En el
hundimiento de la natalidad europea concurren, a mi modo de ver, tanto factores
socio-económicos como ideológico-culturales. Entre los primeros, los más
importantes son, sin duda, la prolongación del período formativo (que ocasiona
un aplazamiento del matrimonio y la procreación), la plena incorporación de la
mujer al mercado laboral y la creciente “penalización” económica que comporta
la paternidad. Mientras que los dos primeros factores parecen difícilmente
reversibles, el tercero puede resultar compensable mediante las políticas
adecuadas.
¿Cúanto cuesta criar a un hijo?
Jean-Didier Lecaillon realizó en 1995 un estudio sobre cómo había evolucionado
en Francia el coste de la paternidad; su conclusión fue que tiende a crecer en términos relativos: en 1979, una
familia con dos hijos debía percibir ingresos un 42% superiores a los de una
familia sin hijos para poder disfrutar del mismo nivel de vida que ésta; para
1989, el porcentaje había subido hasta el 57%
Ciertamente, el “coste de oportunidad”
será inferior si la mujer no interrumpe su actividad profesional. Pero no
dejará de existir: se ha comprobado que las madres experimentan, como promedio,
una “penalización” salarial (por rendimiento inferior, discriminación
empresarial [los empleadores prefieren a trabajadoras sin ataduras], etc.) de
entre un 5% y un 9%; a ello habría que sumar la inversión en nannies, guarderías, etc.; el total,
durante 17 años, se aproxima a los 100.000 $ [72.000 €, 12 millones de ptas.].
La línea divisoria más
importante en una sociedad post-industrial ya no es la de clase o raza, sino la
reproductiva: padres frente a no padres. El Estado del Bienestar clásico
(Bismarck-Beveridge) fue diseñado en una época en que lo importante era atenuar
la tensión burguesía-proletariado, compensando las desigualdades de clase,
mientras que la reproducción se daba simplemente por supuesta (“niños se tendrán siempre [Kinder hat
man so wie so]”, contestó Konrad Adenauer en los 50, cuando alguien comentó
que una futura caída de la natalidad podría poner en peligro el sistema de
pensiones de la República Federal). La política social clásica ha dejado de ser
vital en una época en que ya están garantizadas las oportunidades educativas
para todos, en que el proletariado se ha aburguesado y la tensión interclasista
ha perdido mordiente. En cambio, se ahonda cada vez más la distancia (en renta,
en oportunidades, hasta en consideración social) entre los padres y los no
padres. Con la importante diferencia de que la pertenencia a una u otra
categorías es electiva: uno no escoge
en qué clase social nace, pero sí decide si engendra hijos o no.
Es precisa una completa
reorientación de la función redistributiva del Estado del Bienestar hacia el
fomento de la natalidad.
Unos padres de clase media merecen más ayuda estatal que unos no-padres de
clase baja (que, si tienen ingresos
bajos –en una sociedad como la europea, donde la educación es gratuita- es
presumiblemente porque no quisieron estudiar o no se esforzaron lo suficiente).
Las medidas imaginables son muy variadas, y no es éste el lugar para entrar en
una consideración detallada. Reflejemos, a título de ejemplo, una de las
propuestas de Phillip Longman: reducir en un tercio las contribuciones de
Seguridad Social de los padres casados que tengan un hijo, en dos tercios las
de los que tengan dos, y eximir totalmente de contribución a los que tengan
tres o más. Llegada la edad de la jubilación, estas personas recibirían una
pensión equivalente a la que recibirían si hubiesen estado cotizando con la
contribución máxima, siempre que el hijo o hijos hayan al menos obtenido el
título de educación secundaria. Este sistema tendría varias ventajas: sólo
beneficiaría a los padres que trabajan (es decir, no incentivaría la
dependencia respecto a las prestaciones estatales como alternativa al trabajo);
promocionaría el matrimonio (la sociedad necesita que las parejas tengan un
compromiso fuerte; está comprobado que las parejas casadas tienen más hijos y
los educan mejor); no
primaría a los padres simplemente por engendrar niños, sino que requeriría de
ellos que, además, velasen por su formación (hasta conseguir que, al menos, el
niño obtenga el graduado escolar). La pérdida de cotizaciones motivada por las
exenciones a los padres podría ser compensada de varias formas: por ejemplo,
mediante una reducción general del monto de las pensiones (que dejarían de
actualizarse con arreglo a la inflación) que afectaría en menor medida a los
padres (pues ellos cobrarían la pensión máxima). Debe tenerse presente que el
envejecimiento de la población obligará en todo caso a una reducción de las
pensiones: el sistema de Longman discrimina entre padres y childless, obligando a estos últimos a soportar un porcentaje mayor
de la reducción (en cambio, la otra medida aplicable –la elevación de la edad
de jubilación- no distingue entre ambas categorías).
La propuesta de Longman es
interesante: no requiere un difícilmente financiable aumento de las
prestaciones del Estado del Bienestar sino, al contrario, una reducción
selectiva de cotizaciones y prestaciones, estructurada en forma tal que
beneficie lo más posible a los padres. Las políticas natalistas no tienen por
qué implicar “más Estado”. Por ejemplo, reformas liberales como la implantación
del co-pago sanitario (o mejor aún: co-pago para los adultos y gratuidad para
la atención pediátrica) o el cheque escolar podrían tener un efecto
pro-natalidad: al reducir el gasto sanitario y educativo (las escuelas privadas
rentabilizan más eficazmente los recursos que las públicas: la implantación del
cheque escolar permitiría una reducción importante del presupuesto en
educación), harían posible una atenuación de la presión fiscal que podría
beneficiar –mediante las discriminaciones y desgravaciones adecuadas- sobre
todo a los padres. Lo mismo cabe decir de la liberalización del mercado
laboral: parece claro que uno de los factores que contribuyen a la baja
natalidad de los países mediterráneos es el alto índice de paro juvenil. Y los
Estados Unidos tienen la natalidad más alta de Occidente con “menos Estado” que
los países europeos y un mercado mucho más libre (que permite, por ejemplo,
horarios más flexibles y hace que las mujeres encuentren más fácilmente un
empleo tras un período de maternidad-crianza).
Causas
ideológicas de la baja fertilidad
Una
retribución más justa de la vital aportación que hacen los padres a la sociedad
contribuiría, sin duda, a cierta recuperación de la natalidad … Y, sin embargo,
es preciso reconocer que los condicionamientos económicos no son quizás los
decisivos.
Transmitir la vida es lo más trascendente y misterioso que pueden hacer las
personas. Es claro que en una decisión tan importante no intervienen sólo
consideraciones financieras: influyen también los valores y las creencias sobre
el amor, la familia, la posición del hombre en el cosmos, el sentido de la vida
y de la muerte …
Por
tanto, será imprescindible dar la batalla por la natalidad, no sólo en el
terreno jurídico-económico, sino también en el de los valores y las ideas.
Existe una ideología antinatalista compartida, de manera más o menos implícita,
por muchos europeos. Muchos de nuestros contemporáneos se abstienen de la procreación, no
(sólo) por “egoístas” consideraciones económicas, sino por idealismo: creen
sinceramente que así prestan un servicio a la sostenibilidad ambiental y, en
definitiva, a la humanidad futura. Ha tenido efectos desastrosos la filosofía
ecologista-neomaltusiana a lo Club de Roma, con su mensaje apocalíptico de
superpoblación, deterioro medioambiental y agotamiento de los recursos
naturales (su encarnación más reciente es la “calentología” de Al Gore). En la
Europa que se desliza hacia un envejecimiento fatal, todavía resuenan mensajes
como el de John Guillebaud, profesor de Planificación Familiar en el University
College de Londres: “la forma más eficaz de ayudar al planeta que tiene a su
alcance cualquier británico consiste en tener un hijo menos”.
O la militante ecologista que anunció que había abortado y se había ligado las
trompas para salvar a los osos polares: “cada persona que nace consume más
comida, más agua, más combustibles fósiles, y produce más basura, más polución,
más gases de efecto invernadero, contribuyendo a la sobrepoblación”.
Como indica Mark Steyn, vistos los raquíticos índices de natalidad europeos,
rusos y japoneses, se diría que “gran parte del mundo ha decidido actuar
preventivamente contra el cambio climático mediante el suicidio como sociedad”.
El ecocentrismo (Earth First!) ha rebajado drásticamente la autoestima de la
humanidad: ya no somos los reyes de la creación, sino la especie advenediza que
sobreconsume, se reproduce desconsideradamente y rompe los equilibrios
naturales. No es de extrañar que algunos radicales deseen desagraviar a
Gaia-Pachamama mediante la extinción.
Otro
vector de la “ideología antinatalista” es, sin duda, el feminismo radical. El
cual casa bien con el ecocentrismo: si debemos detener a toda costa el
peligroso crecimiento de la humanidad, nada mejor que convencer a la mujer de
que los roles de esposa y madre son alienantes. Es significativo que, en el
primer capítulo de The feminine mystique
(Biblia del ultrafeminismo) de Betty Friedan (1963),
el célebre ataque contra la familia americana de clase media (a la que la
autora describe como “un confortable campo de concentración”) vaya precedido de
consideraciones neomaltusianas sobre la “explosión demográfica”.
Y Friedan tuvo éxito: advinieron la liberación sexual (con su secuela de
volatilidad amorosa e incapacidad para el compromiso duradero), el “derecho al
aborto”, el descenso de la nupcialidad, el porcentaje creciente de mujeres que
aseguran no necesitar la maternidad para sentirse realizadas (un 40% de las
alemanas con título universitario no tienen hijos) …
La
crisis del matrimonio y la familia es, sin duda, uno de los factores que más ha
influido en el descenso de la natalidad. El matrimonio es el ecosistema ideal
para la vida incipiente: es más fácil adoptar la decisión de tener un hijo con
una persona con la que se está comprometido “para siempre” que con un amante
ocasional. Junfu Zhang y Xue Song encontraron que, en EEUU, las parejas casadas
son cuatro veces más fértiles que las que cohabitan sin casarse (el 61% de las
parejas que cohabitan no tienen hijos; entre las casadas, el porcentaje es sólo
del 22%).
Lo cual no puede sorprender, si tenemos en un matrimonio la
mujer se atreve más fácilmente a asumir el coste económico y profesional que
presumiblemente comportará la maternidad etc.
Ningún país ha aplicado políticas
natalistas tan radicales como la sugerida por Longman (que haría depender la
cuantía de las pensiones de jubilación del número de hijos criados). Quizás
conseguirían un impacto importante. Sí se ha podido rastrear el efecto de las
políticas natalistas “moderadas” (aumento de los subsidios a las madres;
medidas de compatibilización familia-trabajo; prolongación de la baja maternal;
disponibilidad de guarderías …). Joëlle Sleebos, en un estudio de 2003, llegó a
la conclusión de que su incidencia en la natalidad era … muy débil.
Países con pocos subsidios (EEUU) tienen tasas de natalidad mucho más altas que
países con fuertes subsidios a la maternidad (Alemania, Austria). Anne Hélène
Gauthier y Jan Hatzius calcularon en 1997 que un aumento de un 25% en los
subsidios familiares se traduce en un incremento de la natalidad de sólo un
0.6% (es decir, 0.07 hijos/mujer).
Kohler,
Billari y Ortega dan a entender que se ha roto el nexo entre natalidad y
nupcialidad, basándose en el dato de que algunos de los países europeos con
mejores índices de fertilidad (Francia, Suecia, Noruega …) tienen altos
porcentajes de nacimientos fuera del matrimonio.
Pueden replicarse varias cosas: que el país más fértil de Europa es la
nupcialista Irlanda (2.10 hijos/mujer); que tanto en
Francia-UK-Holanda-Escandinavia como en España-Italia sigue siendo cierto que
las parejas casadas son más fértiles que las no casadas (el mayor índice de
fertilidad total en Francia, etc. podría deberse, por tanto, a otros factores,
como la fuerte presencia de inmigrantes); y que presentar a España o Italia
como países “nupcialistas” es algo que sólo puede hacerse con importantes
matizaciones: también en España crece a toda velocidad la incidencia del
divorcio, el porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio, etc.… sin que eso haya servido para que se recupere la natalidad. No cabe afirmar
que el matrimonio goce de buena salud en el sur de Europa: la gente se casa
tarde (en la treintena: la larga permanencia en el hogar paterno –una constante en
los países mediterráneos- es, precisamente, uno de los factores causantes de la
baja natalidad), y con la conciencia de que hay una posibilidad sobre dos de
que la unión termine en divorcio. Un matrimonio fácilmente disoluble es poco
más “asegurador” para la mujer que la cohabitación. El temor al divorcio (a
encontrarse de pronto solas criando niños) es una de las razones por las que
las mujeres no se atreven a tener más hijos.
Junto al ecologismo antihumanista y el
feminismo antifamiliarista, diría que la “ideología” que más ha dañado a la
procreación es el que podríamos llamar “epicureísmo presentista”. Su principio
único es “pásalo lo mejor posible mientras puedas”. Su norte es la felicidad
individual de pequeño formato, poco compatible con ataduras irreversibles como
la paternidad o el emparejamiento vitalicio. Gana terreno a medida que declinan
las concepciones religiosas del bien y de la salvación, así como las “grandes
causas” colectivas que funcionaron como sus sucedáneos laicos (la nación, la
revolución comunista …). Fenecidos los grandes relatos (religiosos o
históricos), sólo queda el pequeño relato de la diversión individual. Cambiar
pañales -o soportar a un adolescente rebelde- no es divertido.
Cuando
el credo occidental se reduce a “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, es
lógico que los niños salgan de la escena. No importa lo que le ocurra a la
sociedad dentro de 50 años: yo ya no estaré aquí para sufrir las consecuencias.
Algunos culpan al capitalismo y su cuerno de la abundancia de favorecer este
egoísmo presentista.
Otros acusan al Estado del Bienestar socialdemócrata, que desresponsabiliza a
los ciudadanos, convirtiéndolos en niños mimados que sólo saben reclamar más y
más “derechos”, sin pararse a pensar quién y cómo los financiará. Los niños mimados tienden a ser egoístas. Es
la tesis de Mark Steyn,
quien considera que el europeo medio quizás intuye que el sistema de
bienestar (pensiones, sanidad, etc.) no es sostenible a largo plazo … pero,
lejos de plantearse en serio los sacrificios pertinentes (tener más hijos, aceptar
recortes de las prestaciones, jubilarse más tarde, etc.), exige que se le dé lo
suyo, y “después de mí, el diluvio”.
Fiat ius meum, pereat mundus. La
hostilidad mostrada hasta ahora por la ciudadanía europea ante cualquier medida
de ahorro que afecte al “gasto social” o los “derechos adquiridos” (disturbios
en Gran Bretaña por la subida de las tasas de matrícula y en Francia por el
retraso de la edad de jubilación [¡tan sólo a 62 años!], oposición sindical en
España a cualquier medida de flexibilización del mercado laboral …) parece
abonar esta interpretación. Todo lo cual vuelve aun más dramático el problema
demográfico. No sólo no parecen dispuestos los europeos a tener más hijos:
tampoco están preparados para asumir los contundentes recortes de prestaciones
estatales que el envejecimiento de la población inevitablemente traerá consigo.
Egoísmo, irresponsabilidad, horizonte
corto … Pero, ¿por qué tendría que manejar un horizonte más largo quien está
convencido de que nuestra especie no es sino un capricho de la química del
carbono, que nuestros pensamientos y sentimientos no son sino fenómenos
neuroeléctricos, y que nada del individuo sobrevive a su muerte física? Para
cada uno de nosotros –piensa el materialista- el mundo termina dentro de 10,
30, como mucho 60 años: ¿qué sentido tiene preocuparse por lo que vaya a
ocurrir después (sobre todo, si uno ha tenido la precaución de no engendrar
hijos por cuyo porvenir inquietarse)?
Con el declive creciente de
la religión (en
Europa, que no en el resto del mundo) descrédito de sus sucedáneos seculares (en los dos primeros tercios del
siglo XX todavía muchos europeos creían que era preciso tener hijos “por la
patria” o “por el socialismo”: ahora ya no), probablemente la filosofía
implícita del hombre de nuestra época viene a ser: “he sido arrojado por azar a
una existencia en la que me descubro atrapado, y que carece de todo sentido o
finalidad; ya que estoy aquí, intentaré sufrir lo menos posible durante los
años que me toquen, llevarme bien con los demás, etc. … pero nada de
sacrificarme por grandes empresas a largo plazo, ni de esfuerzos cuyo fruto no
me vaya a dar tiempo a cosechar”. Alguien que interpreta así la vida no sentirá
ninguna urgencia por multiplicarla. ¿Seguro que hacemos un favor a nuestros
hijos trayéndolos al ser? El filósofo David Benatar se ha atrevido a explicitar
lo que muchos europeos piensan ya secretamente, en un libro cuyo título es Mejor no haber sido nunca: El daño de la
existencia.
Básicamente, está de acuerdo con Schopenhauer y Cioran en que la vida humana es
sobre todo frustración: deseo insatisfecho, carencia, tensión constante hacia
objetivos que, una vez alcanzados, decepcionan (la “melancolía del
cumplimiento” de que habló Hegel); el saldo emocional de la vida es claramente
deficitario: existe una asimetría placer-dolor; los contados momentos de
plenitud no compensan los innumerables de frustración, temor, decepción, tedio,
hastío … “Si contempláramos nuestra vida objetivamente –comenta Peter Singer en
su reseña sobre Better Never to Have Been-
veríamos que no es algo que debamos infligir a otros”.
Singer tiene la valentía de llevar la argumentación hasta el último paso:
“Entonces, ¿por qué no nos convertimos voluntariamente en la última generación
sobre la Tierra? Si nos pusiéramos de acuerdo todos para esterilizarnos, no
serían precisos sacrificios. ¡Podríamos estar de fiesta hasta la extinción!”.
No estaríamos violando los derechos de nadie, pues “las generaciones venideras”
aún no existen. En todo caso, estaríamos haciéndoles un favor.
La crisis demográfica
europea, por tanto, es probablemente la expresión de un cansancio
civilizacional y de un nihilismo larvado: para desear transmitir la vida, es
preciso creer que ésta tiene un significado. La batalla cultural por la
natalidad tendrá que descender hasta ese nivel fundamentalísimo: conseguir que
los europeos vuelvan a creer en algo que les trascienda y proporcione sentido.
Alemania lo está intentando con el patriotismo (campaña Du bist Deutschland: anuncios que ensalzan la belleza de la
procreación y la vida de familia, recordando al final que cada niño “es [el
futuro de] Alemania”).
Los creyentes debemos intentarlo con la religión (hay tímidos indicios de
recuperación de la inquietud religiosa en Europa:
por cierto, es comprobable estadísticamente que los creyentes tienen más hijos
que los ateos). Los
agnósticos deberían mirar de las parejas de hecho al de los matrimonios, se
está emitiendo un mensaje con simpatía nuestros esfuerzos (en lugar de con
hostilidad: sirvan de botón de muestra los virulentos ataques de la prensa
“progresista” contra la reciente JMJ en Madrid,
donde 2 millones de jóvenes se habían reunido para proclamar, entre otras
cosas, su convicción de que la vida tiene sentido y merece ser transmitida).
En
definitiva, Europa necesita una ofensiva cultural (a favor del sentido de la
vida, contra el aborto, a favor del matrimonio y la familia, etc.) similar a la
que el movimiento conservador norteamericano ha puesto en práctica en los EEUU
desde hace 30 años. Esta ofensiva debería
partir de la propia sociedad civil (los creadores de opinión: los novelistas,
los docentes, los periodistas, los cineastas [películas como ¡Qué bello es vivir! o Family man pueden conseguir más que
muchas leyes]). Pero el Estado puede colaborar: la legislación envía mensajes
morales a la población. Por ejemplo, si se cuasi-equipara el tratamiento
jurídico anti-familia: “casarse es anticuado; las leyes os prometen las mismas
ventajas sin necesidad de “atarse” para toda la vida”. Si se rodea a la pareja
casada del máximo de privilegios legales y económicos, se está transmitiendo
una llamada de signo inverso: “casarse y tener hijos no es una antigualla
rancia y castrante, sino algo digno, noble, merecedor de reconocimiento”.
Probablemente, lo que necesitan los “últimos padres” no es tanto estímulo económico como reconocimiento cultural: prestigio, gratitud, revalorización de la
función parental.
Francisco José Contreras [Fragmento del artículo: “El invierno demográfico europeo”, Cuadernos de Pensamiento Político (FAES), nº33, enero 2012, pp. 103-134]
Francisco José Contreras [Fragmento del artículo: “El invierno demográfico europeo”, Cuadernos de Pensamiento Político (FAES), nº33, enero 2012, pp. 103-134]
No hay comentarios:
Publicar un comentario