«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


21 de junio de 2014

HOMILÍA ÍNTEGRA DEL PAPA FRANCISCO EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI 2014

Las dos mesas
Homilía del Papa Francisco en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, ante la basílica de San Juan de Letrán (19-6-2014)

«El Señor, tu Dios, [...] te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).

Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, al que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y al que guió durante cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida. Una vez asentado en su tierra, el pueblo elegido alcanza cierta autonomía, cierto bienestar, y corre el peligro de olvidar  sus tristes avatares pasados, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Entonces las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino recorrido en el desierto, durante el tiempo de la carestía y del desconsuelo. Es una invitación a volver a lo esencial, a la experiencia de dependencia total de Dios, cuando la supervivencia estaba encomendada a su mano, para que el hombre comprendiera que «no solo de pan vive [...], sino [...] de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí otra hambre: un hambre que no puede saciarse con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná –al igual que toda la experiencia del Éxodo– también contenía en sí misma esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esa hambre profunda que existe en el hombre. Jesús nos da ese alimento, es más: es él mismo el pan vivo que da vida al mundo (cf. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el que saciar nuestros cuerpos, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, ya que la sustancia de este amor es el Amor.

En la eucaristía se comunica el amor del Señor para con nosotros: un amor tan grande que nos alimenta consigo mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar sus fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre aquello que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.

Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hay muchas ofertas de alimento que no proceden del Señor y que, aparentemente, satisfacen más. Algunos se alimentan del dinero, otros del éxito y de la vanidad, otros del poder y del orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solo el que nos da el Señor! El alimento que el Señor nos ofrece es distinto de los demás, y tal vez no nos parezca tan sabroso como ciertas viandas que el mundo nos ofrece. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en aquellos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.

Hoy, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos sabrosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma?

El Padre nos dice: «Te alimenté de maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es nuestra tarea: recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe por ser fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.

Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús, realmente presente en la eucaristía. La hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos da a sí mismo. A él nos dirigimos con confianza: «Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundanal que nos esclaviza, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, para que no permanezca prisionera en una selectividad egoísta y mundana y para que   sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se convierte en “memorial” de tu gesto de amor redentor. Amén».


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