Francisco habla de la alegría de la
evangelización y recuerda que "El Padre es la fuente de la alegría. El
Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador"
Publicamos
a continuación el Mensaje del santo padre Francisco para la 88ª Jornada
Mundial de las Misiones, que se celebra el domingo 19 de octubre.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy en día todavía hay mucha gente que no conoce a Jesucristo. Por eso es tan
urgente lamisión ad gentes, en la que todos los miembros de la iglesia están
llamados a participar, ya que la iglesia es misionera por naturaleza: la
iglesia ha nacido “en salida”. La Jornada Mundial de las Misiones es un momento
privilegiado en el que los fieles de los diferentes continentes se comprometen
con oraciones y gestos concretos de solidaridad para ayudar a las iglesias
jóvenes en los territorios de misión. Se trata de una celebración de gracia
y de alegría. De gracia, porque el Espíritu Santo, mandado por el Padre,
ofrece sabiduría y fortaleza a aquellos que son dóciles a su acción. De
alegría, porque Jesucristo, Hijo del Padre, enviado para evangelizar al mundo,
sostiene y acompaña nuestra obra misionera. Precisamente sobre la alegría de
Jesús y de los discípulos misioneros quisiera ofrecer una imagen bíblica,
que encontramos en el Evangelio de Lucas (cf.10,21-23).
1. El evangelista cuenta que el Señor envió a los
setenta discípulos, de dos en dos, a las ciudades y pueblos, a proclamar que
el Reino de Dios había llegado, y a preparar a los hombres al encuentro con
Jesús. Después de cumplir con esta misión de anuncio, los discípulos
volvieron llenos de alegría: la alegría es un tema dominante de esta primera
e inolvidable experiencia misionera. El Maestro Divino les dijo: «No estéis
alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros
nombres están inscritos en el cielo. En aquella hora, Jesús se llenó de
alegría en el Espíritu Santo y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo
y de la tierra...” (...) Y volviéndose a sus discípulos, les dijo
aparte: “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!”» (Lc
10,20-21.23).
Son tres las escenas que presenta san Lucas. Primero,
Jesús habla a sus discípulos, y luego se vuelve hacia el Padre, y de nuevo
comienza a hablar con ellos. De esta forma Jesús quiere hacer partícipes de
su alegría a los discípulos, que es diferente y superior a la que ellos
habían experimentado.
2. Los discípulos estaban llenos de alegría,
entusiasmados con el poder de liberar de los demonios a las personas. Sin
embargo, Jesús les advierte que no se alegren por el poder que se les ha dado,
sino por el amor recibido: «porque vuestros nombres están inscritos en el
cielo» (Lc 10,20). A ellos se le ha concedido experimentar el amor de
Dios, e incluso la posibilidad de compartirlo. Y esta experiencia de los
discípulos es motivo de gozosa gratitud para el corazón de Jesús. Lucas
entiende este júbilo en una perspectiva de comunión trinitaria: «Jesús se
llenó de alegría en el Espíritu Santo», dirigiéndose al Padre y glorificándolo. Este
momento de profunda alegría brota del amor profundo de Jesús en cuanto Hijo
hacia su Padre, Señor del cielo y de la tierra, el cual ha ocultado estas
cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños (cf. Lc
10,21). Dios ha escondido y ha revelado, y en esta oración de alabanza se
destaca sobre todo el revelar. ¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los
misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la
victoria sobre Satanás.
Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado
llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia
presunción y no dejan espacio a Dios. Uno puede pensar fácilmente en algunos
de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones,
pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también
a nosotros. En cambio, los “pequeños” son los humildes, los sencillos, los pobres, los
marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús
ha llamado “benditos”. Se puede pensar fácilmente en María, en José, en los
pescadores de Galilea, y en los discípulos llamados a lo largo del camino, en
el curso de su predicación.
3. «Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc
10,21). Las palabras de Jesús deben entenderse con referencia a su júbilo
interior, donde la benevolencia indica un plan salvífico y benevolente del
Padre hacia los hombres. En el contexto de esta bondad divina Jesús se
regocija, porque el Padre ha decidido amar a los hombres con el mismo amor que
Él tiene para el Hijo. Además, Lucas nos recuerda el júbilo similar de
María: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi
Salvador » (Lc 1,47). Se trata de la Buena Noticia que conduce a la
salvación. María, llevando en su vientre a Jesús, el Evangelizador por
excelencia, encuentra a Isabel y cantando el Magnificat exulta de gozo en el
Espíritu Santo. Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y por
tanto su alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en
oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la salvación que se
realiza, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y
por obra del Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la
Trinidad.
El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su
manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente después de
alabar al Padre, como dice el evangelista Mateo, Jesús nos invita: «Venid a
mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi
yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera»
(11,28-30). «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de
los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados
del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con
Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort. ap. Evangelii gaudium,
1).
De este encuentro con Jesús, la Virgen María ha
tenido una experiencia singular y se ha convertido en “causa nostrae
laetitiae”. Y los discípulos a su vez han recibido la llamada a estar con
Jesús y a ser enviados por Él para predicar el Evangelio (cf. Mc 3,14), y
así se ven colmados de alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en
este torrente de alegría?
4. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple
y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del
corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales,
de la conciencia aislada» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2). Por lo tanto, la
humanidad tiene una gran necesidad de aprovechar la salvación que nos ha
traído Cristo. Los discípulos son los que se dejan aferrar cada vez más por
el amor de Jesús y marcar por el fuego de la pasión por el Reino de Dios,
para ser portadores de la alegría del Evangelio. Todos los discípulos del
Señor están llamados a cultivar la alegría de la evangelización. Los
obispos, como principales responsables del anuncio, tienen la tarea de promover
la unidad de la Iglesia local en el compromiso misionero, teniendo en cuenta
que la alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en la preocupación
de anunciarlo en los lugares más distantes, como en una salida constante hacia
las periferias del propio territorio, donde hay más personas pobres que
esperan.
En muchas regiones escasean las vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada. A menudo esto se debe a que en las
comunidades no hay un fervor apostólico contagioso, por lo que les falta
entusiasmo y no despiertan ningún atractivo. La alegría del Evangelio nace
del encuentro con Cristo y del compartir con los pobres. Por tanto, animo a las
comunidades parroquiales, asociaciones y grupos a vivir una vida fraterna
intensa, basada en el amor a Jesús y atenta a las necesidades de los más
desfavorecidos. Donde hay alegría, fervor, deseo de llevar a Cristo a los
demás, surgen las verdaderas vocaciones. Entre éstas no deben olvidarse las
vocaciones laicales a la misión. Hace tiempo que se ha tomado conciencia de la
identidad y de la misión de los fieles laicos en la Iglesia, así como del
papel cada vez más importante que ellos están llamados a desempeñar en la
difusión del Evangelio. Por esta razón, es importante proporcionarles la
formación adecuada, con vistas a una acción apostólica eficaz.
5. «Dios ama al que da con alegría»
(2 Co 9,7). La Jornada Mundial de las Misiones es también un momento para
reavivar el deseo y el deber moral de la participación gozosa en la misión ad
gentes. La contribución económica personal es el signo de una oblación de
sí mismos, en primer lugar al Señor y luego a los hermanos, porque la propia
ofrenda material se convierte en un instrumento de evangelización de la
humanidad que se construye sobre el amor.
Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial
de las Misiones mi pensamiento se dirige a todas las Iglesias locales. ¡No
dejemos que nos roben la alegría de la evangelización! Os invito a sumergiros
en la alegría del Evangelio y a nutrir un amor que ilumine vuestra vocación y
misión. Os exhorto a recordar, como en una peregrinación interior, el “primer
amor” con el que el Señor Jesucristo ha encendido los corazones de cada uno,
no por un sentimiento de nostalgia, sino para perseverar en la alegría. El
discípulo del Señor persevera con alegría cuando está con Él, cuando hace
su voluntad, cuando comparte la fe, la esperanza y la caridad evangélica.
Dirigimos nuestra oración a María, modelo de evangelización humilde y
alegre, para que la Iglesia sea el hogar de muchos, una madre para todos los
pueblos y haga posible el nacimiento de un nuevo mundo.
Vaticano, 8 de junio de 2014, Solemnidad de
Pentecostés
FRANCISCUS PP.
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