral de raíz, pues la esencia
de la moralidad consiste en ayudarnos a configurar nuestra vida de modo
fecundo, conforme a la vocación inherente a nuestra condición de personas. No
tiene sentido afirmar que “tenemos derecho al aborto”. La verdad es lo
contrario: Tenemos derecho a la vida, y, por tanto, a defendernos del aborto.
Hoy es legalizado el aborto en
algunos casos, lo cual indica únicamente que la sociedad no penaliza a quien lo
practica. Estos abortos legales sólo son morales cuando hay un serio conflicto
entre la vida de la madre y la del hijo. La hija de un destacado político
español enfermó de cáncer durante un embarazo. Le comunicaron que, si se
sometía a la quimioterapia, perdía al hijo. Ella prefirió esperar a tener el
hijo antes de recibir el tratamiento. Fue una decisión heroica, porque hubiera
podido legal y moralmente recibir de inmediato ese tratamiento e intentar, así,
cortar camino a la muerte que luego le sobrevino.
2.
Necesidad de clarificar la conciencia
Conviene saber que una conciencia
errónea no justifica nuestra actitud y nuestra actividad. Cuando se trata de
cuestiones que comprometen la vida o, al menos, la felicidad de otras personas,
debemos esforzamos en clarificar la conciencia. Ciertos tiranos que ensombrecieron
a Europa central y oriental a partir de 1939 actuaron –según parece- con plena seguridad
de conciencia. En cierto documental intentaron justificar el exterminio de los
niños hebreos aduciendo que llevaban sangre judía y, al llegar a mayores, se
convertirían en temibles enemigos. Más que nunca puede aplicarse aquí la
sentencia del entonces Cardenal Ratzinger, según el cual “el firme
convencimiento subjetivo y la seguridad y falta de escrúpulos que derivan de él no exculpan al
hombre”.
Esta conciencia errónea nos
impermeabiliza frente al sentimiento de culpa, nos aletarga espiritualmente y
nos dispone para cometer las mayores crueldades con aparente frialdad. De ese
sueño letal sólo puede despertarnos el sentimiento de culpa. De ahí que el
enmudecimiento de la conciencia sea una enfermedad del alma más peligrosa que
la culpa reconocida como tal. Este reconocimiento nos pone alerta respecto a
las enfermedades espirituales, como sucede con la fiebre y el dolor corporal en
cuanto a las enfermedades corpóreas. El que no experimenta culpa alguna al
comportarse de modo indigno es como un “cadáver viviente” en lo que toca a la vida
del espíritu.
La sociedad actual no parece, en
conjunto, sentirse culpable de tolerar el fenómeno del aborto, ni siquiera
cuando éste adquiere proporciones horrendas. Es éste un mal síntoma, pues indica
que ha perdido ya el sentimiento de culpa. No suele suceder esto con las
mujeres que abortan, pues su naturaleza misma les descubre la sima en que han
caído mediante el lenguaje no verbal de la angustia, la ansiedad, la zozobra
incesante. Al final de esta serie aduciremos algunos testimonios
escalofriantes.
No debemos identificar la conciencia –la voz interior que nos invita a
distinguir el bien y el mal- con cualquier idea que podamos hacernos
precipitadamente de nuestro comportamiento moral. Nuestra conciencia auténtica es
una conciencia abierta, vinculada a los valores, a las palabras de sabiduría
que nos han legado personas muy selectas. Nos equivocamos cuando queremos
justificar una actuación negativa diciendo: “Yo actúo sinceramente; por tanto,
mi vida se halla acorde a mi conciencia”. Supongamos que es así, pero esta
conciencia puede ser mera expresión de mis deseos y apetencias, y éstos no
llevan en sí su propia justificación. Hay conciencias que no son sino reflejo
de lo que se dice y se hace alrededor. Son conciencias enajenadas, alienadas.
Les falta un criterio lúcido y sólido para discernir lo que nos construye y lo
que nos destruye. A lo largo del siglo XX tuvimos que estremecernos una y otra
vez al observar cómo ciertas sociedades perdían el sentido moral, la conciencia
de lo justo y lo injusto, lo noble y lo ruin, y parecían renunciar por
principio a todo sentimiento de bondad y misericordia.
Guiarse por una conciencia errónea nos
parece cómodo al principio, pero ese enmudecimiento de la voz interior degenera
pronto en una trágica deshumanización de la convivencia. Se comprende que, a la
vista de la decadencia actual, un alto dirigente espiritual de la Europa del
Este, el Patriarca de Moscú, haya afirmado con toda decisión: “Tenemos que conducir
de nuevo a la humanidad a los valores morales eternos”.
3. La legalización o despenalización del aborto
Esta
despenalización suele limitarse a tres casos:
1º)
La violación.
2º)
Un peligro grave, físico o psíquico, para la madre por causa del embarazo.
3º)
Una grave malformación física o psíquica del feto.
En cuanto al primer caso, lo más adecuado en principio sería
mostrar a la joven violada la elevación y dignidad que tendría su proceder si
aceptara dar vida al ser que ha concebido involuntariamente para luego asumirlo
como hijo o bien darlo en adopción. Con ello realizaría el prodigio de
transformar un mal horrendo en un bien admirable. Puede ser que la joven no quiera
albergar dentro de sí lo que es producto de una intromisión violenta, pues no
tolera psíquicamente esa invasión de su intimidad. El legislador ha tenido en
cuenta la posibilidad de esta situación y permite a la joven abortar; es decir,
no penaliza esa acción violenta, porque aquí se hallan enfrentadas dos vidas:
la del niño no deseado sino impuesto, y la de la madre que, tras el atropello
sufrido, puede verse perturbada psíquicamente de modo grave. No se trata de que
la madre quiera ahorrarse el esfuerzo de criar al hijo, o mantener su libertad
de acción, o acomodarse al parecer y voluntad de alguien de su entorno. Nos
referimos a una verdadera confrontación entre dos vidas, ante la cual resulta
aceptable sacrificar una vida en germen para salvaguardar la vida de una
persona adulta inocente que no logra superar el trauma vivido.
Por lo que toca al segundo caso, la ley despenaliza el
aborto cuando un especialista certifica, con fundamento sólido, que el embarazo
y cuanto implica provocará un grave daño físico o psíquico a la madre. No se
alude aquí a cualquier tipo de preocupación, malestar, incomodidad o contratiempo
que un embarazo no deseado pueda ocasionar a la madre. Todo ello es sin duda
penoso para ella, pero no supone en principio un daño grave que ponga su vida en
peligro. Toda persona adulta debe asumir responsablemente las consecuencias de
sus actos. La irreflexión en la conducta sexual acarrea, a veces, secuelas
dolorosas, pero éstas no justifican que se intente resolverlas de la forma
drástica e injusta que supone el aborto.
Nos consta que este segundo caso se ha convertido en un
portalón abierto por donde se introducen arteramente la mayoría de los abortos,
incluso en los últimos tiempos de la gestación, en los cuales tal práctica
linda, a ojos vistas, con el homicidio. Los gobiernos deben sentirse obligados,
sin la menor excusa, a tomar medidas para que la despenalización del aborto no
se convierta en una patente de corso para todo tipo de abortos. Si no se
deciden a restringir la ley actual, al menos deben ser más rigurosos en su
aplicación.
El caso 3º se refiere a las mujeres que se hallan en la difícil
coyuntura de aceptar o no a niños afectados de alguna deficiencia. Pueden optar
por darlos en adopción, si no se ven con fuerzas para asumir la responsabilidad
de tomarlos a su cuidado. Son numerosas las familias que no escatiman medios
para conseguir una adopción en el extranjero, debido a la dificultad de hacerlo
en su patria. Es hora de promulgar una ley de adopción que facilite los
trámites y anime a muchas jóvenes embarazadas a encontrar una salida digna a su
desesperación.
Con razón termina un editorial de ABC de esta forma: “No haría nada extraordinario el Gobierno en
reconocer que el supuesto del riesgo para la salud ´psíquica´ de la madre es un
coladero de abortos ilegales y que la verdadera reforma necesaria no es una ley
de plazos para dar carta de impunidad a lo que hoy son puramente delitos de
aborto, sino reducir el aborto despenalizado a los casos de estricta
incompatibilidad vital entre madre e hijo, e impulsar una política de apoyo
activo a la mujer embarazada y a la maternidad” (ABC, 18.1.2008, p. 4).
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